La prosa del Quijote exhibe una gran variedad y riqueza estilísticas, y más en la primera parte que en la segunda. En la primera, debido a la intercalación de otras historias o novelas cortas, el estilo narrativo, descriptivo y dialogado es heterogéneo, según las exigencias de la materia relatada. Aquí los cambios de expresión y de estilo son frecuentes, según que se nos traslade al mundo literario de la novela pastoril de pastores letrados o ilustrados, como en la historia de Marcela y Grisóstomo, contada por Ambrosio, o al mundo de los pastores reales, rústicos y toscos, como el cabrero Pedro, cuyo relato, salpicado de vulgarismos, ofrece el más agudo contraste con el artificioso e idealizado mundo pastoril pintado en el anterior, mundo al que Miguel de Cervantes se referirá de nuevo paródicamente en la segunda parte en el episodio de la fingida Arcadia (II, 58).
O que nos traslade al ámbito de lo picaresco, como en el episodio de los galeotes (I, 22), donde el autor imita el modo de hablar y la jerga de los delincuentes y gentes del hampa; o según que se nos conduzca al género de la novela morisca, como la historia del cautivo, cuyo estilo está lleno de colorido y pintoresquismo, manifiestos en la recreación del ambiente argelino y en el uso de múltiples arabismos, a la vez que plagada de elementos autobiográficos; o según que se nos introduzca en el género de la novela psicológica y moral, ambientada en Italia, como El curioso impertinente; o en el de los relatos sentimentales, como la historia de Cardenio y Dorotea, la don Luis y Clara, y la historia de Leandra y el cabrero Eugenio.
La maestría de Cervantes tanto en la naturalidad con que cambia de registro de estilo y de expresión al transitar de la trama principal de la novela a las de los relatos secundarios intercalados o al retornar de ellos a la principal, como en el manejo de todos los estilos y formas de lenguaje, eso sí, siempre sometidos, no importa qué historia se cuente, al código cervantino de buen estilo, caracterizado por la sencillez o aparente naturalidad, uso apropiado del lenguaje, elegancia y claridad conceptual, no es fácil de ponderar.
No es menor el mérito literario que se revela en los diálogos, unas veces de ritmo pausado, otras veces acelerado y vivaz en el encadenamiento de preguntas y respuestas; en el verismo con que hace hablar a los personajes o en la manera con que quedan individualizados por su modo de hablar, como don Quijote, con su habla culta, elegante y no pocas veces pomposa y solemne, o Sancho, con su hablar directo, expresivo, con sus vulgarismos y demás prevaricaciones idiomáticas o el uso constante del refranero; o el que se manifiesta en el magnífico estilo oratorio de los numerosos discursos de don Quijote dispersos por la obra, como sobre todo el célebre discurso sobre la Edad Dorada (I, 11) o el no menos célebre de las Armas y las Letras (I, 37-8).
Pero reconocido todo esto, nuestro interés principal se centra, de acuerdo con nuestra interpretación del Quijote, en hacer hincapié en la dimensión paródica de su prosa. Si hacemos abstracción de los relatos secundarios interpolados y nos atenemos a la trama principal de la obra, podemos decir que el estilo tanto de la primera como de la segunda parte está perfectamente ajustado a las exigencias de la historia principal, pues en ella encontramos un estilo satírico e irónico cabalmente adaptado al objetivo confesado que no es otro, como ya sabemos, que burlarse de los libros de caballerías. Si el Quijote es un constante remedo burlesco de los personajes, estructura y aventuras de las novelas caballerescas, como ya hemos examinado, no va a haber una excepción con su estilo y su lenguaje, por lo que no cabrá esperar sino una constante parodia de éstos con el fin de hacer reír al lector. De este modo la prosa cervantina cumple con una exigencia estilística que el propio Cervantes se ha impuesto en el prólogo de la primera parte: usar el lenguaje literario con el fin de «pintar en todo lo que alcanzárades y fuere posible vuestra intención». Pues bien, no otra cosa va a hacer el autor, quien desde el título mismo de la obra hasta el final del último capítulo no va a cejar de recordarnos sin descanso con una lengua irónica y festiva el propósito siempre buscado de satirizar el estilo y lenguaje de los libros de caballerías y con ello el conjunto de éstos.
El ingenioso hidalgo, luego caballero
Las muestras del carácter satírico y de la fina ironía de su estilo son tan abundantes, que sólo nos vamos a hacer eco de una selección de las que consideramos que están entre las más representativas. Ya el título mismo de la novela nos sitúa en el terreno de una novela cómica: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que en la segunda parte se transforma en El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Dejemos ahora aparte el nombre del personaje cuya comicidad ya hemos comentado para centrarnos en el epíteto «ingenioso». A cualquier lector o escuchante de la época, familiarizado con las novelas caballerescas, no podía dejar de hacerle sonreír, si no reír, semejante calificación del personaje, pues el rasgo característico y aun arquetípico del héroe caballeresco, a diferencia de don Quijote, no era el ingenio, sino la valentía. Esta es la virtud que el héroe debe constantemente demostrar con sus hazañas; en cambio, don Quijote va a ofrecer muestras constantes de ingenio, aunque un ingenio enloquecido, pero pocas de valentía.
Los poemas satíricos del final del prólogo y de la primera parte
Después de leer el título, le bastaba al lector del siglo XVII con abrir el libro al final del prólogo, incluso saltándose éste, para darse cuenta del carácter cómico de la novela que tenía entre manos, pues aquí nos encontramos con una serie de poemas satíricos y festivos en que, al tiempo que Cervantes hacía burla de la costumbre de la época de insertar al comienzo de una obra poesías laudatorias de escritores famosos o de personas de elevada alcurnia dedicadas a su autor, lanzaba ya su primer embate en clave de chanza contra los libros de caballerías.
