23 enero 2015

Ian Gibson: Una fracasada biografía de Antonio Machado

Ian Gibson escribió una aplaudida biografía de Antonio Machado, pero en ella encontramos vacíos importantes: filosóficos, contextuales, estéticos, psicológicos, íntimos... por lo que el biógrafo falla estrepitosamente en su función para, a pesar de contener innumerables datos anecdóticos, no hallar nada nuevo e, incluso, interpretar con suposiciones puramente ficticias sobre su personalidad íntima.
 
 
 
Cuando en su ensayo sobre Fernando Pessoa, escrito en 1962, Octavio Paz afirmó que «los poetas no tienen biografía», porque su obra es su biografía, se refería sin duda a que la poesía, en un poeta, es su mayor y más profunda actividad y así lo determina tanto por ser criatura de sus poemas como por verse enfrentado siempre a ellos: Rimbaud, que dejó de escribir a los veinte años, tiene biografía hasta los 38, pero sin duda esos años ágrafos son leídos en función de su obra. Por otro lado, Paz pensó esto en una época en la que aún estaba influido por algunos aspectos del formalismo ruso (aunque también los formalistas se dedicaron a escribir biografías...); pero hay que recordar que Paz mismo es autor de una de las grandes biografías de nuestra lengua, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), una biografía (también ensayo literario e histórico) a la altura de las circunstancias, quiero decir: de la obra de la poetisa mexicana. Además, era muy lector de biografías. Pondré sólo un ejemplo: no le bastaba con los poemas de Eliot, quería saber el detalle y la dimensión de las relaciones de Eliot con su amiga la estadounidense Emily Hale, pero sin duda le interesaba por ser el autor de La tierra baldía. Si digo todo esto es por mi sorpresa ante la lectura de un artículo, publicado en estas mismas páginas, del poeta mexicano Antonio Deltoro, quien comentando la reciente biografía de Ian Gibson sobre Antonio Machado afirma, tras haber citado la famosa frase de Paz, que ahora sabe que se puede escribir una biografía de un poeta con resultados iluminadores. Caramba. Sin duda Deltoro ha contraído una deuda impagable con Gibson, pero el mismo Gibson podrá señalarle un buen número de biógrafos que entretendrán a Deltoro durante bastante tiempo, y que debemos deducir que no ha leído.
 
Yo creo que no se puede hacer una biografía de un poeta sin su poesía —algo que ha rozado Dalmau con la que llevó a cabo sobre Jaime Gil de Biedma-- pero es fácil aceptar que comprender los entresijos de la vida de Lorca o de André Breton nos ayuda a penetrar en su obras y que algunos de los aspectos de estas vidas se quedarán en nosotros como información respecto a ellos pero sin arrojar luz sobre sus poemas. ¿La vida de Manuel Machado desde 1936 a 1947 está en sus poemas previos, que son los que poéticamente tienen valor? No digo que algo de sus actitudes psicológicas (cierto cinismo y relativismo moral) no abran puertas sobre sus actos posteriores, pero lo que pasó en su vida en dicho periodo rebasa lo contenido en su poesía y, además, es inferior a lo expresado en sus mejores obras: su olvido de la República y exaltación de Franco es un documento; en cambio sus poemas no se agotan en su significado porque son una presencia viva.
 
Ian Gibson no ha prescindido en absoluto de la poesía de Machado para llevar a cabo Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado (643 páginas de texto, más notas), todo lo contrario: ha recurrido a ella para iluminar la vida del poeta como, a su vez, ha utilizado el documento biográfico para tratar de hacer más comprensible el poema. Por otro lado, ha buceado en los orígenes familiares de Machado, sin duda determinantes de su imaginario intelectual y de su psicología, y se ha servido de lo que ha sobrevivido de la correspondencia con Pilar de Valderrama para desentrañar los poemas a Guiomar y la verdadera naturaleza de la relación con esta mujer, de la que ¿estuvo enamorado? Machado desde 1928 hasta su muerte en 1939.
 
