07 enero 2015

Nietzsche y Kafka, lectores de Dostoievski

La vida y las obras de los hombres son el fluido del río heraclitiano al que todo converge y en donde todo evoluciona y todo se trasforma. Porque, al igual que en la evolución biológica, la cultura evoluciona, se reproduce, muta y se trasforma y de generación en generación se trasmiten aquellos elementos que permanecen, tal y como define Jorge Luis Borges el palimpsesto:

“En el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo” (Jorge Luis Borges, Ficciones).

A manera de juego, he aquí una breve mirada a algunas de las correspondencias genéticas en la línea de evolución cultural por la cual se conectan tres de los grandes: Fiódor Mijáilovich Dostoievski, Friedrich Nietzsche y Franz Kafka.

Dostoievski


Fiódor Mijáilovich Dostoievski, fue un gran lector y de sus lecturas nutrió su escritura. Primero, Balzac y Gogol, a los que casi imitó. Luego, leyó en el encierro de su cautiverio siberiano las novelas de Charles Dickens, Los papeles de Pickwick y David Copperfield, las cuales, entre muchas otras lecturas, influyeron la escritura de sus grandes novelas, las que escribió a partir de su liberación de la prisión siberiana. Pero no fueron esas las únicas y más primordiales materias nutricias, pero si algunas de las más significativas.

Sin embargo, no sólo de literatura se nutre la escritura de Dostoievski, también él se interesa por la filosofía y las ciencias de su tiempo, por ejemplo y para el asunto que estoy tratando de mostrar, es curioso, por no decir asombroso, el que una vez liberado, le solicite a su hermano que le envié, entre otros libros, uno y muy especial que tendrá profundas repercusiones en sus novelas, pero, por el cual y para el caso, se establece una estrecha y extraña conexión con Nietzsche, mucho antes de que este lo leyera a él.

Se trata del libro más influyente de Carl Gustav Carus, Psyche, el mismo que también fue lectura para Nietzsche:

“Recién liberado de su prisión siberiana, Dostoievski solicita a su hermano que le envié, junto con una significativa lista de libros, “el Carus”: Psyche, que le era un libro familiar y conocido desde mucho antes, tanto para él como para su hermano” [1].

El filósofo y psicólogo Carl Gustav Carus, fue uno de los precursores en la teorización del inconsciente, al que consideraba subjetividad y naturaleza. Un inconsciente que era tanto natural como espiritual. Asuntos que incidirán de manera notable en la naturaleza psicológica y espiritual de los personajes de las grandes novelas de Dostoievski.

Esa extraña conexión me sirve de pretexto para explorar en las controvertidas lecturas que Nietzsche hiciera de Dostoievski y en las que, años después, realizara Franz Kafka de ellos dos.

Nietzsche 

Es bien sabido que Nietzsche fue juicioso lector de la obra de Dostoievski y que Kafka lo fue de la obra de ellos dos. Sin embargo, el impacto y las influencias que esas obras ejercieran en Nietzsche y en Kafka, así como las conexiones y el uso que de ella hicieron ambos, es muy diversa, como tiene que ser cuando se trata de artistas y de genios.


Se acepta como cierto, porque el mismo Nietzsche lo escribió así, que él sólo leyó las obras Dostoievski con posterioridad a la escritura de Así habló Zaratustra, pero no lo es. Lo que si es cierto es que esa lectura lo conmovió hasta tal punto como para afirmar:

“¿Conoce usted a Dostoievski? ... un psicólogo con el que “yo me entiendo” (Carta a Peter Gast, febrero 13 de 1887).
Así como:
“Dostoievski, el único psicólogo, dicho sea de paso, del que yo tuve que aprender algo...” (Crepúsculo de los ídolos, Consideraciones de un intempestivo, 45).

Y, en carta a Georg Brandes, el 20 de noviembre de 1888:

“Creo incondicionalmente sus palabras sobre Dostoievski, a quien considero, por otra parte, el más valioso material psicológico que conozco —le estoy agradecido de un modo extraño, aunque siempre va en contravía de mis instintos más hondos”.

Y no fueron esas sus únicas palabras de admiración y reconocimiento para con la obra de Dostoievski como lo escribe Curt Paul Janz en su biografía de Nietzsche:

“El 23 febrero de 1887 escribía a Overbeck: «De Dostoievski no conocía hace pocas semanas ni siquiera el nombre -hombre inculto como soy, que no lee ni cuanto menos un periódico. En una visita casual a una librería la suerte puso bajo mis ojos la obra recién aparecida en traducción francesa L'sprit souterrain (¡algo parecido me ocurrió a los 21 años con Schopenhauer y a los 35 con Stendhal!) El instinto del parentesco (¿o cómo tengo que llamarlo?) habló de inmediato, mi alegría fue extraordinaria.» El nombre de Dostoievski tenía, de todos modos, que serle conocido a Nietzsche desde la recensión de Widmann, esto es, desde finales de septiembre, y el capítulo “Del pálido delincuente” del Zaratustra invita a pensar en un conocimiento todavía más temprano. Tal vez latía un recuerdo en su subconsciente que le hizo aferrarse al libro al ver el nombre en la cubierta” [2].

Es de esa última afirmación de Curt Paul Janz en la que puede abducirse que en la relación de Nietzsche con la obra de Dostoievski existe un extraño “lapsus”, porque él no reconoce, en parte alguna, haber leído a Los hermanos Karamazov, pero si reconoce la lectura de otras de sus novelas y del poderoso influjo que ejercieron sobre él:

“Que la lectura de Dostoievski dejó huellas profundas en Nietzsche, es cosa que sólo cuando el derrumbamiento en Turín vendría a revelarse. Queda, en cambio, como cuestión abierta la del grado y medida en que determinadas ideas y formulaciones de sus obras posteriores fueron influenciadas por las discusiones de Nietzsche con el nihilismo ruso moderno y con las teorías de la justificación de los violentos (p. ej., en Crimen y castigo)”[3].