El primer poema es el de unas décimas de cabo roto, estrofas propias de la poesía cómica, dirigidas a don Quijote y firmadas por Urganda la Desconocida, la maga protectora de Amadís de Gaula, en las que, entre otras cosas, se glosa humorísticamente la trama principal del Quijote en la tercera décima; luego vienen una serie de sonetos en elogio de las cualidades heroicas de don Quijote firmados por famosos personajes protagonistas de los libros caballerescos, entre los cuales está el que le dedica el citado Amadís, protagonista de la más famosa novela española de caballerías («Tendrás claro renombre de valiente») o el que le dedica Orlando, protagonista del célebre poema caballeresco de Ariosto («Si no eres par, tampoco le has tenido»).
Entre medias de éstos se intercalan un soneto en elogio de Sancho Panza por parte de Gandalín, el escudero de Amadís, quien, entre otras lindezas, le dice a Sancho: «Envidio a tu jumento y a tu nombre»; y el soneto de Oriana en alabanza de Dulcinea, en el cual se nos muestra dispuesta a cambiar su castillo de Miraflores, en la cercanía de Londres, por la aldea de Dulcinea y envidiosa de la calidad del amor de don Quijote. Cervantes remata la faena colocando como colofón una divertida poesía en forma de diálogo entre Babieca y Rocinante, en que finalmente Rocinante, quejándose de su amo y del escudero por pasar tanta hambre con ellos, dice que «son tan rocines como Rocinante».
Al final de la primera parte volverá de nuevo Cervantes a recurrir a este procedimiento estilístico en los poemas escritos supuestamente en loor de don Quijote, Dulcinea, Rocinante y Sancho, pero en realidad dotados de un sentido burlesco. En efecto, las poesías insertadas aquí, que el autor dice hacer hallado en una caja de plomo en los escombros de una ermita, son satíricas, pues se nos presentan como obra de los académicos de Argamasilla, lugar de la Mancha, cuyos estrafalarios nombres o apodos (el Monigongo, el Paniaguado, el Caprichoso, el Burlador, el Cachidiablo, el Tititoc) denuncian manifiestamente la intención humorística del autor. Sin negar que en esta referencia a los grotescos académicos se pueda ver una befa de las academias y cenáculos literarios de Madrid y otras ciudades españolas, lo principal es que las poesías glosan en tono de chanza la vida y la muerte de los personajes fundamentales. Así en el epitafio dedicado a don Quijote, en realidad una jocosa caricatura de epitafio, se pone en solfa al personaje con versos de este tenor no exentos de dureza: «El calvatrueno [=completamente calvo] que adornó a la Mancha/ de más despojos que Jasón de Creta»; o se ridiculiza su heroísmo: «El que a cola dejó los Amadises/ y en muy poquito a Galaores tuvo,/...el que hizo callar los Belianises».
Los títulos de los capítulos e índice del libro
Para advertir el tono cómico de la obra, el lector podía luego curiosear, antes de adentrarse en la lectura, los títulos de los capítulos o mirar el índice, que nos proporcionan un buen escaparate del carácter irónico del libro. Muchos de estos epígrafes, similares en su construcción sintáctica a los de las novelas de caballerías, imitan burlescamente la grandilocuencia de éstos, de manera que su lectura es muy entretenida a la vez que harto indicativa de la intencionalidad irónica del autor. He aquí unos ejemplos como botón de muestra: «Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos de felice recordación» (I, 8); «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada del famoso caballero en el mundo como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha» (I, 20); «Que trata de la rara y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto...» (I, 36); «Donde se cuenta lo que en él se verá» (II, 9); «Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento de esta grande historia» (II, 24); «De cosas que dice Benengeli que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención» (II, 28); «Que trata de muchas y grandes cosas» (II, 31); «Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna» (II, 54); «Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras» (II, 58); «Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchare leer» (II, 66); «De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote» (II, 68); «Que sigue al de sesenta y nueve...» (II, 70).
A diferencia de los novelistas contemporáneos, los autores de novelas caballerescas acostumbraban, tal como sucede en el Amadís, poner largos epígrafes al comienzo de cada capítulo, que recogían comprimidamente su contenido principal. Cervantes parodia esta costumbre y añade algo más: los títulos de los libros de caballerías generalmente eran puramente descriptivos en su resumen abreviado de las acciones de los personajes cuya narración se nos anuncia; Cervantes, en cambio, no se ahorra juicios de valor sobre los personajes y sus actos impregnados de humor irónico.
La burla del retorcimiento estilístico de ciertos libros de caballerías
Y bien, entrando ya en la lectura de la obra, el lector desde el primer capítulo se topa con pasajes brillantísimos de parodia del estilo de los libros de caballerías. ¿Quién no recuerda los pasajes memorables en que se recrea burlonamente el oscurecimiento e intrincamiento estilístico de algunas novelas caballerescas? Cervantes parodia expresamente las de Feliciano de Silva, autor de varias continuaciones del Amadís de Gaula, a través de don Quijote, admirador de su prosa:
«En muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...» (I, 1, 29)
Adviértase que no estamos aquí ante citas literales extraídas de libros de Feliciano de Silva, como puede sugerir erróneamente el uso de las comillas por parte de Cervantes, sino de citas inventadas, pero representativas de su estilo, el cual a don Quijote le parecía digno del más alto aprecio y a Cervantes de lo más despreciable y causa del trastorno psíquico del hidalgo, pues, según se nos dice a continuación, el pobre hidalgo perdía el juicio debido a su afán por entender y desentrañar un lenguaje tan retorcido y oscuro, que ni el mismo Aristóteles lo entendería. Una vez enloquecido, creyendo que el mejor estilo literario es el de lo libros de caballerías, don Quijote lo adopta como modelo intentando imitarlo en cuanto pueda, causando con ello confusión en aquellos a los que se dirige e incluso risa e induciéndoles a pensar, sólo con oírle hablar, que no debe de estar en sus cabales. Tal es lo que les sucede a los primeros personajes con los que se encuentra, luego de emprender nuestro héroe su primera aventura, las dos prostitutas de la venta en que burlonamente será armado caballero nuestro héroe, quienes, después de oírle hablar en el lenguaje propio de las novelas caballerescas, salpicado de arcaísmos en su afán de imitación para que su parecido sea más exacto («Non fuyan las vuesas mercedes...», «Bien parece la mesura en las fermosas...»), no entienden su lenguaje, lo que con la mala facha del hidalgo, provoca en ellas una reacción de hilaridad.