Creo que el método es acertado, sin embargo no oculto que, a diferencia de lo que piensa Deltoro y, por lo visto, casi todos los críticos de este país, el Machado de Ian Gibson —a quien debemos otros trabajos notables y aportaciones valiosas en esta misma obra—, creo, peca de parcialidad: hay aspectos importantes de su obra que no aparecen y es débil el contexto humanístico en el que lo inserta. Es poco lo que sabemos en su voluminosa obra del Madrid en que vivió y de los mundos ideológicos y estéticos de su tiempo, que fue, del modernismo a las vanguardias, el más agitado que se haya conocido. Gibson no se pregunta lo suficiente por asuntos relativos a la psicología de Machado y a sus ideas sobre literatura, y, así, olvida al prosista Juan de Mairena, quizás tan importante como buena parte de su poesía. Al olvidar al prosista de esa época no entendemos bien la complejidad y la forma que adopta su imperiosa necesidad dialógica y el papel que cumple el distanciamiento teatral de las voces. Olvida también al filósofo, al metafísico, que guarda una relación fundamental con su poesía. Recordemos que afirmaba que todo poeta, e incluso todo poema, tiene su metafísica. ¿Cómo comprender bien el conjunto de su aventura poética, y especialmente los poemas producidos después de Campos de Castilla, sin querer entender su universo filosófico? Adelanto que sin esa investigación —que por otro lado han llevado a cabo en parte diversos estudiosos— toda comprensión ha de ser parcial cuando no errónea en algunos aspectos.
 
Ni la fenomenología de Husserl ni Heidegger son mencionados una sola vez por Gibson, tampoco nos da una síntesis del pensamiento del Bergson que interesó a Machado y al que éste superó en su concepción del tiempo subjetivo, o del pensamiento de la época, como son los casos de Gabriel Marcel (leído sin duda en la Nouvelle Revue Française) o de Martín Buber, que nuestro poeta pudo conocer a través de traducciones francesas. Tampoco, lo que el poeta andaluz aprendió de Ortega y de Unamuno, y por lo tanto se buscará en vano las afinidades y diferencias con el libro de Ortega de 1925 La deshumanización del arte, cuyas ideas son visibles desde mucho antes. Si de nuestro poeta filósofo expulsamos la filosofía sin duda habremos prescindido de una parte importante de lo que ocupó su vida. A nadie se le oculta que la extensa aproximación de Ian Gibson es una imagen posible de Antonio Machado. Conviene tener en cuenta que, sobre todo en cuanto al poeta (no a su dimensión más documental, tratada profusamente por Gibson), es sólo una imagen entre otras, posibles y necesarias. De ahí mis reservas que, por otro lado, sólo pueden partir de un trabajo como el de Gibson, hecho con amor, conocimientos nada desdeñables y notable esfuerzo de historiador.
 
Gibson parece aceptar que la obra de Machado (también la de Manuel) es total y literalmente biográfica, no en el sentido de Paz, sino en que podemos encontrar en el poema la dimensión de la anécdota del autor. No cabe duda de que la poesía de Machado tiende a la confesión y a la objetividad, incluso cuando se inventa poetas (Abel Martín). Fue un poeta realista, que no se apartó de los cánones literarios tradicionales, y, por ello mismo, tanto cuando es intimista como descriptivo, siempre es reconocible el cuento en el canto. Pero aunque sea sincero y bueno Antonio Machado, no podemos seguirle siempre en la idea que tuviera de sí mismo, no en los mismos términos.
 
