La Modernidad fue la era de la razón; su máxima aspiración
era alcanzar el saber universal, aquel que no estuviera manchado por las
creencias y convenciones de unos seres humanos concretos, por el conocimiento
que se restringe a un espacio y tiempo específicos y que no puede ser
compartido por otras culturas: si algo es verdadero, debe serlo en cualquier
lugar y época, independientemente del contexto, y lo verdadero tiene la
cualidad de que es aceptado por todos sin posibilidad de duda, sin importar las
creencias particulares de cada cual.
La Modernidad quería, en definitiva, saber qué es la
realidad común a todos gracias a la cual se puede establecer una convivencia
pacífica, cuando no la ensucia el hombre con sus supersticiones que llevan al
dogma y el dogma que lleva a la muerte; de lograrlo, se podrían sentar las
bases para una concordia universal, pues toda la humanidad se regiría por los
mismos principios de verdad; no habría discusiones ni guerras ideológicas. No
habría más sangre derramada por la lucha entre los pueblos.
Stephan Toulmin defiende en su libro Cosmópolis que
esta defensa de la razón no es ninguna consecuencia de la evolución natural del
homo sapiens hacia estados superiores de conciencia. Es por eso que, en
cuestiones de convivencia, la cosa sigue tan mal.
Toulmin argumenta que la racionalidad fue la solución que
los humanos encontraron a unos problemas particulares de esa convivencia y que,
con todo, se antojan universales en su esencia, las guerras de religión:
La tesis heredada daba por
sentado que las condiciones políticas, económicas, sociales e intelectuales de
Europa occidental mejoraron radicalmente a partir de 1600, lo que alentó y
propició el desarrollo de nuevas instituciones políticas y métodos de
investigación más racionales. Pero esta suposición está cada vez más
cuestionada. […] Los años que van de 1605 a 1650, lejos de ser prósperos y
gratos, se ven ahora como los más ingratos, y hasta como los más frenéticos, de
toda la historia europea.
Es en esa época cuando la caza de brujas en Europa alcanza
la máxima cota del terror, y cuando el continente se da un festín con los
cuerpos sacrificados de cientos de miles de herejes y contra-herejes.
El siglo de la expansión, del auge de la libertad y germen
del laicismo intelectual había sido el anterior. El Renacimiento había hecho
del XVI un auténtico siglo de las luces, donde las ideas humanistas, con
epicentro en las prósperas ciudades del norte de Italia, recorrieron el
Continente saludando a sus contrarias con más o menos tolerancia.
…la recuperación de la
historia y la literatura antiguas contribuyó poderosamente a intensificar su
sensibilidad hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de
los asuntos humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes
no tenidas en cuenta, empezaron a ser ensalzadas como consecuencias
maravillosamente ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano. En
lugar de deplorar estos fallos, como podría hacer una casuística de la moral,
los lectores laicos se empeñaron en saber qué era lo que hacía que la conducta
humana resultara admirable o deplorable, noble o egoísta, ejemplar o ridícula.
Según pasaban los años, se contagiaron de esta actitud los
principados alemanes, la Francia de Montaigne y Rabelais e incluso la España
lírica y picaresca acompañada de mística abierta y plural, a pesar del orden
establecido y la fuerte represión que habría de comenzar con el Concilio de
Trento, a partir de la segunda mitad del siglo XVI.
Por primera vez, la
necesidad de cerrar filas y defender el catolicismo contra los herejes
protestantes sirvió de pretexto para sustraer doctrinas clave a cualquier
intento de replanteamiento, incluso por parte de los creyentes más leales y
convencidos. La distinción entre “doctrinas” y “dogmas” fue un invento del
Concilio de Trento, y el catolicismo de la Contrarreforma fue dogmático como no
lo había sido nunca el cristianismo anterior a la Reforma, incluido el mismo
Tomás de Aquino.
La excepción a esta norma, y refugio por tanto de la
cultura sin limitaciones, fue la Inglaterra construida en torno a la figura de
Isabel I, la “Reina de las hadas”. Como siempre, la prosperidad económica tuvo mucho que ver
en todo esto; pero, a finales de siglo, el sueño se desvaneció:
En 1600, el dominio político
de España tocaba a su fin, Francia estaba dividida en distintos bandos
religiosos e Inglaterra se abocaba a la guerra civil. En Europa Central, los
estados fragmentados de Alemania se estaban desgarrando recíprocamente […]. El
comercio internacional se vino abajo, el desempleo se generalizó y se creó así
una reserva de mercenarios listos para participar en la Guerra de los Treinta
Años; para colmo, todos estos infortunios se vieron agravados por un
empeoramiento internacional de las condiciones climáticas, alcanzándose niveles
inusualmente elevados de carbono en la atmósfera.
