23 febrero 2015

23 de febrero de 1039: Muerte de Antonio Machado




José Machado, en su libro de memorias [José Machado: Últimas soledades del poeta Antonio Machado, Ediciones de la Torre, Madrid, 1999.] narra el último encuentro entre los tres hermanos:

A esta habitación venía nuestro hermano Manuel todos los domingos todos los domingos —el resto de la semana nos veíamos diariamente— a reunirse con Antonio y cambiar impresiones sobre sus trabajos. Y allí, apiñados alrededor de aquella mesa camilla, nos sentábamos los tres hermanos [...]. Y entre el humo de los cigarrillos y las inevitables tazas de café, tramaban los dos poetas los argumentos de sus comedias y yo les leía la copia de los actos ya hechos.
Así ocurrió hasta aquel domingo en que se dijeron adiós, sin sospechar siquiera que sería ya la última vez que se verían en la vida Manuel y Antonio.

En efecto, a mediados de julio de 1936, Manuel Machado viajó a Burgos con su mujer para visitar a una tía de ésta. Allí les sorprendió la guerra, en la llamada zona nacional, y allí permanecieron hasta el fin de la misma.

En la mañana del 18 de julio de 1936 suenan los primeros cañonazos en el Cuartel de la Montaña de Madrid. Es el comienzo de una lucha —aún no terminada—, ya que en España se realizó sólo el prólogo de la más sangrienta hecatombe conocida.

El poeta, separado de su hermano Manuel, sigue en Madrid con sus hermanos Francisco y José. Miguel Pérez Ferrero relata así los primeros momentos de la guerra en la casa de los Machado:

Antonio Machado, con toda la familia que con él habita, permanece en Madrid los primeros tiempos. Apenas si sale de casa. Puede decirse que no sale. Su pensamiento está, de seguro, con el hermano ausente, del que nada sabe, y en la incógnita que reservará cada minuto a transcurrir. A su domicilio le llevan papeles en blanco para llenarse con listas de firmas, al objeto de que él estampe, en cabeza, la suya valiosa. Son adhesiones al gobierno, a los partidos, a los grupos El poeta se siente cada vez más agobiado de mortal cansancio. Está enfermo.

La situación de la capital se agrava para quienes se proponen resistir al ejército que la sitia y, más que una ciudad sitiada, después de experimentar y aun seguir experimentando las sacudidas de la revolución, es puro frente de batalla.

Del 7 de noviembre de 1936 es el conocido serventesio:

¡Madrid, Madrid!, ¡qué bien tu nombre suena,
rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
tú sonríes con plomo en las entrañas.          [LXXXIX, en Poemas sueltos] 




“Madrid, baluarte de nuestra guerra de independencia”. Artículo de Antonio Machado en “Hora de España” (7-11-1937) en el que se recuerda el poema escrito justo un año antes [LXXXIX, en Poemas sueltos]. En él se puede leer:

“Madrid, el frívolo Madrid nos reservaba la sorpresa de revelarnos, a tono con las circunstancias más trágicas de la vida española, toda  la castiza grandeza de su pueblo. En los rostros madrileños, durante unos días de seriedad, vimos a España entera en su mejor retrato. Madrid, frunciendo el ceño oportunamente, había eliminado al señorito y ya podía sonreír otra vez.
El Enemigo —los traidores de dentro y los invasores de fuera— se iba poco a poco aproximando a Madrid. La aviación enemiga multiplicaba sus asesinatos monstruosos [...] No entraron. No podían entrar.”

“En noviembre, el peligro inminente que se cierne sobre la invicta capital alcanza las más terribles proporciones.
Entonces, amigos muy queridos y admirados por él —los dos poetas, León Felipe y Rafael Alberti— llaman a su puerta para tratar de convencerle cariñosamente de que debe alejarse de Madrid.

En un principio se niega terminantemente a dejar a [sic] su querida ciudad; pero lo que le decide a partir es el imperativo moral —ya sabéis que su bondad era tan grande como su inteligencia— de poner a salvo a su anciana madre, a sus hermanos y a las niñas que hay en la casa, sus sobrinas, a las que quiere como un padre.” 

Rafael Alberti evocaba en 1945 con estas palabras la salida de Antonio Machado de Madrid:

A la Alianza de Intelectuales se le encomendó, entre otras, la visita a Antonio Machado para comunicarle la invitación. Y una mañana bombardeada de otoño, el poeta León Felipe y yo nos presentamos en su casa.
Salió Antonio Machado, grande y lento, y tras él, como la sombra fina de una rama, salió su madre [...] Machado nos escuchó, concentrado y triste [...] Se resistía a marchar. Hubo que hacerle una segunda visita. Y ésta con apremio. Se luchaba ya en las calles de Madrid y no queríamos —pues todo podía esperarse de ellos— exponerlo a la misma suerte de Federico [García Lorca].
Después de insistirle, aceptó [...]
Y llegó la noche del adiós, la última noche de Machado en Madrid. ¡Noche inolvidable en aquella casa de soldados! Se encontraba allí lo más alto de las ciencias, las letras y las artes españolas [...]. Afuera, el corazón de España latía a oscuras, con su alto cielo de otoño interrumpido ya de resplandores de los primeros cañonazos.[...] Y mientras, en aquel saloncillo del 5º Regimiento, en medio del silencio que dejaba de vez en cuando el feroz duelo de artillería, un hombre extraordinario, aún más viejo de lo que era y erguido hasta donde su vencimiento físico se lo permitía, con sencillas palabras de temblor, agradecía, en nombre de todos, a aquellos nobles soldados, que así preciaban la vida de sus intelectuales, repitiendo razones de fe, de confianza en el pueblo de España [...] Poco más tarde, desde su huertecillo de Valencia, escribía el poeta, insistiendo una vez más en su creencia ciega en el pueblo de España:
 “En  España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre”

La revista “Hora de España”, editada en Madrid desde enero de 1937 y que llegó a ser la más importante publicación literaria periódica de aquellos años, adoptó desde su primer número [derecha] la costumbre de ceder el primer lugar en cada uno de ellos a Antonio Machado. Fue allí donde se recogieron las últimas reflexiones de Juan de Mairena bajo la forma “Lo que hubiera dicho Juan de Mairena”, ya que desde su primera aparición constaba en su “biografía” que había muerto en 1909.