Es la presencia de Dostoievski la que se revela “cuando el derrumbamiento en Turín”, en la dramática escena en la que Nietzsche se abraza llorando al cuello de un caballo que estaba siendo azotado por su cochero, la cual se corresponde con la escena similar del sueño de Raskolnikov en Crimen y castigo.

Pero esa es ya una presencia tardía. La presencia más temprana que Curt Paul Janz sugiere, es aquella que se remonta a los días y noches felices del enamoramiento de Nietzsche por Lou Andreas Salomé, la muchacha rusa que lo conmovió hasta el punto de “madurarlo” para escribir Así habló Zaratustra.

Debió ser ella quien le recomendó a Nietzsche la lectura de la obra de Dostoievski y él, juicioso y enamorado, se sumergió en aquellas novelas de sustancias psicológicas y religiosas, hasta tal punto que el Cristo del relato del “Gran Inquisidor”, en Los hermanos Karamazov, sea uno de los motivos y figuras que encarnan a Zaratustra, tal y como puede notarse en el discurso “Del pálido delincuente”, primera parte de Así habló Zaratustra. Sobre este asunto ya he escrito en otros textos.

Otra evidencia de esas lecturas tempranas se presenta al establecer las conexiones, relaciones y correspondencias, de esa primera idea del Superhombre y la crítica al hombre superior del romanticismo  [4] que hace Dostoievski en las ideas que Raskolnikov encarna en Crimen y castigo, lo cual lleva a pensar el que, en la sufriente figura y motivo de ese personaje, disociado, trágico del amor y de la sociedad, también se encarnan los padecimientos y el despecho que afectaban a Nietzsche cuando en diciembre de 1882 escribe por primera vez la idea del Superhombre:

“No quiero la vida de nuevo. ¿Cómo he podido soportarla? Produciendo. Qué es lo que permite soportar su vista? La visión del superhombre, que dice que sí a la vida. Yo también lo he intentado ¡ay de mí” (Nietzsche, Fragmentos póstumos, diciembre 1882).

Aun cuando el asunto no es así de sencillo.

Si bien esta primera idea del Superhombre es, indistintamente, trágica y dramática y casi podría decir: melodramática, en el momento en el que Nietzsche la precisa en Así habló Zaratustra, tanto el Superhombre como “el hombre superior”, ya han sido diferenciados y dotados de sus propias naturalezas, una especie de “mesías” y de habitantes del “reino de Zaratustra”.

Por una parte, tanto el Superhombre como “el hombre superior”, son dotados con los elementos de la antigüedad clásica de dioses y héroes y, por la otra, dotados de las características con las que Giordano Bruno define al “furioso heroico” y a “los asnos positivos y negativos” y a los “pedantes”, las que bien explica Miguel Ángel Granada en su edición del diálogo italiano de Bruno: Cábala del Caballo Pegaso. Y, por supuesto, también dotados de aquellas condiciones que Spinoza propone y que Nietzsche ya reconocía y hacía suyas el 30 de julio de 1881:

“[...] el 30 de julio hace a Overbeck, en una tarjeta postal, esta importante confesión: «¡Estoy totalmente admirado, totalmente fascinado! ¡Tengo un predecesor, y vaya uno! Casi no conocía a Spinoza: lo que ahora me llevó a él fue una 'acción instintiva'. No sólo su orientación general es semejante a la mía -hacer del conocimiento el afecto más poderoso-, sino que, además, yo mismo me reconozco en cinco puntos fundamentales de su doctrina; este pensador, el más anómalo y solitario, me resulta más cercano en lo siguiente: niega la libertad-; los fines--; el orden ético del mundo-; la falta de egoísmo-; el mal-; aunque es verdad que las disparidades son grandes, se debe más bien a diferencias de tiempo, de cultura, de ciencia. In summa: mi soledad, que a menudo, como sucede sobre las cimas muy altas, me producía sofocos y hacía que la sangre afluyera por todas partes, resulta ahora, al menos, compartida con otro» [5] .

Sin embargo, el proceso existencial e intelectual de Nietzsche a las figuras y motivos de Bruno, Spinoza y Dostoievski, será más oculto y hermético, como consecuencia de las circunstancias que rodean a la escritura de Así habló Zaratustra y la poca información que sobre ellas se conservó.


Es por ello que el uso más extendido y evidente que Nietzsche hiciera de la obra de Dostoievski, corresponde a sus escritos inmediatos y mediatos al reconocimiento de su lectura de 1887. 

Esto escribe Nietzsche en El Anticristo y otros escritos:


“Aquel mundo raro y enfermo en el que los evangelios nos introducen -un mundo que se diría salido de una novela rusa, en el cual parecen darse cita los desechos de la sociedad, las dolencias nerviosas y un idiotismo “infantil”...” (El Anticristo, (31).

(...) “Qué pena que no hubiese un Dostoievski entre esa sociedad (cristiana primitiva): de hecho, a lo que mejor corresponde la historia entera es a una novela rusa -seres enfermos, conmovedores, rasgos aislados de sublime extrañeza, en medio de cosas disolutas y suciamente plebeyas... (como María Magdalena)” (Fragmento del invierno 1887-1888).

(....) “Habría que lamentar que en la cercanía de ese interesantísimo décadent no haya vivido un Dostoievski, quiero decir, alguien que supiera sentir precisamente el atractivo conmovedor de semejante mezcla de sublimidad, enfermedad e infantilismo” (El Anticristo, 31).