En una sociedad agrícola al 80%, la crisis climática derivó
hambruna; apenas se salvó Holanda de la penuria, convirtiéndose así en el
reducto de la cultura europea en espera de tiempos mejores.
Es en este ambiente cuando el método de Descartes encuentra
una acogida inmediata: un sistema de reglas lógicas que, seguido paso a paso,
ha de conducir al descubrimiento de la verdad, pues se ha evitado el error, es
decir, se ha eliminado la perspectiva de cada ser humano particular.
Pero Descartes no habría iniciado una corriente de
pensamiento a partir de la nada, sino en respuesta a la cultura de los años
previos, representada en la figura de Montaigne quien, como ya hiciera
Sócrates, estimaba que llegar a una certeza teórica sobre la realidad, compartida
así por todos, era imposible, y que tal intento no era más que el reflejo de la
presunción y la ilusión humanas.
El gambito de salida de la
filosofía moderna no coincide, así, con el racionalismo descontextualizado del Discurso
y las Meditaciones de Descartes, sino con la reformulación que hace Montaigne
del escepticismo clásico en su Apología, en la que tantas anticipaciones de
Wittgenstein encontramos. Es Montaigne, y no Descartes, quien juega, y sale,
con blancas. Los argumentos de Descartes son la respuesta de las negras a este
movimiento. En la Apología, Montaigne había dicho que “a menos que se encuentre
algo de lo que estemos completamente seguros, no podemos asegurar nada”. […]
Descartes, que jugaba con negras, contestó al gambito de Montaigne proponiéndose
como tarea descubrir lo “único” para lo que se necesita certeza. Y lo encontró
en el cogito.
En la década de 1580, los pensadores aún toleraban el
escepticismo, la ambigüedad y la incertidumbre; apenas cuatro décadas más
tarde, tal forma de ver la vida se consideró intolerable.
Para Montaigne, la
“experiencia (de la vida)” es la experiencia práctica que cada individuo humano
acumula al tratar con otros individuos iguales a él. Para Descartes, la
“experiencia (de la mente)” es la materia prima con la que cada individuo
construye un mapa cognitivo del mundo inteligible “en su cabeza”. […] En la
década de 1580, a Michel de Montaigne no se le ocurre decir que está “encerrado
en su cerebro”. La multiplicidad de personas en el mundo, con puntos de vista y
relatos vitales idiosincráticos, no era para él una amenaza. Cada cual
reconocía que el destino de cada individuo era, en última instancia, personal
[…] pero las personas aún se trataban unas a otras con una actitud de equidad,
como individuos autónomos.”
La situación de crisis que vivía Europa no permitía
tolerancia alguna. Toulmin apunta a un suceso muy concreto que sería el símbolo
de lo que estaba ocurriendo en Europa a principios del siglo XVII:
Se trata del asesinato del
rey Enrique IV de Francia, más conocido en inglés como Enrique de Navarra.
Sugerir que este acontecimiento causó el paso del humanismo a una manera de
pensar más rigurosa y dogmática sería una exageración. Nosotros nos contentamos
con verlo como un acontecimiento emblemático de unos cambios que estaban listos
para producirse, o que ya se habían incubado.
Enrique IV encarnó en su vida personal los problemas
fundamentales de su época, tanto políticos como religiosos: de educación
protestante, tuvo que reinar en una corte católica que rechazaba de pleno sus
intentos por establecer la concordia entre las diferentes confesiones.
Era una época en que las lealtades y deslealtades de los
súbditos de un reino estaban condicionadas por la religión del monarca, la
muerte de Enrique a manos de la Liga Católica, en 1610, hubo de tener un
mensaje claro en toda Europa: “Ha fracasado la política de la tolerancia
religiosa”.
El fracaso se manifestó en la Guerra de los Treinta Años;
desde 1618 a 1648, todo el continente se vio asolado por una lucha sin cuartel
que, por su duración y los territorios abarcados, fue el único estado de
existencia que conoció toda una generación.
Al contrario de lo que se suele decir, Descartes habría
sido muy sensible a los acontecimientos de su época; sus años de estudios habían
transcurrido, precisamente, en La Flèche, donde se custodiaba como reliquia el
corazón del rey navarro asesinado y se le rendía homenaje todos los años en un
ambiente de nostalgia y sentimiento de fracaso social.
Descartes no podía compartir
con Montaigne la tolerancia de la ambigüedad, la falta de claridad y certeza ni
la diversidad de opiniones humanas contrarias. Cuanto más degeneraba la
situación política en Francia y Europa más urgente parecía la necesidad de
encontrar una vía de salida a las contradicciones doctrinales que habían estado
en el origen de las guerras de religión.