La primera salida al amanecer
Decidido a imitar lo más que pueda la lengua de los libros de caballerías, la primera vez que don Quijote nos da una buena muestra de ello es, cuando nada más salir en pos de aventuras, se pone a imaginar cómo el futuro escritor de sus hazañas describirá su primera salida al amanecer:
«Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.» (I, 2, 35)
Está claro que con esta descripción deliberadamente humorística, efecto intensificado por el agudo contraste entre la grandilocuencia del lenguaje que pretende transmitirnos una sensación de un mundo armónico y dulce, y la imagen anacrónica y grotesca de don Quijote montado sobre su esquelético y defectuoso Rocinante caminando por el paisaje manchego tan poco dulce precisamente, lo que Cervantes persigue es satirizar los libros de caballerías parodiando su lenguaje altisonante e hinchado.
El fingido autor del Quijote y otras ficciones
Una de las piezas más humorísticas de la novela es la del fingido autor de la historia de don Quijote. Hasta el capítulo octavo de la primera parte Cervantes se nos presenta como una especie de historiador, que, consultando unos archivos de la Mancha, ha escrito la crónica de la vida del ingenioso caballero. Pero al principio del capítulo noveno nos informa de que el relato de «toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha» es, en realidad, una traducción encargada por él a un morisco de Toledo de un supuesto texto escrito por un historiador arábigo, Cide Hamete Benengeli, y que él casualmente encontró y adquirió en un mercado toledano.
Esta doble ficción, que desarrollamos en artículo, la de actuar como un historiador que consulta archivos y la de un manuscrito hallado en una carpeta escrito originalmente en una lengua extranjera, es una parodia jocosa de un artilugio usual en los libros de caballerías, en los que los autores simulaban a menudo que oficiaban como cronistas o que los traducían de otra lengua, no pocas veces en alguna aureolada de prestigio, como el griego o el latín, y a veces que el original de los mismos se halló en circunstancias extrañas. Un ejemplo del primer tipo, esto es, de insistir en haber explorado documentos históricos es el caso del Palmerín de Inglaterra (o Ingalaterra, según se escribía entonces), donde insistentemente el narrador se remite a antiguas crónicas inglesas como fuentes de su relato.
Un ejemplo del segundo tipo de ficción, pero en referencia sólo al hecho de ser traducción de una lengua extranjera lo representa Tirante el Blanco, cuyo original, escrito en inglés, no se nos dice por quién, el autor se nos ofrece para verterlo al portugués, para complacer al príncipe de este origen al que el libro va dedicado, y del portugués al valenciano.
En cambio, el Amadís de Gaula combina a la vez el recurso a la traducción de una lengua extraña y prestigiosa de una parte del mismo (suponemos que el griego, pues, aunque no se menciona el idioma, se nos dice que el manuscrito, que también contiene las Sergas de Esplandián, continuación del Amadís, se descubrió cerca de Constantinopla), y la mención de las raras condiciones del hallazgo, a saber, en una tumba de piedra en una ermita. Cervantes imita burlescamente también este último aspecto, al contrastar las circunstancias ordinarias y mercantiles como él obtiene el Quijote (adelantándose a un sedero compra en un mercado a un muchacho que estaba a punto de vender a éste el cartapacio de papeles viejos que contienen la historia de don Quijote) con el lugar y condiciones solemnes en que se descubre el Amadís y su continuación literaria (en un recinto sagrado, y no en un mercado, y no en un carpeta de papeles viejos, sino en un pergamino antiguo).
Pero el carácter paródico de la simulación del hallazgo del manuscrito no emana sólo de su comparación con el uso de este recurso estilístico en la literatura caballeresca, sino también de los componentes mismos de la simulación tal como la construye Cervantes, con independencia de esta comparación. En primer lugar, el apellido, Benengeli, del historiador arábigo resulta gracioso, pues viene a significar algo así como «Berenjena» o «Aberenjenado». En segundo lugar, y esto es mucho más importante, el autor fingido del Quijote es un historiador moro y esto no es un título de gloria para don Quijote. Aquí debe recordarse que Cervantes tenía una visión muy negativa del Islam («su falso profeta Mahoma») y de los musulmanes, como bien se pone de manifiesto en todos los pasajes de la novela en que se hace referencia a ello.
Es el propio narrador quien nada más presentarnos al autor arábigo de la historia de don Quijote, nos pone sobre aviso sobre la mendacidad de los árabes (I, 9, 88) y no duda en tildarlos de «nuestros enemigos», razones por las cuales pone en entredicho la veracidad de su relato. En vista de esto, el que un árabe sea el autor de la historia de don Quijote debe, pues, interpretarse no como un signo del aprecio cervantino de la cultura islámica, con lo que por ello se envolvería de un halo de prestigio a aquélla, sino como una ácida burla de la crónica de las aventuras del hidalgo manchego, que a causa de su mendaz autor árabe no merecen mucho crédito. De ahí que don Quijote, que comparte con su creador la misma visión negativa de la cultura musulmana, sufra una decepción, al enterarse de que el autor de su historia es un moro: «Desconsolóle pensar que su autor era moro... y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (II, 3, 566).
La aventura de los rebaños
De la ficción del manuscrito redactado en lengua árabe saltamos a la aventura de los rebaños, que don Quijote confunde con ejércitos en pie de guerra y es aquí, en la descripción puesta en la boca del caballero, donde Cervantes nos proporciona uno de los ejemplos más brillantes de su talento humorístico en la permanente parodia de los libros caballerescos. En éstos era típico ofrecer descripciones en tono rimbombante de los ejércitos en lucha, de los principales caballeros que intervenían, de sus armas y escudos. Pues bien, Cervantes imita perfectamente este estilo hinchado y pomposo, pero en clave burlesca, a través de don Quijote, quien, considerando, por el contrario, sin duda admirable ese estilo, nos describe, con una imaginación desbordante y en un lenguaje grandilocuente, efecto de su intoxicación literaria, los más destacados combatientes de cada bando, con sus armas, escudos y lugares, reales o imaginarios, de procedencia. La enumeración de sus nombres de lo más rimbombante, junto con las cualidades heroicas que don Quijote les atribuye, es ya una buena señal del tono cómico y burlesco de la descripción: el temido Micocolembo, el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, el siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona (cuya dama la sin par Miulina es hija del duque de Alfeñiquén del Algarbe), el poderoso Espartafilardo del Bosque (I, 18). No menos sonoros y a la par graciosos son los nombres de los emperadores que acaudillan los ejércitos: Alifanfarón de la Trapobana, emperador moro, y Pentapolín del Arremangado Brazo, emperador cristiano.
