09 enero 2015

Cómo surgió la era de la Razón, según Stephan Toulmin

La Modernidad fue la era de la razón; su máxima aspiración era alcanzar el saber universal, aquel que no estuviera manchado por las creencias y convenciones de unos seres humanos concretos, por el conocimiento que se restringe a un espacio y tiempo específicos y que no puede ser compartido por otras culturas: si algo es verdadero, debe serlo en cualquier lugar y época, independientemente del contexto, y lo verdadero tiene la cualidad de que es aceptado por todos sin posibilidad de duda, sin importar las creencias particulares de cada cual.

La Modernidad quería, en definitiva, saber qué es la realidad común a todos gracias a la cual se puede establecer una convivencia pacífica, cuando no la ensucia el hombre con sus supersticiones que llevan al dogma y el dogma que lleva a la muerte; de lograrlo, se podrían sentar las bases para una concordia universal, pues toda la humanidad se regiría por los mismos principios de verdad; no habría discusiones ni guerras ideológicas. No habría más sangre derramada por la lucha entre los pueblos.

Stephan Toulmin defiende en su libro Cosmópolis que esta defensa de la razón no es ninguna consecuencia de la evolución natural del homo sapiens hacia estados superiores de conciencia. Es por eso que, en cuestiones de convivencia, la cosa sigue tan mal.

Toulmin argumenta que la racionalidad fue la solución que los humanos encontraron a unos problemas particulares de esa convivencia y que, con todo, se antojan universales en su esencia, las guerras de religión:

La tesis heredada daba por sentado que las condiciones políticas, económicas, sociales e intelectuales de Europa occidental mejoraron radicalmente a partir de 1600, lo que alentó y propició el desarrollo de nuevas instituciones políticas y métodos de investigación más racionales. Pero esta suposición está cada vez más cuestionada. […] Los años que van de 1605 a 1650, lejos de ser prósperos y gratos, se ven ahora como los más ingratos, y hasta como los más frenéticos, de toda la historia europea.

Es en esa época cuando la caza de brujas en Europa alcanza la máxima cota del terror, y cuando el continente se da un festín con los cuerpos sacrificados de cientos de miles de herejes y contra-herejes.

El siglo de la expansión, del auge de la libertad y germen del laicismo intelectual había sido el anterior. El Renacimiento había hecho del XVI un auténtico siglo de las luces, donde las ideas humanistas, con epicentro en las prósperas ciudades del norte de Italia, recorrieron el Continente saludando a sus contrarias con más o menos tolerancia.

…la recuperación de la historia y la literatura antiguas contribuyó poderosamente a intensificar su sensibilidad hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de los asuntos humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes no tenidas en cuenta, empezaron a ser ensalzadas como consecuencias maravillosamente ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano. En lugar de deplorar estos fallos, como podría hacer una casuística de la moral, los lectores laicos se empeñaron en saber qué era lo que hacía que la conducta humana resultara admirable o deplorable, noble o egoísta, ejemplar o ridícula.

Según pasaban los años, se contagiaron de esta actitud los principados alemanes, la Francia de Montaigne y Rabelais e incluso la España lírica y picaresca acompañada de mística abierta y plural, a pesar del orden establecido y la fuerte represión que habría de comenzar con el Concilio de Trento, a partir de la segunda mitad del siglo XVI.

Por primera vez, la necesidad de cerrar filas y defender el catolicismo contra los herejes protestantes sirvió de pretexto para sustraer doctrinas clave a cualquier intento de replanteamiento, incluso por parte de los creyentes más leales y convencidos. La distinción entre “doctrinas” y “dogmas” fue un invento del Concilio de Trento, y el catolicismo de la Contrarreforma fue dogmático como no lo había sido nunca el cristianismo anterior a la Reforma, incluido el mismo Tomás de Aquino.

La excepción a esta norma, y refugio por tanto de la cultura sin limitaciones, fue la Inglaterra construida en torno a la figura de Isabel I, la “Reina de las hadas”. Como siempre, la prosperidad económica tuvo mucho que ver en todo esto; pero, a finales de siglo, el sueño se desvaneció:

En 1600, el dominio político de España tocaba a su fin, Francia estaba dividida en distintos bandos religiosos e Inglaterra se abocaba a la guerra civil. En Europa Central, los estados fragmentados de Alemania se estaban desgarrando recíprocamente […]. El comercio internacional se vino abajo, el desempleo se generalizó y se creó así una reserva de mercenarios listos para participar en la Guerra de los Treinta Años; para colmo, todos estos infortunios se vieron agravados por un empeoramiento internacional de las condiciones climáticas, alcanzándose niveles inusualmente elevados de carbono en la atmósfera.