La decadencia política y los conflictos religiosos que
habrían de desembocar en la gran guerra del siglo, el empeoramiento climático,
el comienzo de las grandes hambrunas y la consiguiente desestructuración del
tejido social e incluso familiar provocó, por un lado, una ola de milenarismo
que recorrió el continente llamando a prepararse para el fin de los tiempos;
por otro, obligó moralmente a los filósofos naturales a encontrar una base
sólida sobre la que pisar con firmeza y no dejarse arrastrar por el caos
imperante.
La disposición de los
humanistas para convivir con la incertidumbre, la ambigüedad y las diferencias
de opinión no había hecho nada —en opinión de tales personas— para impedir el
conflicto religioso; luego –inferían—había contribuido a causar aquel estado de
cosas degenerado. Si el escepticismo nos dejaba indefensos, se imponía con
urgencia la certeza. Tal vez no fuera obvio aquello sobre lo que se suponía que
la gente debía estar segura; pero la incertidumbre se había vuelto inaceptable.
Las disposiciones racionales se aparecían como una postura
neutral en medio de los conflictos históricos. Todas las áreas de pensamiento
se vieron, poco a poco, atraídas por la limpieza del método cartesiano e
hicieron de la Lógica –que había estado a la par con la Retórica y la
Dialéctica— su instrumento primero para distanciarse de cualquier bando y
tratar de acercarlos a todos a una tierra de nadie, desde el debate teológico a
la práctica política, que hasta entonces se había basado en el estudio de las
circunstancias concretas de un país o región y que fue derivando al moderno
concepto de Estado nación:
La restauración del diálogo
entre las naciones-estado de Europa era sólo un primer paso. El segundo era un
cuerpo de conocimientos que resultara convincente para los savants de los
diferentes países y religiones, y favoreciera una cosmovisión compartida.
La ética también comenzó a buscar principios universales y
abstractos aplicables a todo tiempo y lugar.
… a partir de la década de
1650, Henry More y los platónicos de Cambridge consiguieron que la ética
entrara a formar parte de la teoría abstracta general, divorciada de los
problemas concretos de la práctica moral; y, también desde entonces, los
filósofos modernos en su conjunto han venido sosteniendo que —al igual que el
Bien y la Libertad, o que el Espíritu y la Materia— lo Bueno y lo Justo se
deben conformar a unos principios atemporales y universales- […] En una
palabra, que los casos concretos dejaron paso a los principios generales.
Y, sin embargo, los conflictos humanos no desaparecieron.
El tiempo ha enseñado que la filosofía descontextualizada es una aberración que
no lleva a ninguna parte, y los estudios sociales sobre la actividad científica
han mostrado cómo la pretendida cosmovisión compartida por todo el mundo está
sujeta, al igual que cualquier actividad humana, a intereses temporales y
partidismos locales muy lejanos al ideal de ciencia objetiva. Hacer tabla rasa,
como pretendía Descartes, es imposible.
Según el planteamiento de Toulmin, los descubrimientos de
una época están envueltos por las necesidades y caprichos del momento, y exigen
por tanto tener en cuenta los aspectos humanos que los motivan, controlan y manipulan
para mostrar un perfil de la realidad que refleja el espíritu del siglo, no una
imagen universal sin intervención humana.
Con todo, el racionalismo se resiste a darse por vencido en
la búsqueda de principios universales, y se sigue buscando la sabiduría con
independencia de cualquier situación histórica concreta y ajena a toda
referencia contextual.
Es en esta divergencia de principios donde emerge otra gran
lucha de la era moderna, la de las dos culturas que señalara C. P. Snow en la
década de 1950, el conflicto entre ciencia y humanismo. Como señala Toulmin:
…podremos preguntarnos,
pues, si el mundo y la cultura modernos tuvieron en realidad dos orígenes
distintos en vez de uno solo, el primero de los cuales (la fase literaria o
humanista) habría precedido al segundo en un siglo aproximadamente. Si seguimos
esta sugerencia, […] descubriremos la segunda fase, es decir, la científica y
filosófica, a partir de 1630, una fase que lleva a muchos europeos a volver la
espalda a los temas dominantes de la primera fase […]. Después de 1600, el
centro de la atención intelectual pasó de la preocupación por el hombre de
finales del siglo XVI a una línea más rigurosa e, incluso, más dogmática.
Otra cosa es comprender por qué, cinco siglos después,
persiste el conflicto entre, como los define filósofo Jordi Pigem, una ciencia
sin letras y un humanmo sin ciencia; analfabeta (del griego an
alfabetos, “sin letras”) la primera; la segunda, necia (del latín ne
scire, “sin ciencia”).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por su comentario. En breve aparecerá publicado.