Machado fue pudoroso respecto al erotismo y la sexualidad, hasta el punto de rozar cierto puritanismo: la mujer —desde un punto de vista físico— tiene ojos, pero apenas nada más. Algo —no todo lo que se podría— nos dice Gibson de su erotismo, pero no hubiera estado de más que se preguntara cuándo accedió Machado a la sexualidad: seguramente fue en uno de los prostíbulos que luego frecuentó en su primera etapa madrileña, y de los que Gibson no nos explica prácticamente nada, porque no hay documentación, pero recuerdo bien oír a Ricardo Gullón referirse a nombres de lugares, e incluso de personas, frecuentados por el poeta. Es más, cuando Gibson se hace eco de que se rumoreaba en Baeza que se acercaba a pie a Úbeda para visitar a una prostituta, Gibson recomienda no «buscarle tres pies al gato», porque bastaba la monumentalidad de la ciudad para justificar sus visitas, como si el sexo no fuera un acicate urgente y suficiente para caminar nueve kilómetros, y más en un hombre que vivió solo toda su vida, salvo el corto periodo matrimonial con Leonor, y al que, además, no se le conoce ninguna otra relación (Pilar de Valderrama no le permitió mayores acercamientos). Sexualmente, Machado fue un solitario. Y la sensualidad la encontramos en su evocación del paisaje, pero no de la mujer.
 
Tratar de averiguar el imaginario erótico de Machado no me parece intranscendente; no ignoro que hay pocos datos, pero vale la pena arriesgar alguna conjetura sobre el «calvario erótico» de Don Antonio. Otro biógrafo de Machado, el francés Bernard Sesé, que publicó en 1980 un voluminoso estudio biográfico y literario sobre nuestro poeta (que en su bibliografía dice no haber tenido en cuenta ¡para no «contaminarse»!), aunque citado una única vez por Gibson), dedica algunas páginas, de cierto valor, tanto al erotismo como a la filosofía metafísica que lo acompaña. También hubiera sido necesario inventariar la biblioteca del poeta, es decir: lo que leyó. Todos sabemos que había leído poesía, filosofía, teatro español, a los franceses, algo de literatura inglesa, ¿pero qué y, sobre todo, cómo? Sin duda hay muchas huellas a lo largo de su obra, apuntes y correspondencia y valdría la pena ponerla en pie dentro de la biografía para dar al menos una aproximación de lo que conformó su cultura.
 
También nos evita, probablemente llevado por su admiración profunda y sincera, muchos de los juicios que tuvo sobre la literatura de su tiempo: no sabemos por Gibson que no le gustó nada Neruda, ni Huidobro, padre del creacionismo, de tanta influencia en Gerardo Diego, ni Jorge Guillén ni Salinas. ¿Cernuda? Tampoco. Naturalmente estaba lejos de Valéry, de Pierre Reverdy y de todas las vanguardias que se originaron en Europa. En cuanto a los hispanoamericanos, está Rubén Darío, sin duda (aunque no pudo gustarle sino parcialmente y en una época), y el resto brilla por su ausencia en la obra de Machado, y por lo tanto hay que mencionarlo, porque otros escritores españoles de su tiempo —el mismo Unamuno— sí conocían la literatura de estos autores. De los nuevos poetas españoles al único que de verdad admiró fue a Moreno Villa, un poeta menor. ¿Le interesó Lorca, como Gibson quiere hacernos creer? Algo debió deslumbrarlo, sin duda, pero no convencerlo. Machado escribió  «La tierra de Alvargonzález», un romance dedicado a Juan Ramón Jiménez, a quien no le gustó). Gibson parece admirar el mencionado romance, elogiado también por un magnífico lector y extraordinario prosista, Gerald Brenan.  Para ahondar en las influencias, y en el universo estético y conceptual de Machado, el borrador de su «Discurso de ingreso en la Academia de la lengua» es rico en datos, pero Gibson no lo estudia, y ahí habla, entre otros, de Proust y Joyce...
 