En su biografía de Nietzsche, Curt Paul Janz, explica el por qué este llama a Cristo “idiota”. Esta referencia, entre otras, también se corresponde con el personaje del príncipe Mishkin, de la novela El idiota, de Dostoievski:

“Según Nietzsche, Jesús no habría negado «el mundo», ni lo habría minusvalorado como tránsito a un mundo «mejor» del más allá: simplemente no lo tomó en cuenta, ni lo afirma ni lo niega, fue un «idiota» —en el sentido griego de la palabra—. Con esta palabra se hace perceptible el influjo de las lecturas de Dostoievski en el pensamiento y en las formulaciones de Nietzsche, en el sentido, por cierto, de un enfrentamiento con la interpretación que Renan hace de Jesús como «héroe». Hay que tener presentes tales relaciones y fuentes si no se quiere falsear el contenido significativo de los pasajes correspondientes. Jesús no fue un negador, un opositor, un «combatiente» contra la iglesia judía ni contra nada; fue un renunciante, un individuo «propio» (lo que significa idiotés en griego). Sólo la interpretación de su vida por los discípulos y apóstoles introdujo el «no» en este mundo” [6].

Nietzsche, como lo hará Kafka veintitrés años después con Iván Petróvich en Humillados y ofendidos, se mirará a sí mismo en el espejo de Dostoievski y en el autor ficticio de Memorias del subsuelo:

“(...) he aquí un problema para mí: ¿por qué, en efecto, os he llamado “señores”; por qué me he encarado con vosotros como si fuereis lectores de verdad? (...) Yo escribo para mí sólo, y de una vez para siempre declaro que, si escribo como si me encarase con los lectores, hágolo tan sólo porque así escribo con más holgura. Todo eso es pura forma nada más. En cuanto a los lectores, nunca los tendré. Que conste...

“(...) esto que dejo dicho podría dar pie para esta pregunta. “Si verdaderamente no cuenta usted con lectores, ¿por qué conviene consigo mismo, y hasta por escrito, condiciones como éstas de que no seguirá plan ni sistema, que escribiría según vaya recordando, etc., etc.? ¿Por qué se explica, por qué se disculpa? ¡Ah! Voy a responderos” (Memorias de subsuelo, primera parte, cap. XI).

Ni el escritor de Memorias del subsuelo ni Nietzsche ni Kafka, darán respuesta a esas preguntas, cada uno, a su manera, expondrá sus propias razones con sus propias escrituras.
Nietzsche lo escribió rotundamente al final de sus obras:

“Escribí para mi mismo” (“Mihi ipsi scripsi”).

Quizás para escribir con “más holgura” y sinceridad, tal y como lo quería probar el escritor de Memorias del subsuelo:

“(...) quiero probar si nos es posible ser sinceros con nosotros mismos y no tenerle miedo a la verdad” (Memorias del subsuelo, primera parte, “La ratonera”, cap. XI).

Kafka

Así como Nietzsche fuera un juicioso lector de Dostoievski, Kafka lo fue de ambos. Kafka leyó a Nietzsche mucho antes que a Dostoievski: a los quince años enamoraba a las muchachas leyéndoles poemas de Así habló Zaratustra [7].

Cuenta Max Brod [8], que el 1 y 4 de mayo de 1910, se encontró con Kafka en el Café Savoy, en donde se presentaba una compañía de teatro de judíos orientales (rusos) cuyo repertorio eran obras escritas en yiddisch y que Kafka se entusiasmó mucho, por un lado, con la señora Tschissik y, por el otro, con la amistad del joven actor Isaac Löwy [9] .

Llama la atención el que Kafka, tan cuidadoso en anotar y comentar en sus Diarios, empezados a escribir en mayo de 1910, sobre los autores y títulos de los libros que lee, apenas mencione a Dostoievski y a sus obras un par de veces, a finales de 1913, cuando ya había escrito los relatos más dostoievskianos y en vísperas de la escritura de El proceso, la novela que, como ha demostrado Guillermo Sánchez Trujillo, es un palimpsesto de Crimen y castigo.

Pero coincidencia o no, lo que si es extraño es que, el inicio de la escritura de sus Diarios, coincida con el momento de su primera lectura de las obras de Dostoievski, como lo voy a mostrar.

Muchas de las primeras anotaciones de mayo de 1910, son expresiones casi desgarradas y se refieren a su amistad con Isaac Löwy, pero más impresionantes son las que dedica al desgarrado y clandestino amor por la “la señora Tschissik”, en particular, porque en una de esas anotaciones casi que expone la materia del relato Desdicha, del que voy a hablar más adelante:

“[...] pese a toda mi desdicha aun puedo sentir amor (...) Un amor no terrenal, sin embargo” (Diarios).

Hay que recordar que “la señora Tschissik” es también motivo de la escritura de la novela América o El Desaparecido que Kafka empieza a escribir en aquel año.
La primera mención que hace Kafka de Dostoievski, pero ya tres años después, es para anotar una cita:

“1913, 21 de julio. Método especial de pensamiento. Impregnado de sensibilidad. Todo se siente como idea, aun en la mayor imprecisión. (Dostoievski.)” (Diarios).

¿Se refiere Kafka a las extrañas reflexiones del escritor de Memorias del subsuelo? Como estas:

“Me paro a reflexionar: tal causa, que me parece la primera, me conduce a otra anterior, y así sucesivamente, hasta lo infinito. En eso consiste la conciencia y la reflexión” (Memorias del subsuelo, primera parte, cap. V).

Y en la segunda mención, Kafka trascribe un recuerdo a continuación de haber anotado la escritura de una carta para “F.” (Felice) y luego del susto que le causó el encontrarse con una muchacha parecida a “F.”, la misma Felice que será personaje en El proceso, anotación a la que sigue un recuerdo de la lectura de Humillados y ofendidos de Dostoievski y de su relato, “Desdicha”, cuyos motivos, el de Dostoievski y el de Kafka, son la aparición fantasmal de una niña:

“1913, 14 de diciembre. (...) Carta a F., escrita en la oficina. El susto de esta mañana, cuando, camino de la oficina, encontré a la muchacha del seminario que se parece a F.; de momento no sabía quién era y sólo advertí que se parecía a F., pero que indudablemente no era F.; además, tenía aún otra relación con F., que iba más allá del parecido: la de que al verla yo en el seminario, había pensado mucho en F. Leo en Dostoievski el pasaje que tanto me recuerda mi «Desdicha»“ (Diarios).

