11 mayo 2015

Juan Marsé. La potestad de narrarse

Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé
A Josep Maria Cuenca le «pareció un extraño y raro privilegio poder escribir la biografía de uno de mis escritores predilectos estando él, además, todavía en este mundo» y consideró un «escándalo cultural» que nadie hubiera pensado antes en hacer lo que se disponía a empezar. Ambos confirman la impresión de que todos los que han escrito sobre Juan Marsé lo han hecho por un movimiento irreprimible de simpatía y por una íntima convicción de que esa decisión les implicaba como lectores, tanto o más que como críticos: un sentimiento de complicidad, en definitiva, que podría definirse como la primera nostalgia de lo que en su día fue un gozoso deslumbramiento.


A Cuenca le ha llevado mucho tiempo completar una excelente y completa indagación que alcanza casi las setecientas páginas de tupida tipografía. Pensó en escribirla en 2006, la inició dos años después y la concluyó en 2014, aunque parece que ya la dio por rematada a finales de 2011, cuando el biografiado publicó Caligrafía de los sueños, que «recibió comentarios elogiosos pero no demasiado entusiastas», como hace notar su exégeta con bastante razón. A lo largo de esos años ha leído todo lo publicado por Marsé y casi todo lo inédito, ha revisado con mucho tino la recepción de su autor por la crítica militante (aunque apenas ha tocado el lado más académico de la bibliografía, que lo ha habido y no siempre es materia inerte) y lo ha preguntado todo: a los familiares del autor, a sus amigos, a sus editores y, sobre todo, al propio Marsé, quien ha puesto a su disposición sus papeles personales. De esa experiencia, algo, incluso mucho, ha quedado dentro del biógrafo: a Cuenca se le ha pegado el descaro, mitigado por la sorna, del escritor y su afición por los adjetivos insólitos y fulgurantes, más certeros que propiamente exactos. Lo admira e, inevitablemente, ha tomado partido por su héroe en las pugnas literarias con sus colegas, en las rebatiñas de un premio literario, en muchos de sus repudios morales y, sobre todo, en la defensa de su independencia como escritor y en la de los derechos sobre su obra. No ha sido una mala decisión.

Batallas literarias

Seguramente, Marsé y su biógrafo llevan razón cuando conocemos por menudo los secretos de las votaciones que impusieron Últimas tardes con Teresa sobre La traición de Rita Hayworth, del argentino Manuel Puig, en la reñida final del Premio Biblioteca Breve de 1966, una ocasión que sirve para retratar la astucia de Josep Maria Castellet, el empecinamiento de Juan Goytisolo y las vacilaciones de su hermano Luis (ambos defensores del libro de Puig), e incluso para sembrar la sospecha sobre el artículo de Mario Vargas Llosa en Ínsula, «Una explosión sarcástica en la novela española», que a lo mejor no fue tan encomiástico como nos pareció a los que leímos aquel texto cuando teníamos veinte años. Es evidente que fue Barral (y a corta distancia, Jaime Gil de Biedma) quienes quisieron el reconocimiento de su protegido, pero este sabía muy bien que merecía el premio.

Años después, también resulta muy cierto que el guión que Víctor Erice hizo sobre el texto de El embrujo de Shanghai (titulado La promesa de Shanghai) es una obra maestra, que la película de Fernando Trueba dista mucho de la calidez y el pulso narrativo de otras suyas, y que la actuación del productor Andrés Vicente Gómez no fue la más apropiada en el largo proceso. El conflicto aplazado y los rencores estallaron, diez años después, en unas lamentables declaraciones del productor —al que Cuenca menciona con sus iniciales A.V.G.— con motivo del encargo del guión Canciones de amor en Lolita’s Club y su posterior conversión en película. Pero el lector imparcial no dejará de notar también la escasa determinación de Víctor Erice en la laboriosa gestación del proyecto, que es visible en sus hermosas aunque poco resolutivas cartas, y tampoco añadía mucho a la solución la reacción de gato escaldado (y con razón) que Marsé mantuvo a lo largo de todo el asunto. También tenía razón nuestro escritor cuando se hartó de formar parte del jurado del Premio Planeta y lo cierto es que la indolencia consentidora (y, en algún caso, el franco cinismo) con que sus compañeros premiaban, uno tras otro, bodrios literarios no era plato de gusto para nadie. Pero quizá Marsé —sabiendo que José Manuel Lara era mucho más listo que los jurados que elegía— debió de haberse ido antes o, incluso, no aceptar el encargo.