La carta de amor de don Quijote a Dulcinea
¿Y qué decir de la célebre carta de don Quijote a Dulcinea? Pues que se trata, sin duda, de una de las piezas maestras de la ironía cervantina. Algunos, como Pedro Salinas, la han presentado como «la mejor carta de amores de la literatura española» y como «una Gioconda de las cartas», por su supuesto carácter ambiguo y aire de misterio (véase «La mejor carta de amores de la literatura española», en La generación del 27 visita a don Quijote, Visor Libros, Madrid 2005, págs. 41-55, publicada originalmente en Asomante, nº 2, 1952. Puerto Rico). Pero ni es una Gioconda, pues carece de ambigüedad o misterio alguno, ni es la mejor carta de amores de la literatura española, porque no es siquiera una carta de amor, sino una parodia de las cartas de amor caballerescas. En todo caso, a diferencia de Salinas, cabe presentarla como la mejor parodia de una carta de amores de la literatura española. La misiva es tan breve que la podemos someter al examen del lector:
«Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía¡, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.» (I, 25, 245)
La misiva, tanto por su estilo como por su contenido, es una obvia imitación burlesca de las halladas en los libros de caballerías. La prosa arcaizante y los tópicos sentimentales de su contenido son característicos de las cartas de los caballeros andantes o de sus amadas damas. Hábilmente, Cervantes imita a la vez las cartas escritas en diversos libros de caballerías, entre ellos el Amadís, donde Oriana, celosa y despechada, en el sobrescrito de una dirigida a su amado, al que acusa de deslealtad, escribe: «Yo soy la donzella ferida de punta de spada por el coraçón y vos sois el que me heristes» (II, 45, 679). Los sentimientos expresados siguiendo los cánones del código del amor caballeresco son los mismos, incluidas las reacciones de los personajes atrapados en el drama amoroso. Oriana queda sumida en un estado depresivo en el que sólo espera la muerte y lo mismo le sucede a Amadís, tras leer la misiva, un estado del que sólo los salvará la reconciliación ulterior. Análogamente, don Quijote, si su ficticia amada no lo socorre, está dispuesto a morir. La diferencia entre las epístolas de los libros de caballerías y la escrita por don Quijote es que aquéllas van en serio, pues no sólo lo personajes involucrados sino el propio autor se toman en serio las cartas con su contenido; en cambio, aquí, mientras don Quijote, arrastrado por su locura, se toma en serio su carta, el autor adopta una perspectiva burlesca, en que el lenguaje arcaizante y excesivo es ridiculizado lo mismo que los falsos y exagerados sentimientos expresados.
Pero no sólo el estilo literario o el contenido de la misiva denuncian la ironía del autor. Todo el contexto en que la carta se escribe denuncia lo mismo: el lector sabe, antes de leerla, que la destinataria no es una dama cortesana instruida y refinada, sino una rústica labradora analfabeta y carente de finos modales; que está escrita en un cuaderno o libro de memorias encontrado en la maleta abandonada de Cardenio, cuyo papel es inapropiado para escribir a una dama; también sabe que en la página contigua a la de la epístola amorosa don Quijote ha redactado una cédula en que se compromete a entregar tres pollinos a Sancho Panza para compensar la pérdida de su jumento, de modo que un vulgar asunto contractual viene a entremezclarse con las elevadas expresiones quijotescas de amor platónico.
Pero esto no es todo. Si el lector tiene alguna dificultad en echarse a reír, el autor aún le tiene reservadas nuevas oportunidades de hacerlo. Por si acaso Sancho sufre algún contratiempo que concluya en la pérdida de la carta, don Quijote le obliga a que se la aprenda de memoria, lo que dará lugar a futuras burlas a costa de la memoria del criado, y también le encarga que, en cuanto se cruce con un sacristán o maestro, se la entregue para que la escriba en buena letra y en papel apropiado para dirigirse a la idealizada dama de sus amores, lo que se topará con la dificultad señalada por Sancho de que en tal caso no podrá ser firmada por don Quijote. Pero esto no es problema para él, pues si su héroe predilecto Amadís no las firmaba, tampoco él necesita hacerlo.
Antes de salir el criado en misión de embajada ante Dulcinea para hacerle entrega de la carta, su amo se la lee, siendo así Sancho el primero en conocer los sublimes pensamientos y sentimientos dirigidos a aquella dama, formulados en un lenguaje que a él le resulta incomprensible, esotérico, como bien se verá cuando más adelante, en la venta, se halle en el brete de tener que recordarla ante el cura y el barbero, pues hete aquí, que, luego de tanto preparativo y precaución, al amo se le olvida entregarle el cuadernillo con la carta y la libranza de los pollinos y al escudero pedírselo, de manera que Sancho parte, para cumplir su misión ante Dulcinea, sin llevar carta o mensaje alguno, salvo lo que en su cabeza lleva mal memorizado. Tan mal memorizado, por ser incomprensible para él, que el encabezamiento de la misiva quedará rebajado divertidamente a «alta y sobajada señora» y otras partes de ella a expresiones apenas entendibles («el llego y falto de sueño») o inventadas en parte. Así que a través de la deformación lingüística llevada a cabo por Sancho la primitiva epístola queda totalmente desfigurada, y con ello nos ofrece el autor lo que cabe considerar una parodia de segundo orden, esto es, una parodia de parodia, pues la carta primitiva redactada por don Quijote, que en realidad a nadie va dirigida y que nadie llegará a leer, es una parodia del epistolario caballeresco, que a su vez es parodiada por Sancho con sus prevaricaciones idiomáticas y mala memoria.