Este recuerdo es un reconocimiento afirmativo que hace Kafka de su relación con Dostoievski y de la fecha en la que realiza su primera lectura, es decir, a en el primer semestre de 1910, porque permite establecer las correspondencias de la escritura de su relato “Desdicha” con la lectura de Humillados y ofendidos y de Memorias del subsuelo, lo que sugiere que esas fueron las primeras novelas de Dostoievski que leyera Kafka. Lectura que, por la fecha de la escritura de “Desdicha”, se remonta al verano de 1910, un par de meses después de haber iniciado la escritura de sus Diarios.

Como mostraré, “Desdicha”, es el relato en el que el Kafka-literatura encarna su escritura con Dostoievski y con el personaje narrador y escritor de Humillados y ofendidos, Iván Petróvich, así como también con el protagonista de Memorias del subsuelo y explica la desdicha que el hombre del subsuelo le atribuye a Liza, la joven prostituta con la que se relaciona hacia el final de la novela, la misma desdicha que Kafka le atribuye a la niña de su relato.

Y es a partir de ello que se originan las íntimas influencias y conexiones de la vida y la obra de Dostoievski que marcarán la vida y obra de Kafka. Esos personajes, circunstancias y situaciones dostovieskianos, persistirán -serán “reescritos” por Kafka- en los escritos, relatos y novelas posteriores. Reescritura es la escritura del discípulo que reescribe la obra del maestro para trasformarse, a su vez, en maestro.

Desdicha es, también, una palabra que aparece insistente en los Diarios (1910-1913) de Kafka, siempre en el mismo contexto existencial y literario del relato.

Es imposible precisar con exactitud el momento de la lectura y la entrada de la obra de Dostoievski en la escritura de Franz Kafka (por los Diarios se pudiera abducir que eso sucedió a mediados de 1910). Lo que si puede decirse con certeza es que esa obra provocará la escritura de muchos de sus relatos y en especial de los relatos que se inician con “La condena”, El fogonero, La metamorfosis, en 1912; “Memorias del ferrocarril de Kalda”, En la colonia penitenciaria, “Ante la ley”, en 1914, y hasta la escritura de El proceso, en 1914-1915, novela escrita como un gran palimpsesto de Crimen y castigo [10].

Pero, ya antes de este fértil período de escritura, Kafka había experimentado con la obra de Dostoievski, tal es el caso, como lo he dicho, el relato “Desdicha”, escrito en julio o agosto de 1910, en el cual utiliza y traspone una escena de la novela Humillados y ofendidos, asignándole su propia interpretación y sentido.

Trascribo a continuación la parte sustancial de ambas escenas, aunque, en la integridad de las mismas, también se aprecia la trasposición que hace Kafka del texto de Dostoievski. Esta es la escena de Humillados y ofendidos, primera parte, capítulo X:

“Recuerdo que estaba de espaldas a la salida, cogiendo el sombrero de la mesa, cuando me asaltó la idea de que, al dar la vuelta, me encontraría irremisiblemente con Smith. Éste empezaría por abrir la puerta silenciosamente y, colocándose en el umbral, echaría una ojeada al aposento. A reglón seguido, inclinada la cabeza, entraría, plantaríase ante mí, me clavaría sus ojos turbios y, de pronto, se reiría en mis propias barbas con una risa larga y sorda de su boca desdentada, y su cuerpo se estremecería durante largo rato. Esta visión se me presentó con extraordinaria claridad y precisión; y al mismo tiempo se apoderó de mí la seguridad más completa y más evidente de que todo aquello había de cumplirse sin falta, de que se había cumplido ya, aunque yo no lo viera, por hallarme de espaldas a la puerta, y de que en aquel preciso instante ya estaba abriéndose aquella. Volví la cabeza y ¿qué creen ustedes? La puerta, en efecto, iba abriéndose lentamente, sin ruido, tal cual me lo imaginara minutos antes. Exhale un grito. En un principio no apareció nadie, como si la puerta se hubiera abierto por sí sola. Pero he aquí que, de pronto, se dejó ver en el umbral una criatura extraña, y pude cerciorarme de que unos ojos me miraban en la oscuridad, fijos e insistentes. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Lleno de estupefacción, distinguí a una chiquilla, y creo que de haber sido el propio Smith no me hubiera causado tanto asombro como la extraña y repentina aparición de una niña pequeña y desconocida, a aquella hora y en mi habitación” (Humillados y ofendidos, primera parte, cap. X).

Esta es la escena correspondiente de “Desdicha”:

“Cuando ya se volvía insoportable -hacia el atardecer de un día de noviembre-, cansado de ir y venir por la estrecha alfombra de mi habitación, como en una pista de carreras, y de eludir la imagen de la calle iluminada, me volví hacia el fondo del cuarto, y en la profundidad del espejo encontré una nueva meta, y grité para oír solamente mi propio grito, que no halló respuesta ni nada que disminuyera su vigor, de modo que ascendió sin resistencia, sin cesar ni siquiera cuando ya no fue audible; frente a mí se abrió en ese momento la puerta, rápidamente, porque hacia falta rapidez, y hasta los caballos de los coches se erguían en la calle, como caballos enloquecidos en una batalla, ofreciendo sus gargantas. Como un pequeño fantasma, se introdujo una niña desde el oscuro corredor, donde la lámpara no había sido encendida aún, y permaneció allí, en la punta de los pies, sobre una tabla del piso que se estremecía levemente. De inmediato, deslumbrada por el crepúsculo de mi habitación, intentó cubrirse la cara con las manos, pero se contentó inesperadamente con echar una mirada hacia la ventana, frente a cuya cruz el vapor ascendente de la luz callejera se había acurrucado, bajo la oscuridad. Con el codo derecho se apoyó en la pared, frente a la puerta abierta, permitiendo que la corriente que entraba le acariciara los tobillos y también el pelo y la sienes”.