Hay que decirlo claro: Machado, que tiene reflexiones sobre poética de una inteligencia notable, no apreció la nueva estética a partir de las vanguardias de su época, o mejor dicho: la vio y la condenó. ¿Por qué? Por razones muy complejas a las que dedicaré en otro momento las páginas necesarias, pero es fácil ver que esa condena está relacionada con su temprana formulación de la noticia temporal, lo que era abstracto en poesía (y por lo tanto, no es) y aquello que, en cambio, según él, es manifestación de la esencial heterogeneidad del ser, que informa tanto el fundamento de lo poético como el del amor. Es decir, Machado entendió y juzgó toda la poesía casi siempre desde una misma idea, que sin duda le obsesionó. ¿Qué fue antes, su formación del gusto estético o su conceptuación? Parece evidente que su gusto no cambió pero que sus reflexiones se fueron haciendo cada vez más complejas. Esa misma concepción le lleva a condenar el barroco de manera casi general (sin dejar de admirar —no podía dejar de hacerlo— algún poema de Quevedo o de Góngora). Su amor por la poesía de tipo tradicional y por el romance, junto con Berceo y Manrique, es superior al que siente casi por el resto de la poesía española, si hacemos excepción de Juan de la Cruz, Fray Luis de León (con reticencias), Lope, y en el siglo XIX, Bécquer. En una visión global es necesario analizar qué significa esta notable parcialidad de su gusto y la acentuada fidelidad a su concepción estética que convive, sin embargo, con su talante escéptico.
 
 
 
Por un lado, el filosófico, Machado se apoya fundamentalmente en Kant (padre del pensamiento crítico); y, por el otro, el político, fue un republicano que creía, siguiendo a Unamuno y a Ortega, que la historia se hace (o se deshace contra la resistencia del pasado): el futuro radica en la forma que adopte nuestra voluntad y deseo. España no es una esencia sino un devenir: nada de filología y etimología sino de acción y razón que avanzan, sin olvidar la dimensión viva nacional, porque Machado creía en el espíritu de las naciones. Sin embargo, por el lado estético, tiene un pie puesto en el medievalismo. Estuvo en contra de la poesía filosófica, reflexiva (también contra la que se excedía en imágenes), y lo paradójico en Machado es que es nuestro poeta filósofo por antonomasia, habiendo escrito varios poemas en los que lo abstracto es el fundamento y la expresión del poema, aunque dicha abstracción se transforma (como ocurre en otros poetas verdaderos) en presencia reflexiva, en drama. ¿Se dio cuenta? Creo que sí, y que a veces la crítica que hace a la abstracción es una constatación que tiene por fundamento la conciencia de su obra, ese «herbario» donde las hojas secas (imágenes abstractas, barroquismo o conceptuación) se mezclan, siguiendo su terminología, con las flores frescas de la intuición, de lo inmediato psíquico. Gibson debería habernos mostrado también esta profunda y determinante contradicción, porque para Machado, la tensión entre querer cantar y ya no poder hacerlo («Don Antonio, el romancero» —le dice un apócrifo— y responde: «Gracias, poeta, pero ya es tarde») y una poesía del futuro que intuyó y que, tal vez, no pudo darnos del todo, esta tensión, digo, fue una verdadera obsesión que recorrió su vida. Antonio Machado es el escenario de la lucha entre la poesía y la filosofía, entre lo concreto de la intuición psíquica y lo abstracto, entre, digámoslo de nuevo, el ser y el no ser, y por esto es inexcusable estudiar su metafísica.
 
Al prescindir del comparatismo, Gibson evita entrar en asuntos y aspectos que podrían habernos mostrado a un Antonio Machado más complejo. Quizás no tan grande pero, en cambio, más interesante. En 1911 Antonio Machado está en París y asiste a las clases de Bergson; pero al haber focalizado tanto los aspectos literarios, Gibson prescinde —no creo que lo ignore— que un joven poeta norteamericano, catorce años menor que Machado, asiste también a esos cursos. Machado afirmó que «entre los oyentes había muchas mujeres», pero también estaba T. S. Eliot, con el que quizás se cruzó más de una vez en el aula, además vivieron a pocas calles el uno del otro. (¿Por qué no imaginar un poco lo que fue posible?) Machado tuvo una visión desdeñosa de París: su mundo frívolo y erótico le molestó, como al puritano Eliot. Machado escribió por esas fechas en París «La tierra de Alvargonzález» y por ese mismo tiempo, el joven que asistía a las mismas clases de Bergson escribe «Retrato de una dama» y, sobre todo, «“The Love Song” of J. Alfred Prufrock», uno de los poemas que, junto con «Zone» de Apollinaire y «El transiberiano» de Blaise Cendrars, inauguran la modernidad en poesía.
 