No será, sin embargo, éste el fin de las divertidas peripecias de la carta. La maestría humorística cervantina aún nos brindará una última jugada maestra a través del célebre diálogo entre don Quijote y Sancho en que el primero le pide cuentas al segundo del mensaje llevado a Dulcinea, lo que obliga al escudero a inventarse un viaje al Toboso y una entrevista con ella que nunca tuvieron lugar. La comicidad de la plática es inolvidable, una comicidad que arranca del contraste constante entre dos visiones contrapuestas de Dulcinea: la ficción idealizadora de don Quijote, que pinta a Dulcinea según le dicta su imaginación intoxicada por los libros de caballerías, como una dama extremamente refinada y envuelta en deliciosas fragancias aromáticas, y la visión realista, por no decir naturalista, de Sancho, quien se inventa una entrevista con la auténtica Aldonza, una robusta y bien parecida labradora, a quien finge haberse encontrado entregada a groseros menesteres agrícolas (cribar trigo y cargar costales en un asno) y de la que dice que olía mal, hombrunamente, a causa del sudor, y que no leyó la carta ni la contestó, porque no sabe leer ni escribir, y que le bastaba con el mensaje que él le había trasmitido de palabra.
Las farsas paródicas en el palacio de los Duques
Para terminar con este punto, nos referiremos a otra pieza maestra del irónico y satírico estilo cervantino. Se trata de las aventuras en el palacio de los Duques, en el curso de las cuales el autor sistemáticamente imita en clave humorística no sólo las aventuras, lances y situaciones, sino también el lenguaje y estilo de las novelas caballerescas. La ocasión no puede ser más propicia para ello. El propio palacio ducal se prestará a ser el escenario adecuado para recrear el ambiente aristocrático y cortesano de los libros de caballerías, donde los héroes caballerescos siempre se mueven en torno a una corte, como la del rey Lisuarte en el Amadís, bien es cierto que aquí don Quijote habrá de conformarse con una corte de menor rango nobiliario.
Por lo demás, los Duques, ingeniosos ambos, tanto el Duque como la bella Duquesa, y excelentes conocedores de los libros de caballerías, como de las buenas cualidades no menos que de los defectos del hidalgo manchego y su escudero, pues han leído la primera parte del Quijote, pondrán en juego toda su riqueza, lujo suntuoso, conocimiento de las tradiciones cortesanas medievales y su inmenso poder, con su enorme cortejo de servidores y criados, para imitar lo más fielmente posible tanto las cortes de los libros de caballerías como todos los aspectos del mundo caballeresco. Sabedores ambos de la locura de don Quijote, pero también de su excelente ingenio, y del carácter interesado y ambicioso de Sancho, pero igualmente de la chispa de su gracia y donaire, cuya conversación conquista a ambos desde el primer momento, pondrán todo su empeño en hacerles creer que el artificioso mundo y aventuras que van a recrear en torno a ellos son realmente las aventuras y el mundo caballerescos.
La imitación va a ser tan perfecta, que ni el amo ni el escudero descubrirán que todo es un engaño, aunque a lo largo de todo el despliegue de la gran farsa don Quijote tendrá ocasión de dar tantas muestras de locura como de los efectos de su ingenio y Sancho nos mostrará su interés y ambición (recuérdese el episodio de su fingido gobierno de la ínsula Barataria) y dará lugar a numerosas conversaciones salpicadas de gracia, que harán las delicias de los Duques, particularmente de la Duquesa, quien disfruta con la conversación donairosa del escudero, pero al que intentará engañar constantemente para usarlo como objeto de diversión, pues no otra cosa son, a la postre, el hidalgo manchego y su criado para los Duques.
El Duque da instrucciones a su servidumbre de que sigan la corriente a don Quijote y Sancho en todo, y de que se comporten en todo, incluyendo el lenguaje, a la manera de las cortes de los libros de caballerías. El mayordomo va a ser el intermediario entre los Duques, quienes son en realidad los que desde arriba mueven los hilos, y la servidumbre. Hombre ingenioso y también buen conocedor de la literatura caballeresca, va a ser, por encargo de los Duques, la persona más adecuada elegida para ejecutar los planes de éstos. El va a ser el verdadero organizador de las varias farsas que en torno al hidalgo y el escudero se van a representar, el que va a dirigir, bajo cuerda, sin que éstos se enteren, a los sirvientes seleccionados para participar en ellas, el que va a redactar los textos para que se los aprendan e incluso él mismo se reserva para sí uno de los papeles estelares, el de encarnar al mago Merlín, a través de cuya ficticia interpretación va a lograr tener un gran efecto en la trama argumental del Quijote, pues va a ser el irreal Merlín, al que el hidalgo y el escudero toman por auténtico, el encargado de anunciar que Dulcinea está encantada en forma de una rústica aldeana (mentira inventada por Sancho para engañar a don Quijote y que, una vez descubierta por la Duquesa luego de sonsacar al escudero, ahora se utiliza contra él) y que sólo se la podrá desencantar volviendo a su primitivo estado de gran dama cuando Sancho se haya propinado sin coacción tres mil trescientos azotes en el plazo de tiempo que él estime oportuno. También se va a encargar de hacer el papel de la condesa Trifaldi o dueña Dolorida.
En fin, son varias las farsas que se van a escenificar ante la deslumbrada y crédula pareja inmortal: el cortejo de los encantadores, entre los cuales desfilan y tienen un papel principal el citado Merlín y Dulcinea, representada por un paje, la de la barbada condesa Trifaldi o la dueña Dolorida y su cortejo de dueñas igualmente barbadas, la del caballo Clavileño, la de Altisidora, la fingida enamorada del hidalgo, o la del gobierno de Sancho. Pero lo que nos interesa destacar en este momento es el talento del autor al conseguir brillantemente que el mayordomo y los sirvientes de los Duques, encabezados por éste, parodien certeramente no sólo los lances y episodios de los libros de caballerías, sino asimismo su lenguaje y estilo. Incluso los propios Duques, que están presentes en todas las farsas y que meten baza en todas las conversaciones con don Quijote y Sancho, se suman al remedo burlesco del lenguaje y estilo de las novelas caballerescas con el fin de ridiculizar a ambos personajes y, a través de ellos, a los héroes caballerescos y sus escuderos.