La lectura de Humillados y ofendidos y de Memorias del subsuelo, debió haber causado en Kafka una conmoción de la misma magnitud, aunque de diferentes efectos, que en Nietzsche. 

Tal es el caso de Memorias del subsuelo, en la cual y hacia el final, el hombre del subsuelo mantiene una relación erótica con Liza que pareciera ser el modelo de las que Joseph K. mantiene con Leni en El proceso y con Frieda en El castillo.


De ese fenómeno da clara cuenta Kafka en el relato “Desdicha”, citado atrás, en el cual, no sólo traspone la escena de la novela de Dostoievski, sino que, así como Iván Petróvich toma la habitación y el lugar de Jeremías Smith en Humillados y ofendidos, Kafka, o el narrador de “Desdicha”, recrea esa misma habitación y asume el papel de Iván Petróvich en el relato. Es por ello que, el Kafka-narrador, al mirarse en el espejo, se reconoce a sí mismo, se explica su propia naturaleza de escritor y contempla la visión de su próximo futuro:

“... me volví hacia el fondo del cuarto, y en la profundidad del espejo encontré una nueva meta” (“Desdicha”).

¿Qué es lo que descubre Kafka en su lectura de Humillados y ofendidos?: Que el personaje-escritor Iván Petróvich, es él mismo, que es él el que piensa, siente y escribe como Iván Petróvich, tal y como lo escribe, casi con la mismas palabras, en numerosas anotaciones de sus Diarios.

Esto lo dice Iván Petróvich como si lo hubiera escrito Kafka:

“Había notado que en un albergue estrecho las ideas se comprimen. Por otra parte, siempre que meditaba mis futuras novelas gustaba de recorrer el aposento de un lado a otro. Dicho sea de paso, siempre me resultó más grato idear mis obras y soñar con su realización que ponerme a escribirlas, y les aseguro que nunca fue por efecto de la pereza. ¿Por qué sería, pues?” (Humillados y ofendidos, primera parte, cap. I).

Así se explica ese grito sin fin y extendido hasta la inaudición del narrador de “Desdicha”, diferente al grito exhalado por Iván Petróvich. Son dos gritos de terror, el de Iván Petróvich, una exhalación de “terror místico” [11]; el de Kafka, de terror trágico [12]. Iván Petróvich ha visto materializarse en la puerta de su aposento el cuerpo real de su presentimiento en el cuerpo de la misera chiquilla y, con ella, y para Kafka, se materializa aquel terror que él infundirá a su escritura, como lo explico más adelante. Kafka, además, ha visto materializarse el fantasma del Eros que domina su existencia y su escritura.

Bien se sabe de la peculiar naturaleza erótica de Kafka, quien tuvo una extrema visión de las mujeres y mantuvo una compleja relación con ellas, ellas que fueron “la inmensa facultad de animar” su escritura [13], asunto sobre el que ya he escrito en otros textos.

Bien vale la pena preguntarse si fue de Humillados y ofendidos y de Memorias del subsuelo, en principio y luego de las otras novelas de Dostoievski, de donde Kafka tomó, en parte, ese modelo de mujer literaria que traspone en su escritura, a la que calificará de fantasma, como puede abducirse al hacer la comparación de las dos niñas: la de Humillados y ofendidos, personaje concreto y la del relato “Desdicha”, a la que Kafka trasforma en fantasma, así como de Liza de Memorias del subsuelo que tanto excitaba al hombre del subsuelo como a Kafka, hasta el final de sus días[14].

Esta es la descripción de la niña en Humillados y ofendidos:

“Tendría doce o trece años; era bajita, delgada y pálida, como recién salida de una enfermedad, por lo que resultaba más patente el brillo luminoso de sus ojos, grandes y negros. Con la mano izquierda se sujetaba sobre el pecho una vieja y agujereada toquilla que cubría su cuerpo, tembloroso aún a causa del frío de la noche. Llevaba por vestimenta puros andrajos, y su negra y apretada cabellera estaba revuelta y despeinada. Permanecimos cosa de dos minutos mirándonos fijamente el uno al otro” (Humillados y ofendidos, I, cap. X).

Y esta es la niña traspuesta en “Desdicha”:

“Soy una criatura; ¿por qué entonces tantas ceremonias conmigo? –Exagera. Naturalmente, es una criatura. Pero no tan pequeña. Ha crecido bastante. Si fuera una muchacha no se atrevería a encerrarse con llave en una habitación, a solas con un hombre” (“Desdicha”).

Para de inmediato ser trasformada en fantasma:

“Acabo de recibir la visita de un fantasma” (“Desdicha”).

Ese es el mismo fantasma que volverá aparecer en otra noche posterior. La noche del 13 de agosto de 1912, cuando a las 9 de la noche conoce a Felice:

“La condena es el fantasma de una noche” [15].


Esa es la noche que da origen al relato “La condena”, escrito de un tirón en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, un poco más de un mes después de haberla conocido. Relato que le dedicará a Felice y en el que extrañamente ya está prefigurada la tormentosa relación. En las últimas noches de noviembre de 1912, comienza a escribir La metamorfosis, relato también de trasfondo dostoievskiano. 

En fin, fantasmas de muchas otras noches y mujeres que aparecerán en sus novelas: América, El proceso, El castillo y en otros de sus relatos.