En una sociedad agrícola al 80%, la crisis climática derivó hambruna; apenas se salvó Holanda de la penuria, convirtiéndose así en el reducto de la cultura europea en espera de tiempos mejores.

Es en este ambiente cuando el método de Descartes encuentra una acogida inmediata: un sistema de reglas lógicas que, seguido paso a paso, ha de conducir al descubrimiento de la verdad, pues se ha evitado el error, es decir, se ha eliminado la perspectiva de cada ser humano particular.

Pero Descartes no habría iniciado una corriente de pensamiento a partir de la nada, sino en respuesta a la cultura de los años previos, representada en la figura de Montaigne quien, como ya hiciera Sócrates, estimaba que llegar a una certeza teórica sobre la realidad, compartida así por todos, era imposible, y que tal intento no era más que el reflejo de la presunción y la ilusión humanas.

El gambito de salida de la filosofía moderna no coincide, así, con el racionalismo descontextualizado del Discurso y las Meditaciones de Descartes, sino con la reformulación que hace Montaigne del escepticismo clásico en su Apología, en la que tantas anticipaciones de Wittgenstein encontramos. Es Montaigne, y no Descartes, quien juega, y sale, con blancas. Los argumentos de Descartes son la respuesta de las negras a este movimiento. En la Apología, Montaigne había dicho que “a menos que se encuentre algo de lo que estemos completamente seguros, no podemos asegurar nada”. […] Descartes, que jugaba con negras, contestó al gambito de Montaigne proponiéndose como tarea descubrir lo “único” para lo que se necesita certeza. Y lo encontró en el cogito.


En la década de 1580, los pensadores aún toleraban el escepticismo, la ambigüedad y la incertidumbre; apenas cuatro décadas más tarde, tal forma de ver la vida se consideró intolerable.

Para Montaigne, la “experiencia (de la vida)” es la experiencia práctica que cada individuo humano acumula al tratar con otros individuos iguales a él. Para Descartes, la “experiencia (de la mente)” es la materia prima con la que cada individuo construye un mapa cognitivo del mundo inteligible “en su cabeza”. […] En la década de 1580, a Michel de Montaigne no se le ocurre decir que está “encerrado en su cerebro”. La multiplicidad de personas en el mundo, con puntos de vista y relatos vitales idiosincráticos, no era para él una amenaza. Cada cual reconocía que el destino de cada individuo era, en última instancia, personal […] pero las personas aún se trataban unas a otras con una actitud de equidad, como individuos autónomos.”

La situación de crisis que vivía Europa no permitía tolerancia alguna. Toulmin apunta a un suceso muy concreto que sería el símbolo de lo que estaba ocurriendo en Europa a principios del siglo XVII:

Se trata del asesinato del rey Enrique IV de Francia, más conocido en inglés como Enrique de Navarra. Sugerir que este acontecimiento causó el paso del humanismo a una manera de pensar más rigurosa y dogmática sería una exageración. Nosotros nos contentamos con verlo como un acontecimiento emblemático de unos cambios que estaban listos para producirse, o que ya se habían incubado.

Enrique IV encarnó en su vida personal los problemas fundamentales de su época, tanto políticos como religiosos: de educación protestante, tuvo que reinar en una corte católica que rechazaba de pleno sus intentos por establecer la concordia entre las diferentes confesiones.

Era una época en que las lealtades y deslealtades de los súbditos de un reino estaban condicionadas por la religión del monarca, la muerte de Enrique a manos de la Liga Católica, en 1610, hubo de tener un mensaje claro en toda Europa: “Ha fracasado la política de la tolerancia religiosa”.

El fracaso se manifestó en la Guerra de los Treinta Años; desde 1618 a 1648, todo el continente se vio asolado por una lucha sin cuartel que, por su duración y los territorios abarcados, fue el único estado de existencia que conoció toda una generación.
Al contrario de lo que se suele decir, Descartes habría sido muy sensible a los acontecimientos de su época; sus años de estudios habían transcurrido, precisamente, en La Flèche, donde se custodiaba como reliquia el corazón del rey navarro asesinado y se le rendía homenaje todos los años en un ambiente de nostalgia y sentimiento de fracaso social.

Descartes no podía compartir con Montaigne la tolerancia de la ambigüedad, la falta de claridad y certeza ni la diversidad de opiniones humanas contrarias. Cuanto más degeneraba la situación política en Francia y Europa más urgente parecía la necesidad de encontrar una vía de salida a las contradicciones doctrinales que habían estado en el origen de las guerras de religión.