Nadie crea, sin embargo, que esta biografía solamente clarifica litigios de autoestima o penosos episodios de la coterie literaria, que incluyen, por ejemplo, la legendaria y mutua aversión entre Baltasar Porcel y Juan Marsé, y las pullas de este último a propósito de la «prosa-sonajero» de Francisco Umbral, que este sobrellevó con una paciencia que nada tenía que ver con su habitual soberbia. Cuenca ha leído muy bien el copioso epistolario recibido por el autor y se ha hecho también —retrospectivamente— amigo de los amigos de Juan Marsé. De ese modo, los retratos directos e indirectos que esta biografía nos proporciona de Jaime Gil de Biedma, de Carlos Barral, de Gabriel Ferrater, de Juan García Hortelano o de Ángel González son brillantes, y la recreación de aquel universo de amistad y estímulos mutuos, de confianza, copas y horas de felicidad compartida, ha sido muy bien intuido a partir de numerosos fragmentos de una correspondencia personal de muchos quilates. En otros casos, ha primado la solicitud de información oral que le ha permitido narrar con gracejo episodios de gran interés: este es el caso de la galaxia reunida en torno a Bocaccio (la gauche divine que tuvo su mejor cronista en el mordaz e imprescindible Joan de Sagarra) y del ambiente de la redacción de la revista Por Favor, entre 1974 y 1978, que desdichadamente no parece haber dejado huellas epistolares de importancia. También es un acierto haber agotado las fuentes orales en la reconstrucción —tratada con sentido del humor y fina percepción de matices— del doble origen del escritor, hijo de Domingo Faneca y Rosa Roca, muerta de sobreparto, y adoptado por la pareja formada por Pep Marsé y Berta Carbó. Nada de particular relieve se añade a la historia que el propio autor dio a conocer hace años, pero sí se apunta la imagen de un niño Marsé cuyos primeros años tuvieron más de campesinos que de urbanos, a la vez que se censan con pulcritud los modelos vivos de lo que más tarde sería su imaginación novelesca y se rastrea la perseverante presencia de su familia a lo largo de su vida.

Lo mejor de esta biografía está, sin embargo, en los territorios menos explorados de la trayectoria literaria del autor. El más importante y emotivo, a mi juicio, es la reconstrucción de la formación como escritor de un modesto aprendiz de joyero que, sin embargo, a los veinte años expresaba en las cartas a sus amigos las mismas congojas, frustraciones e ilusiones que llevaría a su primera novela, Encerrados con un solo juguete. Que la casi olvidada escritora catalana Paulina Crusat había ejercido alguna influencia en esa fase de su vida era cosa conocida, pero ahora disponemos de una narración fascinante y ponderada —apoyada en generosas transcripciones del epistolario— de la relación entre un joven «tímido, serio y lacónico», pero no falto de ambición, y una mujer culta y sensible, cuya vida familiar había sido muy dura, pero que encontró tiempo para guiar con afecto y sinceridad los pasos de un escritor en agraz a finales de los años cincuenta. A ella y a la bondad de José Luis Cano, secretario de Ínsula, se debe que la revista le publique su primer cuento pero también que en 1960 encaminara sus pasos a la editorial Seix Barral para entregar el manuscrito de Encerrados con un solo juguete: de aquel encuentro en la «casa oscura» de la calle de Córcega viene todo lo demás. Pero el momento decisivo seguramente estuvo un poco antes, cuando Juan Marsé —y así se lo cuenta a Paulina Crusat— compró una máquina de escribir y la enciclopedia Uteha, viáticos fundamentales de un escritor futuro. Nunca, ni cuando llegó el éxito, Juan Marsé olvidó a su mentora; jamás hizo caso de su consejo de escribir en catalán, pero quizá no echó en saco roto la aprensión de Crusat de que sus escritos primerizos tuvieran «poca inventiva» y demasiada «atmósfera», como mandaban las pautas existencialistas y como cumplía a rajatabla la novela neorrealista española. De hecho, Marsé fue uno de los escritores que con más decisión dinamitó más tarde lo que habían sido sus propias convicciones. Y nada tiene de extraño, por tanto, que haya dedicado a la memoria de Paulina Crusat su última novela, Noticias felices en aviones de papel (2014).

A ese momento inicial pertenece también otro episodio literario que Cuenca ha exhumado: su etapa parisiense y su contacto con las gentes de la editorial Ruedo Ibérico. Fue el propio José Martínez quien encargó a Antonio Pérez y Juan Marsé un libro muy de época: un reportaje narrativo por tierras andaluzas que sería ilustrado con las consabidas fotografías. Del empeño sobrevive un texto de Marsé, Viaje al sur, a medias entre las notas de viaje y la narración elaborada, que, a tenor de los fragmentos que se transcriben, no carece de interés, siquiera sea como representación de una liturgia estético-política de aquellos años. Allí, por otro lado, nació el Pijoaparte, como ahora sabemos.
Juan Marsé