***
Basta leer las anotaciones de Kafka en sus Diarios sobre su estado anímico y físico, así como sobre su trabajo literario, durante el segundo semestre de 1910, para notar su evidente conexión y correspondencias con Iván Petróvich, en Humillados y ofendidos.
Esto dice Iván Petróvich:

“Estaba escribiendo una novela de considerables dimensiones, pero el asunto terminó de modo que ahora me veo hospitalizado y creo que pronto dejaré de existir. Y siendo así, ¿qué necesidad hay de escribir nada?
Este azaroso y último año de mi vida se me viene a la memoria tan involuntaria como continuamente. Ansió apuntarlo todo, y me parece que de no haberme buscado tal ocupación me moriría de tristeza. Las impresiones pasadas me enervan a veces hasta producirme dolor y tormento. Expuestas por la pluma tomarán un giro más sereno y armónico, y tendrán menos parecido con el delirio o la pesadilla. Así lo creo. ¡Hay que ver lo que vale el solo proceso de la escritura! Calma, enfría, despierta en mí los antiguos hábitos literarios, convierte mis recuerdos y mis ensueños enfermizos en obras, en ocupaciones... Sí, mi decisión es acertada; por otra parte, constituirá una herencia para la enfermera: al menos podrá tapar las ventanas con mis cuartillas en el momento de colocar los marcos para el invierno” (Humillados y ofendidos, primera parte, cap. I).

Esta es la anotación de Kafka en sus Diarios en los primeros meses del año 1910. A diferencia del “azaroso” año de Iván Petróvich, para Kafka son cinco meses:

“Al fin, tras cinco meses de mi vida en los que no pude escribir nada que me dejase satisfecho, y que ningún poder me compensará, aunque todos se sintiesen comprometidos a ello, me viene la ocurrencia de hablar una vez más conmigo mismo. Seguía dando siempre una respuesta, cuando realmente me preguntaba algo, seguía existiendo siempre algo que arrancar de mí, de ese montón de paja que soy desde hace cinco meses y cuyo destino parece ser encenderse en verano y arder antes de que el espectador pestañee. ¡Ojalá me sucediese esto! Y que me sucediera decenas de veces, porque ni siquiera me arrepiento de esa época infortunada. Mi estado no es la desdicha, pero tampoco es dicha, ni indiferencia, ni debilidad, ni agotamiento, ni cualquier otro interés, ¿qué es entonces? El hecho de que no lo sepa se relaciona sin duda con mi incapacidad de escribir. Y ésta creo comprenderla sin conocer su causa. De hecho, todas las cosas que se me ocurren, no se me ocurren desde su raíz, sino sólo desde algún punto situado en su mitad”.

¿Es esa desdicha el anticipo y anuncio de los fenómenos que expondrá Kafka en el relato “Desdicha”? Más que probable.

Los estados de ánimo de Kafka serán extremos y al desasosiego sigue el entusiasmo. Esto escribe Kafka en sus Diarios:

“1910, 16 de diciembre. No volveré a abandonar este diario. Debo mantenerme aferrado a él, porque no puedo aferrarme a otra cosa. Me gustaría explicar el sentimiento de felicidad que, de vez en cuando, siento en mi interior, como ahora, precisamente. Es en verdad algo efervescente, que me llena del todo con un ligero y agradable estremecimiento y me convence de que tengo unas aptitudes de cuya inexistencia puedo convencerme en cualquier instante, también ahora, con toda seguridad”.

Y al día siguiente:

“El hecho de que haya desechado y tachado tantas cosas, casi todas las que he escrito durante este año, también ahora supone en gran medida un obstáculo para mi actividad de escritor. Es efectivamente una montaña cinco veces más grande que todo lo que había escrito anteriormente, y por su volumen, se me lleva de debajo de la pluma todo lo que escribo, arrastrándolo hacia sí”.

El Kafka-literatura se ha visto en el espejo de Iván Petróvich y se ha trasformado a sí-mismo en ser y personaje de las obras de Dostoievski. Él, a principios de 1910, como Iván Petróvich, encuentra eco a su lucha por escribir, por aliviar sus dolores y tormentos, y descubre que es necesario, como para aquel,

“(...) apuntarlo todo, y me parece que de no haberme buscado tal ocupación me moriría de tristeza”, así como también empieza a descubrir “lo que vale el solo proceso de la escritura” (Humillados y ofendidos, primera parte, cap. I).

Siete años después, en 1917, al iniciar la escritura de sus “Cuadernos en octava”, Kafka vuelve a recordar los estados de ánimo y el “albergue” o habitación de Iván Petróvich y de su relato “Desdicha”:

PRIMER CUADERNO EN OCTAVA: Cada hombre lleva en sí una habitación. Es un hecho que nos confirma nuestro propio oído. Cuando se camina rápido y se escucha, en especial de noche cuando todo a nuestro alrededor es silencio, se oyen, por ejemplo, los temblores de un espejo de pared mal colgado. Se queda ahí, con el pecho hundido, los hombros caídos, los brazos colgantes, incapaz de levantar las piernas, la mirada fija en un punto”.

Pero no serán sólo esos los aspectos que Kafka tomará de Iván Petróvich, en particular y de Dostoievski en general. Es en Humillados y ofendidos donde Dostoievski define ese terror místico que se convertirá en la cualidad fantástica que caracterizará a las obras de Kafka:

“Se trata de un temor profundo y torturante que yo mismo no acierto a definir, hacia algo inconcebible e inexistente en el orden de las cosas, pero que parece presto a realizarse de un momento a otro y que, como para mofarse de todos los conceptos de la razón, va a plantarse ante mí como un hecho irrefutable, pavoroso, deforme e inexorable. Es un temor que suele ir acrecentándose más y más, pese a todos los razonamientos de la mente, de suerte que la inteligencia, no obstante alcanzar en esos momentos su máxima lucidez, se ve en la imposibilidad de contrarrestar las sensaciones. No se presta oído a la razón, que se convierte en algo inútil, y este desdoblamiento acentúa más aún la azorada angustia de la espera. Creo que, en cierto modo, este miedo es el mismo que el de las personas que temen a los difuntos. Pero, en la angustia mía, lo incierto del peligro agrava mi tormento” (Humillados y ofendidos, primera parte, cap. X).