El uso de expresiones irónicas, de giros lingüísticos característicos de la literatura caballeresca o de un lenguaje solemne e hinchado son recursos típicos. Así varios personajes de los paródicos espectáculos organizados por los Duques, como el criado que hace de Diablo o el mayordomo, que oficia de Merlín, hablan repetidamente de «la sin par Dulcinea del Toboso», ante un auditorio donde está don Quijote en lugar destacado, con evidente intención irónica, no sólo porque en realidad Dulcinea es una labradora tosca, sino porque el epíteto «sin par», como ya dijimos, es el que utiliza el autor del Amadís para distinguir a Oriana, la bella entre las bellas, de cualquier otra hermosura de las numerosas que se nos presentan en la novela.
Ese mismo mayordomo-Merlín se refiere a don Quijote como «¡oh varón como se debe por jamás alabado!»; el uso de expresiones exageradas, por parte de los diversos personajes involucrados en el engaño, en referencia a las supuestas cualidades heroicas y de otra índole de don Quijote es frecuente. Merlín, cuya divertida profecía escrita en verso en un tono solemne es a la vez un formidable despliegue de efectos cómicos y un remedo del estilo altisonante de los libros de caballerías, pondera así a don Quijote: «Valiente juntamente y discreto don Quijote, de la Mancha esplendor, de España estrella» (II, 35, 824).
Mezclando lo hiperbólico y lo jocoso, describe así la Trifaldi a la inmortal pareja: «Acendradísimo caballero don Quijote y escuderísimo Panza» (II, 38, 841). Sancho, quien ha captado perfectamente el tono jocoso, le da réplica inmediata agarrándose al tono de chanza marcado por el uso de los superlativos: «El Panza aquí está y el don Quijotísimo asimismo, y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos».
Tampoco escapa a la chanza la sin par Dulcinea. En el cortejo de carros que portan a los encantadores, precisamente en el más imponente de éstos, un carro triunfal y en un trono levantado, cual si fuese una reina, también desfila Dulcinea ante los Duques y la pareja inmortal, en realidad un paje disfrazado de tal que hará una imitación implacablemente paródica de la bella dama. El disfraz es tan perfecto, su rostro tan hermosísimo de doncella, que a pesar de su no ocultable desenfado varonil y de una voz no muy adamada, sino más bien masculina, imposible de velar, la pareja inmortal se traga el engaño y queda convencida de que realmente están ante Dulcinea; a don Quijote hasta se le hace un nudo en la garganta de emoción. Para que surta más efecto el engaño se les ha hecho creer que Merlín ha permitido que se presente tal como es en su original belleza y no según la apariencia de una rústica labradora, de forma que con su belleza enternezca a su auditorio, particularmente a Sancho, para que acceda a propinarse los azotes prescritos por Merlín y así lograr desencantarla.
La burla alcanza su cota más alta cuando la fingida Dulcinea pronuncia una especie de breve discurso, que, si bien apunta derechamente a Sancho, está calculado para influir también sobre el ánimo del ingenioso caballero y para ello juega con dos cartas a la vez: la de provocar la pena y enternecimiento de don Quijote, lo que no es nada difícil, llamando la atención sobre su mísero y lamentable estado; y la de tratar a Sancho como si fuese el más insensible y cruel de los seres, si no accediese a hacer tan poca cosa, como darse los azotes prescritos, algo que hasta al más ruin y endurecido de los hombres no le importaría propinarse, para hacer un bien tan grande no sólo a la señora de su amo, sino a éste mismo. Naturalmente, Sancho, cuando está por medio lo de azotarse, no se deja ablandar tan fácilmente, pero al final, es tal la presión ejercida sobre él por los Duques, Merlín y el mismo don Quijote, quien reconoce que las palabras de Dulcinea le han dejado con el alma atravesada en la garganta, que Sancho acaba aceptando la penitencia de los tres mil y trescientos azotes, no sin ciertas condiciones que Merlín le admite.
El discurso de la simulada Dulcinea está construido con suma habilidad literaria. En éste se juega constantemente con el contraste paródico entre el lenguaje refinado que se le supone a una dama caballeresca y cortesana y el lenguaje tosco, maleducado, insultante, cargado de improperios, exageraciones y autoalabanzas del que hace gala la simulada Dulcinea, y todo ello sazonado de un humor que oscila entre el sarcasmo, visible sobre todo en la manera como maltrata a Sancho, y algunos momentos de ironía, manifiesta especialmente en sus autoalabanzas y en el tono hiperbólico con que exhibe su fingida aflicción por su triste situación. Su lenguaje más parece el de una verdulera que el de una dama. A Sancho le espeta toda suerte de denuestos: «¡Oh desventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas guijeñas y apedernaladas!, «ladrón, desuellacaras», «¡oh miserable y endurecido animal!», «machuelo espantadizo», «socarrón y malintencionado monstruo», «date en esas carnazas, bestión indómito, y saca de harón ese brío [quítate de encima la pereza], que sólo a comer y más comer te inclina» (II, 35, 825-6). La fingida Dulcinea no duda en ensalzar sus atributos, lo que nunca haría una dama caballeresca, a la que son los demás los que la alaban, pues ella ha de ser humilde. Así, compara las niñas de sus ojos con rutilantes estrellas o habla de «los hermosos campos de mis mejillas», «mi belleza» o mezcla a la vez el autoelogio con la expresión irónica de sentimientos exacerbados para provocar pena y lástima en sus interlocutores: «Las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres, en ovejas» (ibidem).
Otro recurso muy usado por todos los participantes en las diversas farsas es el manejo de una prosa arcaizante, para simular mejor el acartonado ambiente medieval que los libros de caballerías buscaban recrear. El Amadís, sin ir más lejos, está sembrado de arcaísmos. El mismísimo Duque da ejemplo a su servidumbre, cuando dirigiéndose al que representa el papel de Diablo en el cortejo de los encantadores, le espeta con términos verbales arcaizantes: «Si vos fuérades diablo... ya hubiérades conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha» (II, 34, 818).