Sin embargo, Machado proyectaba —obsesionado aún con la mentalidad noventayochista— escribir un gran libro sobre España, uno de cuyos fragmentos sería Campos de Castilla. Gibson admira realmente la poesía que se inicia con el largo poema «Tierras de Soria», y hace extensiva su pasión («el ciclo machadiano que hoy más conmueve a los lectores de su obra»). Es difícil calibrar esto: ¿lectores españoles, argentinos, mexicanos, franceses? También es difícil entrar aquí en un tema de gustos. Hay que pensar que en esta misma época de Campos de Castilla están escribiendo contemporáneos (más o menos) de Machado como Thomas Mann, Gide, Valéry, Paul Claudel, William Carlos Williams, Virginia Woolf, W. B. Yeats, James Joyce, Ezra Pound, Eliot, Apollinaire... O coincidentes en su producción con Machado: Pablo Neruda, Borges, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, César Vallejo, Fernando Pessoa... además de los poetas españoles de la generación del 27. Es insoslayable reflexionar sobre las obras de estos escritores para ver exactamente lo que estaba haciendo Machado y cuál fue su verdadera importancia. Aunque la literatura está hecha de excepciones, no es comprensible del todo sin la convivencia, a veces difícil, con las otras excepciones. Gibson vuelve a exagerar cuando considera el bello poema «Canciones» (CLXXIII), con momentos de profunda belleza, «uno de los poemas de amor más hermosos, más hondos, del español, quizás de cualquier idioma».
 
Antonio Machado fue un hombre y un escritor complejo. El hombre vivió siempre nostálgico de un amor que no podía cumplirse. Gibson lo intuye en un posible amor infantil, anterior a los ocho años, pero yo intuyo que su amor fue, en un principio, su madre (me parece, dada la edad, más plausible), y que la separación de su Sevilla natal y el famoso palacio de Las Dueñas le dio un contexto que comenzó a dibujar en la imaginación del joven un enigma que transcendería la anécdota inicial. Machado tuvo un gran apego a su madre, y de hecho es un referente continuo, hasta el punto de que el azar (llamémosle así) lo lleva a morir junto a ella y casi al mismo tiempo, en Coillure. Aunque Machado parece ser que vivió su calvario erótico y la mujer es tema de reflexión y de desasosiego, su actitud —Gibson lo confirma— es pasiva. Piénsese en la temprana tristeza de Machado y en su timidez, y, al tiempo, en la alegría de su hermano Manuel, su desparpajo y su pasión juerguista y mujeriega.
 
Por otro lado, Machado —muy hijo de su tiempo, quiero decir del español— consideró siempre a la mujer intelectualmente inferior y Mairena tiene algunas frases que, al tiempo que exalta el poder de la mujer, teme lo que podría hacer si logra que los hombres le concedan voto político (José Machado lo confirma). Antonio Machado fue de joven algo bebedor (sin caer en el alcoholismo, confiesa), amante de la fiesta de los toros y algo nocturno, pero todo eso lo dejó, dice, sobre 1909, cuando conoce a Leonor. También se lo dice en una carta a su madre: que hace ya tiempo que dejó la «mala vida». Machado estuvo siempre cercano a su hermano, un notable poeta sin el talento ni la amplitud y complejidad del poeta y del prosista Antonio. Gibson nos promete, de alguna manera, que va a analizar la relación entre ambos, pero es una lástima que no lo haya hecho: me parece un desafío que el biógrafo debería aceptar. Antonio fue el cantor de una Castilla rural (la exaltó y la condenó), Manuel, el de una Andalucía resuelta y superficial. Manuel Machado fue lo opuesto antagónico de Antonio, hasta el punto de que a veces aparece, no intencionadamente, parodiado en algunos poemas suyos. La antagonía llega al extremo de que Manuel, cumpliendo la obsesión imaginaria de Antonio relativa al cainismo, se convierte en defensor a ultranza de la España que condena a su madre y hermanos al exilio y, creo que puede decirse, a Antonio Machado a la muerte.
 