Así mismo, será la fuente originaria de los símbolos, imágenes e historias de Kafka:

“(...) una historia tenebrosa, una de esas historia lúgubres y sobrecogedoras que tan a menudo pasan casi inadvertidas bajo el brumoso cielo de Petersburgo, en los oscuros y escondidos cuchitriles de la enorme ciudad, en medio del alocado torrente de la vida, del obtuso egoísmo, de los intereses contrapuestos, de la más negra perversión, de los crímenes más refinados, en medio del infierno de una existencia insensata y anormal...” (Humillados y ofendidos, segunda parte, cap. XI).

Por ejemplo, en La metamorfosis, Kafka si convierte a Gregor Sansa en el insecto que se encierra en su habitación. He ahí una doble trasposición, directa e invertida, a Dostoievski y a su escritor de Memorias del subsuelo:

“No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de existencia”.
(...) “Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello” [16].

***

Luego será con Joseph K. que Kafka traspondrá y parodiará, a su vez y además de sus otros propósitos e intenciones, las polémicas que Dostoievski se había propuesto originalmente en Memorias del subsuelo [17] contra las utopías socio-humanitarias, el determinismo de las leyes de la naturaleza y la desnaturalización de ser hombres:

“Si nos abandonan y nos quitan los libros, nos sentiremos perdidos, no sabremos a donde ir, a que aferrarnos, qué amar y qué odiar, qué respetar y qué despreciar. Hasta nos oprime ser hombres, verdaderos hombres de carne y hueso; nos da vergüenza, lo consideramos una desgracia, y nos esforzamos por ser una especie abstracta de hombre generalizado” (Memorias del subsuelo, segunda parte, 5).

Son, aquel grito de alguien y el “muro de piedra” del “hombre del subsuelo”, los que prefiguran los absurdos a los que se enfrenta Joseph K. ante el sacerdote que lo grita y lo pone en conocimiento de los escritos de la Ley:

“Tengo más confianza en ti que en cualquiera de ellos, aunque conozco ya a muchos. Contigo puedo hablar francamente.» «No te engañes», dijo el sacerdote. «¿En qué me podría engañar?», preguntó K. «Te engañas con respecto al tribunal», dijo el sacerdote. «En los escritos de introducción a la Ley se habla así de este engaño: Ante la Ley hay un guardián de puerta [...]” (El proceso, “En la catedral”).

Y continúa con el célebre y hermético relato que se ha titulado: “Ante la Ley”, el que parece trasponerse y explicarse por lo que escribe “el hombre del subsuelo”:

“«¡Perdone! -gritará alguien-. Usted no puede protestar: dos y dos son cuatro. A la naturaleza no le preocupan las pretensiones de usted; no le preocupan sus deseos; no le importa que sus leyes no le convengan a usted. Está usted obligado a aceptarla tal como es y a aceptar todo lo que procede de ella. El muro es un muro...», etcétera. Pero ¿qué importan, Dios mío, las leyes de la naturaleza y la aritmética si, por una razón u otra, esas leyes y ese «dos y dos son cuatro» no me complacen? Evidentemente, no podré romper ese muro con la cabeza, ya que mis fuerzas no bastan para ello; pero me niego a humillarme ante ese obstáculo por la única razón de que sea un muro de piedra y yo no tenga fuerzas para calvario.

¡Como si ese muro pudiera procurarme alguna paz! ¡Como si uno pudiera reconciliarse con lo imposible por la sola razón de que se funda sobre el «dos y dos son cuatro»! ¡Es el mayor absurdo que puede concebirse!

¡Cuánto más penoso es comprenderlo todo, tener conciencia de todas las imposibilidades, de todos los muros de piedra, y no humillamos ante ninguna de esas imposibilidades, ante ninguna de esas murallas si ello nos repugna! ¡Cuánto más penoso es llegar, siguiendo las deducciones lógicas más ineludibles, a la posición más desesperante respecto a ese tema eterno de nuestra parte de responsabilidad en la muralla de piedra (aunque está claro hasta la evidencia que no tenemos nada que ver con eso), y, en consecuencia, sumergimos, en silencio pero rechinando los dientes con voluptuosidad, en la inercia, sin dejar de pensar que ni siquiera podemos rebelarnos contra nadie, porque, en suma, no tenemos enfrente a nadie! ¡Y nunca lo tendremos, porque todo es una farsa, un engaño, un galimatías! No sabemos «qué» ni «quién», pero, a pesar de todos esos engaños y de toda nuestra ignorancia, sufrimos, y tanto más cuanto menos comprendemos” (Memorias del subsuelo, primera parte, cap. 1/III).

Por su parte, Joseph K. concluye así su conversación con el sacerdote en la catedral:

“Debes, pues, pensar en que el engaño en que se halla el guardián no lo perjudica, pero al hombre, mil veces.» «Aquí tropiezas con una opinión contraria», dijo el sacerdote. “Algunos dicen que la historia no otorga a nadie el derecho de juzgar al guardián. Cualquiera que sea la opinión que nos merezca, igual es sin embargo un servidor de la Ley, es decir, pertenece a la Ley, por consiguiente, escapa al juicio humano. Entonces tampoco se debe creer que el guardián esté subordinado al hombre. Estar atado a su servicio, aunque solo sea a la entrada de la Ley, es incomparablemente más que vivir libre en el mundo. El hombre acaba de llegar a la Ley, el guardián ya está allí. Ha sido llamado por la Ley a cumplir con el servicio, dudar de su dignidad significaría dudar de la Ley.» «No coincido con esta opinión», dijo K., meneando la cabeza, «porque, si uno se suma a ella, hay que considerar cierto todo lo que dice el guardián. Pero que eso no es posible, sí lo has fundamentado tú mismo detalladamente». «No», dijo el sacerdote, «no hay que tomar todo por verdad, hay que tomarlo solo por necesario». «Una triste opinión», dijo K., «a la mentira la convierten en principio universal» (El proceso, “En la catedral”).