La decadencia política y los conflictos religiosos que habrían de desembocar en la gran guerra del siglo, el empeoramiento climático, el comienzo de las grandes hambrunas y la consiguiente desestructuración del tejido social e incluso familiar provocó, por un lado, una ola de milenarismo que recorrió el continente llamando a prepararse para el fin de los tiempos; por otro, obligó moralmente a los filósofos naturales a encontrar una base sólida sobre la que pisar con firmeza y no dejarse arrastrar por el caos imperante.

La disposición de los humanistas para convivir con la incertidumbre, la ambigüedad y las diferencias de opinión no había hecho nada —en opinión de tales personas— para impedir el conflicto religioso; luego –inferían—había contribuido a causar aquel estado de cosas degenerado. Si el escepticismo nos dejaba indefensos, se imponía con urgencia la certeza. Tal vez no fuera obvio aquello sobre lo que se suponía que la gente debía estar segura; pero la incertidumbre se había vuelto inaceptable.

Las disposiciones racionales se aparecían como una postura neutral en medio de los conflictos históricos. Todas las áreas de pensamiento se vieron, poco a poco, atraídas por la limpieza del método cartesiano e hicieron de la Lógica –que había estado a la par con la Retórica y la Dialéctica— su instrumento primero para distanciarse de cualquier bando y tratar de acercarlos a todos a una tierra de nadie, desde el debate teológico a la práctica política, que hasta entonces se había basado en el estudio de las circunstancias concretas de un país o región y que fue derivando al moderno concepto de Estado nación:

La restauración del diálogo entre las naciones-estado de Europa era sólo un primer paso. El segundo era un cuerpo de conocimientos que resultara convincente para los savants de los diferentes países y religiones, y favoreciera una cosmovisión compartida.

La ética también comenzó a buscar principios universales y abstractos aplicables a todo tiempo y lugar.

… a partir de la década de 1650, Henry More y los platónicos de Cambridge consiguieron que la ética entrara a formar parte de la teoría abstracta general, divorciada de los problemas concretos de la práctica moral; y, también desde entonces, los filósofos modernos en su conjunto han venido sosteniendo que —al igual que el Bien y la Libertad, o que el Espíritu y la Materia— lo Bueno y lo Justo se deben conformar a unos principios atemporales y universales- […] En una palabra, que los casos concretos dejaron paso a los principios generales.

Y, sin embargo, los conflictos humanos no desaparecieron. El tiempo ha enseñado que la filosofía descontextualizada es una aberración que no lleva a ninguna parte, y los estudios sociales sobre la actividad científica han mostrado cómo la pretendida cosmovisión compartida por todo el mundo está sujeta, al igual que cualquier actividad humana, a intereses temporales y partidismos locales muy lejanos al ideal de ciencia objetiva. Hacer tabla rasa, como pretendía Descartes, es imposible.

Según el planteamiento de Toulmin, los descubrimientos de una época están envueltos por las necesidades y caprichos del momento, y exigen por tanto tener en cuenta los aspectos humanos que los motivan, controlan y manipulan para mostrar un perfil de la realidad que refleja el espíritu del siglo, no una imagen universal sin intervención humana.
Con todo, el racionalismo se resiste a darse por vencido en la búsqueda de principios universales, y se sigue buscando la sabiduría con independencia de cualquier situación histórica concreta y ajena a toda referencia contextual.

Es en esta divergencia de principios donde emerge otra gran lucha de la era moderna, la de las dos culturas que señalara C. P. Snow en la década de 1950, el conflicto entre ciencia y humanismo. Como señala Toulmin:

…podremos preguntarnos, pues, si el mundo y la cultura modernos tuvieron en realidad dos orígenes distintos en vez de uno solo, el primero de los cuales (la fase literaria o humanista) habría precedido al segundo en un siglo aproximadamente. Si seguimos esta sugerencia, […] descubriremos la segunda fase, es decir, la científica y filosófica, a partir de 1630, una fase que lleva a muchos europeos a volver la espalda a los temas dominantes de la primera fase […]. Después de 1600, el centro de la atención intelectual pasó de la preocupación por el hombre de finales del siglo XVI a una línea más rigurosa e, incluso, más dogmática.

Otra cosa es comprender por qué, cinco siglos después, persiste el conflicto entre, como los define filósofo Jordi Pigem, una ciencia sin letras y un humanmo sin ciencia; analfabeta (del griego an alfabetos, “sin letras”) la primera; la segunda, necia (del latín ne scire, “sin ciencia”).


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