La vida en torno

Pero Marsé nunca fue muy devoto de las liturgias de ninguna especie, lo que tampoco quiere decir que tuviera ni la más ligera contaminación de acracia. Esta biografía ha distinguido con mucho tino lo poquísimo que cabe decir del Marsé militante y lo mucho que puede escribirse del Marsé opinante. Cuenca, que tiene ideas muy claras sobre el bilingüismo natural de Cataluña, ha rastreado las ideas del escritor acerca del catalanismo político y del ventenio pujolista, subrayando su personalísima y fecunda aversión por Pujol, pero también ha inventariado el escepticismo y la mala uva de Marsé a propósito de la política general española: sus resúmenes y observaciones de novelas como Últimas tardes con TeresaLa oscura historia de la prima MontseLa muchacha de las bragas de oro y El amante bilingüe son excelentes guías para su lectura política.

No es esta, por supuesto, la única lectura que cabe hacer de estos libros ricos en parodias, juegos, enigmas y chistes, porque también son muy reveladores de una musa que siempre mezcla la realidad y la fantasía. En general, el autor se ha atenido a su misión de biógrafo, pero no puede evitar ser un avezado lector de textos. Por eso, echo de menos un mayor desarrollo de la relación con dos autores que cita, al paso, como concomitantes con algunos aspectos y motivos de nuestro escritor: seguramente lo que pueda referirse a Francisco Candel tiene escaso recorrido, a reserva de la presencia de los xarnegos en la literatura que, sin duda, inició el autor de Donde la ciudad cambia su nombre y Los otros catalanes. Mayores posibilidades tiene, sin embargo, la mención de Antonio Rabinad, un escritor autodidacto, espejo de la mala suerte literaria, y cuya novela El niño asombrado se parece, sin duda, a Si te dicen que caí, como Memento mori tiene no poco del Marsé fabulador de Un día volveré y otros relatos posteriores.

La muerte de Rabinad fue uno de los óbitos cuyas penosas noticias jalonan de inquietud los últimos decenios de la vida de Marsé, como sucede a cualquier persona con sensibilidad y que ha cumplido la sesentena. Es un acierto del biógrafo ir trayendo todos a colación a la hora de explicar el mundo reciente del escritor que ya vive con suficiencia de sus regalías literarias, que ha estabilizado y hecho más rutinaria su cotidianeidad y que, cada vez más, escribe por el mero placer de inventar, más atento a la música de la frase, más atrevido también en la emisión de opiniones extemporáneas y más rezongón con muchos hábitos de la vida colectiva. Un texto de hacia 1995 («20 de noviembre de 1975. La muerte de la Bestia») que aquí se exhuma (y que Cuenca no debería haber traducido del catalán originario) recuerda aquel día histórico y cavila melancólicamente que, de todas las esperanzas que se echaron a volar, sólo queda «el borrador de un sueño y mucha mierda». Y piensa que si el felipismo propició una sociedad «imbécil y teleadicta», serán peores los políticos de la derecha cavernícola que traen en andas los periodistas de ABC El Mundo. Tampoco es mucho más optimista lo que se transcribe del diario del año 2004, único que Marsé llevó con regularidad en toda su vida, y del que se da a conocer algún fragmento sabroso. Y, sin embargo, Cuenca infiere con razón que nuestro autor es un hombre que conoce la felicidad, quizás en la versión más escondida del estoico. Y uno de los aciertos de este libro es haber llevado ese concepto, ese sueño, ese regalo o esa sensación pasajera, al título de su libro. Cabrían otros posibles, pero, en cualquier caso, sería conveniente que llevaran inscrito el nombre de la felicidad.

Creo que ya nadie sostiene en serio que la biografía es un género ajeno a la ciencia literaria y una invitación a incurrir en lo que William Wimsatt y Monroe Beardsley llamaron «falacia intencional», en su libro ya clásicoThe Verbal Icon (1954). Tal «falacia» es la creencia de que el escritor tiene una intención manifiesta, hija de su experiencia personal y de la vida que le rodea, que impregna su obra y nos proporciona, por ende, las claves para entenderla correctamente. Por supuesto, Wimsatt y Beardsley tenían toda la razón, pero no tienen toda la culpa de las insensateces y vacuidades que luego se han proferido en su nombre. Esta biografía de Marsé, incursa en la «falacia intencional» con plena deliberación, es un libro que leerán los adictos a la lectura de Marsé con ese peculiar gozo que nos produce ver escrito por mano ajena lo que ya intuíamos. Puede que también enseñe algo a los lectores renuentes, o que habían dejado de leerlo: no se arrepentirán si regresan a los libros del autor. Y, desde luego, sustenta —sin rebozo y con abundantes y sólidas razones— la altísima posición de Juan Marsé en las letras españolas de los últimos sesenta años.

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