El criado que hace de condesa Trifaldi no se queda manco en el manejo de arcaísmos cargados de ironía: refiriéndose a las aventuras del hidalgo manchego, las pondera como «verdaderas fazañas» y anima a la ilustre pareja a emprender el paródico viaje aéreo en el caballo Clavileño con la expresión: «Felice principio a vuestro nuevo viaje» (II, 41, 856). En otros momentos combina a la vez una prosa solemne e inflada, de un lado, y arcaizante, de otro: «¡Oh caballero invicto!, por ser los que son basas y columnas de la andante caballería..., ¡oh valeroso andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises, Esplandianes y Belianises!» (II, 38, 841). Sus hiperbólicas loas paródicas también alcanzan a Sancho: «¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los presentes ni en los pasados siglos!»
El narrador, don Quijote y Sancho imitan el lenguaje caballeresco
Incluso el propio narrador no se queda atrás en el empleo de un lenguaje arcaizante. Es él, y no uno de sus burlones personajes, quien interviene para sumarse a la ridiculización de las aventuras caballerescas a través de la burla de las protagonizadas por don Quijote. Así es el mismísimo Cervantes el que hablando del cómico episodio del viaje aéreo de la ilustre pareja montada en Clavileño lo describe como «tan gran fecho» (II, 41, 862). En muchas otras ocasiones recurre el propio autor a la prosa arcaizante como instrumento de humor irónico.
El empeño de Cervantes en censurar el lenguaje y estilo cómicamente anticuados de los libros de caballerías, a través de los más diversos personajes, es constante a lo largo de la obra, más quizá en la primera que en la segunda parte. Naturalmente, quien más utiliza esta prosa arcaizante es el propio don Quijote, pues debido a su locura, lo mismo que en todos los demás órdenes de la vida, también en el literario para él el canon estilístico es, como ya hemos señalado, el que se encuentra en la prosa de los libros de caballerías. Y aunque ya en la época de Cervantes habían caído en desuso los términos arcaicos, siendo sustituidos por los correspondientes términos modernos que seguimos empleando hoy, para el hidalgo no hay prosa tan bella como la prosa caballeresca, un modelo que él, como caballero andante, debe imitar. Y así lo hace, como el propio lector ha podido ver en los textos citados más atrás en que es don Quijote quien habla o escribe: «Non fuyan», «fermosas», «fermosura», «maguer» (=aunque) y otras muchas palabras que aparecen en otros pasajes, como «fechos», «fazañas», «tuerto» «lueñes o lueños» (=lejanos), «fija», «fasta» (=hasta), «ínsula», «ál» (=otra cosa), «membrarse» (=acordarse), etc.
Pero son muchos los personajes que también lo hacen, aparte de los Duques y todos los sirvientes que intervienen en las farsas paródicas organizadas en el castillo ducal. Incluso Sancho, contagiado por su amo, se nos desata a veces con expresiones y vocablos desusados, como «non se me faga» (en vez de «no se me haga») o «fecho», de los que hace uso en la petición que dirige a don Quijote, en un escenario nocturno de presunto peligro y de temor, de que no acometa la aventura que se les presenta hasta que se haga de día. El contexto no puede ser más propicio para que a Sancho se le escapen esos arcaísmos. Su amo, exaltado ante el supuesto peligro de un ruido estruendoso en medio de la noche, acaba de pronunciar un inflamado discurso, a modo de preludio antes de emprender la aventura (que luego se convertirá, como de costumbre, en una fallida aventura, la de los batanes), en defensa de su sublime misión caballeresca y en el que declara su propósito de oscurecer con sus grandezas y «fechos» de armas los que hicieron los más afamados caballeros andantes del tiempo pasado y para ello nada mejor que acometer de inmediato el temible «fecho» que se les avecina.
La inteligente Dorotea remeda la prosa caballeresca
Otro personaje que echa mano de una prosa anticuada con manifiesta intención burlesca por parte del autor es la inteligente Dorotea. Luego de ser encontrada por el cura, el barbero y Sancho, que van en busca de don Quijote para conducirlo a su aldea, en Sierra Morena, donde ella se había ocultado huyendo de la humillación de haber sido burlada por don Fernando, acepta de buen grado representar el ficticio papel de una doncella y princesa menesterosa, cuyo burlesco nombre, princesa Micomicona, es ya harto indicativo del propósito del autor, para sacar al hidalgo manchego de los montes de Sierra Morena, donde está simulando penitencia por Dulcinea, y llevarlo a su aldea.
Dorotea, gran aficionada a la lectura de los libros de caballerías, como tantos otros personajes del Quijote, se mete perfectamente en su personaje de princesa necesitada, tan típico de la novelas caballerescas, y, como tal, se dirige a don Quijote para que le conceda el don de ayudarle a reconquistar y defender el reino de Micomicón, que un gigante le ha arrebatado a su padre y rey. A partir de aquí se inventa improvisadamente una ficción cómica de lo más convincente en la que a su ficticio padre y rey de Micomicón le pone el nombre de un personaje de novela de caballerías, Tinacrio el Sabidor y el descomunal gigante toma el tan extravagante como risible nombre de Pandafilando de la Fosca Vista.
En el desempeño de su papel Dorotea-Micomicona demuestra un completo dominio de todos los registros del estilo y lenguaje de los libros de caballerías, incluido el manejo de los arcaísmos, para así hacer más real su imitación y hacer creer a don Quijote que realmente habita en ese mundo caballeresco que la fingida doncella principesca pretende evocarle con toda fidelidad. La inteligente Dorotea, que previamente ha sido puesta al corriente por el cura de la singular locura de don Quijote, una locura que le ha llevado a figurarse ser un caballero andante como los de los libros de caballerías y a actuar como si tal fuese, y que, por tanto, capta muy bien de qué pie cojea, sabe de sobra que la mejor manera de engañarlo consiste en recrear el mundo caballeresco con un perfecto remedo del lenguaje arcaizante y del estilo caballerescos.
