Pedía Rajoy un apoyo masivo en las urnas y los votantes le han dado una holgada mayoría absoluta. Si se suma el resultado de las elecciones municipales y autonómicas, ninguno de sus predecesores en La Moncloa ha acumulado tanto poder como el que va a tener después de su investidura. Aunque, paradójicamente, tampoco ninguno tuvo tan estrecho margen de maniobra. Decía Rajoy en campaña, tras el último vendaval de los mercados, que a los españoles no les gusta que les digan desde fuera lo que tienen que hacer. Pues bien, gran parte de su agenda inmediata ya viene trazada con el programa de consolidación fiscal exigido por Europa y que, salvo subidas de impuestos ya descartadas, no es sino un duro plan de ajuste.
La desesperante ambigüedad de Rajoy no le ha pasado factura en las urnas, seguramente porque el fracaso de Zapatero en su segunda legislatura inhabilitaba de antemano a los socialistas para conducir al país en esta segunda travesía de la gran depresión que padecemos desde 2009. Pero lo que ha sido una estrategia electoral de éxito no puede prolongarse un día más. Los ciudadanos, tanto los que le han votado como los que no, necesitan conocer a la máxima brevedad el plan de medidas urgentes que tan celosamente ha escondido. Tampoco los mercados, que vuelven a abrir mañana tras las turbulencias del viernes, van a dar ningún respiro al presidente electo.
Los electores le han dado votos suficientes votos para blindarle frente a las exigencias maximalistas que pueda plantear la extrema derecha que habita en el PP. Y también para formar el gobierno fuerte que decía necesitar. Esa fortaleza depende ahora exclusivamente del acierto de Rajoy en la elección de un Consejo de Ministros solvente, en el que debería despejar cuanto antes la incógnita de su responsable de Economía sin los rituales secretistas que acostumbran los presidentes. Habrá que ver también en qué quedan las promesas de convocar un gran acuerdo nacional —incluido el pacto por la sanidad pública, que Gallardón comprometió en el segundo debate— para gestionar la emergencia económica.
Cabe esperar que utilice la ronda de felicitaciones postelectorales para acordar citas con sus homólogos europeos, especialmente con la canciller Merkel, aun antes de que a comienzos de diciembre se reúna la conferencia del PPE, que tras la incorporación de Rajoy añadirá un sillón más a los 24 que ya ocupa en un Consejo Europeo de 27. La coincidencia ideológica debería servirle al menos para desarrollar una relación más fluida en esta UE de la que depende en gran medida la solución de la crisis y cuya desesperante lentitud y división interna agrava a menudo los problemas.
El partido socialista cosecha su peor resultado histórico, que ha venido alimentando desde hace dos años, cuando ya las encuestas empezaron a registrar una fuga masiva de votantes que las urnas han confirmado. El miedo a los recortes de Rajoy ha sido al fin un argumento que palidecía frente al lancinante guarismo de cinco millones de parados, a pesar de la meritoria campaña de Rubalcaba. Sería un despropósito que los socialistas se embarcaran en una noche de cuchillos largos que les impida realizar la tarea de oposición que les han encargado más de siete millones de votantes. Tienen tiempo para madurar los relevos que exige la magnitud de su derrota, empezando por la secretaría general del partido.
En el País Vasco el gran beneficiado del cese de la actividad terrorista de ETA ha sido Amaiur, que le disputa al PNV la hegemonía del electorado nacionalista. En este Parlamento de sólida mayoría conservadora, a la que sólo escapan Cataluña y el País Vasco, la dispersión de antiguos votantes socialistas ha alimentado también un crecimiento notable de IU y de otras formaciones minoritarias. Se configura así un Congreso de los Diputados donde convive una bancada mayoritaria del PP con una mayor diversidad y en el que los dos principales partidos no cuentan con votos suficientes para imponer una reforma constitucional sin referéndum, como ya hicieron en septiembre.
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