Son muchos otros los ejemplos que pudieran citarse, pero esa información puede buscarse en los estudiosos que han investigado las relaciones de las obras de Kafka con las de Dostoievski. 

También es, en Humillados y ofendidos, donde se anuncia una cruel profecía. Catorce años después, Kafka estará como Iván Petróvich, tendido en la cama de un hospital y en vísperas de su muerte, quizás preguntándose como él:


“(...) ¿qué necesidad hay de escribir nada?” (Humillados y ofendidos).

Él, que vivió buena parte de su vida y hasta su propia muerte en su escritura. Y otra profecía: al igual que Nietzsche en Turín que enloquece abrazado al cuello de un caballo de Dostoievski, Kafka también introdujo en su vida y escritura aquel dostoievskiano caballo:

“(...) frente a mí se abrió en ese momento la puerta, rápidamente, porque hacia falta rapidez, y hasta los caballos de los coches se erguían en la calle, como caballos enloquecidos en una batalla, ofreciendo sus gargantas” (“Desdicha”).

Dos gestos simbólicos, el de Nietzsche biográfico, el de Kafka literario, en los que el pensamiento y la escritura se disuelven en la locura, el terror y la inutilidad: una posible respuesta a la pregunta de Iván Petróvich.

Fueron las vidas y obras de Dostoievski y Nietzsche, las que le abrieron a Kafka la puerta hacia el abismo de sí-mismo y de su expresión literaria. No serán los únicos. También será un don Quijote en búsqueda de Dulcineas [18].

Es ese el Kafka bestia, ángel y demonio.

Por lo demás, Dostoievski, Nietzsche y Kafka, son historias ya contadas.
 

NOTAS

[1] Joseph Frank, Fiódor Mijáilovich Dostoievski, Los años de prueba, 1850-1859, biografía, Fondo de Cultura Económica, México, 2010, p. 244.

[2] Curt Paul Janz, Friedrich Nietzsche, Biografía, http://www.paginasobrefilosofia.com/html/prebiogr.html

[3] Curt Paul Janz, Friedrich Nietzsche, Biografía, http://www.paginasobrefilosofia.com/html/prebiogr.html

[4] Rafael Argullol, El Héroe y el Único, Destino, Barcelona, 1990.

[5] Curt Paul Janz, Friedrich Nietzsche, Biografía, 3. Los diez años del filósofo errante (1879-1888): http://www.paginasobrefilosofia.com/html/prebiogr.html

[6] Curt Paul Janz, Friedrich Nietzsche, Biografía, http://www.paginasobrefilosofia.com/html/prebiogr.html

[7] Daniel Desmarquest, Kafka y las muchachas, Editorial Edaf, Madrid, 2002.

[8] Max Brod, Kafka, Alianza-EMECE, Madrid, 1982, p. 108.

[9] Daniel Demarquest, Kafka y las muchachas, Edaf, Madrid, 2003, pp. 67-70.

[10] Franz Kafka, El proceso, Edición crítica por Guillermo Sánchez Trujillo, Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín, 2005.

---- Guillermo Sánchez Trujillo, Crimen y Castigo de Franz Kafka, Anatomía de El proceso, Universidad Autónoma Latinoamericana, Medellín, 2002.

---- Guillermo Sánchez Trujillo, El crimen de Kafka. Caso cerrado, La Carreta Editores E. U., Medellín, 2006.

[11] Fiódor Mijáilovich Dostoievski, Humillados y ofendidos, Juventud, Barcelona, 2003, p. 58.

[12] Jorge Mario Mejía, Nietzsche y Dostoievski. Filosofía y novela, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2000, pp. 20-22.

[13] Daniel Desmarquest, Kafka y las muchachas, Edaf, Madrid, 2003, p. 244.

[14] Daniel Desmarquest, Kafka y las muchachas, Edaf, Madrid, 2003, pp. 70-72.

[15] Conversación entre Kafka y Gustav Janouch, Escritos de Franz Kafka sobre sus escritos, Anagrama, Barcelona, 1983, p. 29.

16] Otras citas de Memorias del subsuelo y de la imposibilidad de que el escritor ficticio se convierta en insecto:

“Luego, de pronto, conseguí vengarme de la manera más sencilla y genial. Fue una idea luminosa. A veces, los días de fiesta, iba a pasear por la avenida Nevsky. Daba mi paseo a eso de las cuatro, por la acera en la que daba el sol. En verdad, no se trataba de un verdadero paseo, de un esparcimiento, pues durante él experimentaba tormentos indecibles, humillaciones e incluso ataques de hígado. Pero esto era precisamente, me parece a mí, lo que buscaba en aquel lugar. Semejante a un insecto, me deslizaba del modo más vil entre los transeúntes, cediendo continuamente la acera a los generales, a los oficiales de guardia, a los húsares, a las damas hermosas. Sentía verdaderos espasmos en el corazón y escalofríos a lo largo de la espina dorsal cuando pensaba en el lamentable estado de mi ropa en el aspecto bajo y vulgar que debía tener mi agitada e insignificante persona. Era un verdadero suplicio, una humillación continua, que me inspiraba el claro convencimiento de que yo era una simple mosca en medio de tanta elegancia, una repulsiva mosca, superior, desde luego, a toda aquella gente en inteligencia, en nobleza, pero constantemente ofendida, continuamente humillada y siempre obligada a ceder”.

(...) “Zverkov me observaba en silencio, como se observa a un insecto raro. Bajé los ojos. Simonov se apresuró a servir champán”.

[17] Joseph Frank, Dostoievski. La secuela de la liberación, 1860-1865, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 390-435.

[18] Daniel Desmarquest, Kafka y las muchachas...

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