Ya el cura, en referencia a esta treta que Dorotea va a ser la primera en poner en práctica para lograr manejar al enajenado hidalgo, y visto su éxito, la comentará aprobatoriamente así, luego de elogiar el talento y discreción que Dorotea había desplegado en su magnífica representación del cuento: «¿No es cosa extraña ver con cuánta facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus libros?» (I, 30, 309). El ingenio de Dorotea en recrear tan verosímilmente fantasías similares de los libros de caballerías, a través del hábil manejo de su estilo y prosa, que tan deslumbrado deja al cura y al resto del cortejo, se nota ya desde el primer instante en que la fingida Micomicona, hincada de rodillas, le suplica a don Quijote en este tono literario que acceda a ayudarle:
«De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero! fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.» (I, 19, 294)
Don Quijote, después de oír hablar en un perfecto lenguaje caballeresco a una Dorotea cabalmente embutida en su papel de doncella menesterosa, para lo cual se ha presentado además ante él ataviada a la manera de las princesas de las novelas caballerescas y montada en un palafrén, que era el tipo de caballo usualmente montado por doncellas y dueñas en la literatura de caballerías, se traga el anzuelo, entra en el juego de la comedia, que para él naturalmente no es tal, sino algo serio y real, y accede a la petición de otorgarle el don. Y también se lo traga Sancho, tan simple y crédulo él como loco su amo, pues desde el primer momento ve en ello una fuente de beneficios, si su amo, luego de salvar el reino de Micomicón, acepta casarse con la princesa, que pasaría a ser reina.
De esta manera, con esta farsa cómica, parodia perfecta de los lances, personajes, estilo y lenguaje de los libros de caballerías, Dorotea es la primera en recurrir a un ficción caballeresca para engañar a don Quijote y en derrotarlo en su propio terreno. Gracias a esta artimaña Dorotea da el primer paso en la buena dirección para conseguir que regrese a su aldea. En la segunda parte del Quijote, Sansón Carrasco pondrá en juego la misma estrategia, aunque con un contenido diferente, para hacer volver definitivamente al hidalgo a su lugar: ahora no será la ficción de una princesa necesitada, sino la de un caballero andante, representado por el propio Sansón, como Dorotea también buen lector de los libros de caballerías, quien, imitando el lance de los duelos de armas, junto con el estilo y modo de hablar de los personajes de la literatura caballeresca, se propone derrotar a don Quijote en duelo e imponerle el castigo de que vuelva a su patria manchega.
Doña Rodríguez imita en serio la prosa caballeresca
Hemos visto que Sancho imita la prosa arcaizante por contagio de su amo, al que constantemente oye hablar según las maneras del lenguaje caballeresco; que Dorotea lo hace con la buena intención de contribuir a la cura del loco hidalgo. Otros la imitan, como los Duques y su servidumbre, para convertir tanto a éste como a su escudero en objeto de befa y risa. Pues bien, hay un curioso personaje, el de la dueña doña Rodríguez, criada de los Duques (pero tan simple y crédula como Sancho), que es la única de la servidumbre que no interviene en los espectáculos burlescos, pues está convencida, como Sancho, de que realmente don Quijote es un caballero andante. De ahí que cuando ella se dirige a don Quijote para pedirle un don, a la manera como lo hacían las dueñas menesterosas en los libros de caballerías, doña Rodríguez, irónicamente presentada por el narrador como segunda dueña Dolorida o Angustiada por comparación con la condesa Trifaldi, primera dueña Dolorida, no está fingiendo, como Dorotea, sino que se toma en serio el modo de hablar de los libros caballerescos. El efecto es de todos modos cómico y paródico, pero no por parte de doña Rodríguez, que habla en serio a don Quijote en calidad de auténtico caballero andante, sin por parte del autor, que sabiamente cruza su perspectiva irónica y burlona, con la perspectiva seria de su personaje, cruzamiento que utiliza también cuando son otros personajes, como sobre todo don Quijote, los que hablan tomándose en serio el universo de la literatura de caballerías. He aquí una buena muestra del tono sinceramente caballeresco de doña Rodríguez, cuya hija ha sido mancillada por el hijo de un rico labrador protegido de los Duques, en el instante de dirigirse al héroe manchego en petición de socorro:
«Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada hija, que es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido de volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y ahora ha llegado a mi noticia que os queredes partir de este castillo, en busca de las buenas venturas que Dios os depare; y, así, querría que antes que os escurriésedes por esos caminos desafiásedes a este rústico indómito y le hiciésedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le dio de ser su esposo antes y primero que yogase con ella: porque pensar que el duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por la ocasión que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada. Y con esto Nuestro Señor dé a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare.» (II, 52, 947)
Naturalmente, don Quijote acepta de inmediato tomar a su cargo la defensa del honor de la hija de doña Rodríguez. Pero lo que nos interesa resaltar es que no necesita disfrazarse y fingir, como Dorotea, para solicitar un don al que ella considera un héroe caballeresco y convencerle, pues ella misma no precisa de disfraz. Dorotea no es realmente una doncella menesterosa, y menos aún una princesa; en cambio, doña Rodríguez sí es una dueña menesterosa y además viuda, que viste como tal y cuya imitación de los modos de hablar caballerescos, sazonada de arcaísmos y de expresiones y vocablos típicos de los libros de caballerías, no es en ella artificio, como lo era en Dorotea, para conquistar la voluntad de don Quijote, sino algo que le sale de forma espontáneamente natural.
En suma, descontando las novelitas intercaladas, el análisis del estilo y lenguaje del Quijote nos revela que todo él ha sido pensado y diseñado como una novela cómica de carácter paródico o humorístico, de manera que la ridiculización incesante del estilo y lenguaje de los libros de caballerías es sólo un frente más, solidariamente unido a los otros ya examinados (la trama, los personajes y las aventuras), de una campaña general y sistemática en clave satírica de la literatura caballeresca, género literario que el autor desea que lleguemos a aborrecer. Otro frente más de esta campaña es la mofa del modelo de heroísmo literario que esa literatura nos ofrece y es lo que vamos a examinar en otra entrega.
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