Manuel fue más generoso con la influencia francesa: tradujo ampliamente a Verlaine y admiró París. Antonio renegó de la influencia de Verlaine (analizada con amplitud por Gibson) y rara vez valoró la cultura francesa: probablemente, desde la lengua misma, le parecía demasiado reflexiva, cartesiana. Tanto en su primera estancia como en la última, condenó la frivolidad y mundanidad parisinas. Machado comprendía bien la desdichada frase de Unamuno: «que inventen ellos», porque —pensando Machado en Francia— suponía que la invención era exterior mientras que lo propio español era descender a las esencias populares, a esa razón común heraclitana, y, un poco menos: castiza. Las nociones «popular» y «tradicional» son siempre en Machado rurales, nunca pertenecientes a la ciudad: es un arcaísmo cuyo significado es necesario analizar. Su gran admiración a Unamuno no es ajena al españolista que había en el vasco, al iberismo profundo de Unamuno.
 
Machado, inventor de Abel Martín y de Juan de Mairena (las máscaras más inteligentes y vivas que ha dado la literatura de España), tan desprovistos generalmente de casticismo, y tendentes a la universalidad constitutiva del pensar, es también el inventor de Antonio Machado, el más casticista de todos los que conforman a este gran escritor. Antonio Machado fue un nostálgico del otro lado constitutivo de sí mismo, que por razones metafísicas, debía ser una mujer (el anverso del ser). El ser, que es esencialmente heterogéneo, al verse a sí mismo se ve como otro, y por lo tanto no podría, en su desplazamiento erótico, llegar a la cita, al encuentro con la amada, porque ésta es irreductible, y por lo tanto percepción siempre de una ausencia. A su vez, el ser está completo porque contiene su ausencia. Y por ello, y no por otras razones biográficas, Guiomar (no Pilar de Valderrama, no confundamos) era cita siempre para mañana. La amante nunca podrá terminar de responder al amor, porque éste es la forma que adopta el ser, que es deseo y es, por naturaleza, impenetrable. La esencial heterogeneidad del ser, en este caso, es una ausencia inexcusable: acompaña al poeta que, al percibirse (no al mirarse como Narciso en el espejo), contempla el hueco que lo conforma, Dios o la Amada.
 
El libro de Ian Gibson —que sin duda se ha convertido ya en una referencia para tantos aspectos de su investigación e interpretación— es afortunadamente discutible, algo que no se puede decir de tantas cosas que se han escrito sobre Machado.
 
Sin embargo, no ahonda en ese quehacer más hondo, o ese mirar más profundo, en la «obra total» del poeta, que, por fortuna, va ampliando el mero horizonte de su poesía, señalada por los límites que inexorable, marcó una época. Antonio Machado es, como poeta, grande entre los grandes del pasado siglo, pero es también  más grande como hombre y pensador total al que el azar —como muy bien señala— ha comunicado todas las características de símbolo de una época. Por otra parte, por citar sólo un ejemplo que puede servir de corolario, Gibson no señala la diferencia, tan descuidada por muchos y muy lentamente aceptada en la actualidad, entre las figuras de Guiomar y la «desafortunada», permítaseme llamarla así, Pilar de Valderrama, que como anécdota amorosa o sexual —como se prefiera— fracasada puede pasar pero sin otro valor en su biografía.

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