En la capital valenciana sólo permanecieron unos días. El estado de salud de Antonio Machado era preocupante. Gracias a unos amigos, pudieron instalarse en Rocafort, cerca de Valencia, en una casa con jardín.

Unos meses después de la muerte de Federico García Lorca, que inspira el poema El crimen fue en Granada [LXXXIV, en Poemas sueltos], otra muerte, la de su “queridísimo maestro” don Miguel de Unamuno, el 31 de diciembre de 1936, le hace escribir:

Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizá contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca ni lo creeré jamás.
Su estado físico se va desmoronando. A mediados de 1937 escribe a David Vidgodsky:
En efecto, soy viejo y enfermo, aunque usted por su mucha bondad no quiera creerlo: viejo porque paso de los sesenta, que son muchos años para un español; enfermo, porque las vísceras más importantes de mi organismo se han puesto de acuerdo para no cumplir exactamente su función. Pienso, sin embargo, que hay algo en mí todavía poco solidario de mi ruina fisiológica, y que parece implicar salud y juventud de espíritu, si no es ello también otro signo de senilidad, de regreso a la feliz creencia en la dualidad de sustancias.
De todos modos, mi querido Vigodsky, me tiene usted del lado de la España joven y sana, de todo corazón al lado del pueblo, de todo corazón también enfrente de esas fuerzas negras —¡y tan negras!— a que usted alude en su carta.
En este tiempo, la obra poética de Antonio Machado alcanza sólo la escasa cantidad de veinte poemas. Sin embargo, son suficientes para comprobar en la mayoría de ellos un resurgimiento de la inspiración.


La revista “Ayuda” publicó la elegía a Federico García Lorca, de Antonio Machado, el 17 de octubre de 1936. Dibujo de José Machado.

El poema escrito con motivo del asesinato de García Lorca ocupa un lugar destacado. Está dividido en tres partes. La primera es la narración del crimen, con ritmo y tonalidades de romance popular. La escena está descrita de un modo épico, subrayado por el apóstrofe final:

[...] Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—
Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.   [...]

En la segunda parte, el poeta establece un diálogo con la muerte, mientras suenan insistentemente los yunques de las fraguas[15]. Este diálogo no es sino la reanudación del que está presente a lo largo de toda la obra del poeta granadino:

“Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!”
La tercera y última parte es un piadoso ruego a los lectores:
  Se le vio caminar
                                 Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!          
El crimen fue en Granada  [LXXXIV , en Poemas sueltos]  
Algunos poemas vuelven al tema del recuerdo: de Soria [LXXIV, en Poemas sueltos], de la Sevilla de la infancia [LXXVIII, en Poemas sueltos]. Otros se refieren directamente a la guerra como el dedicado A Líster, jefe de los ejércitos del Ebro [LXXXI, en Poemas sueltos], o el que pide el mayor castigo para Franco: Al otro conde don Julián [LXXX, en Poemas sueltos].

Pero, sin duda, el más impresionante y de mayor calidad poética es el titulado La muerte del niño herido [LXXVI, en Poemas sueltos], publicado en 1938, en el que las imágenes alucinadas que grita el niño en su delirio febril, las interrogaciones intensamente doloridas de la madre, el “moscardón” de un invisible avión entre la luz blanca de la luna y la oscuridad de la ciudad apagada en la noche se funden en un cuadro trágico que termina en la reiteración de la frialdad de la mano del hijo muerto:


   Otra vez es la noche Es el martillo
de la fiebre en las sienes bien vendadas
del niño. —Madre, ¡el pájaro amarillo!
¡Las mariposas negras y moradas!

   —Duerme, hijo mío. Y la manita oprime
la madre, junto al lecho. —¡Oh flor de fuego!
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, dime?
Hay en la pobre alcoba olor de espliego;

   fuera la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.

   —¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía?
El cristal del balcón repiquetea.
—¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría!     
          
La muerte del niño herido [LXXVI , en Poemas sueltos]

Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas, el 1 de mayo de 1937.
           
En abril de 1938 lo trasladan, junto a su madre, su hermano José y la familia de éste, a Barcelona. Allí, en la “Torre Castañar”, muy enfermo ya, pero rodeado de la cariñosa atención de amigos como Tomás Navarro Tomás, siguió trabajando para “Hora de España” y “La Vanguardia”. El invierno es  especialmente crudo; apenas hay alimentos. Barcelona está a punto de caer, y el 22 de enero de 1939 son evacuados de la ciudad. Viajan hacia Gerona en un coche que ha puesto a su disposición el doctor Puche, amigo y médico que ha estado tratando al poeta. El 26 de enero cae Barcelona; el 27, llegan a una casa cerca de Figueras, donde se les une un grupo en el que figuran diversas personalidades del mundo universitario y escritores como Corpus  Barga. 

Al día siguiente, son trasladados hacia Francia en unas ambulancias, pero los chóferes deben dejarlos a mitad del camino. El tramo final hacia la frontera hubieron de hacerlo a pie ese mismo día, bajo la lluvia. Antonio Machado perdió la maleta en la que iban sus únicas pertenencias y, sin duda ninguna, sus últimos escritos —había trabajado mucho en los últimos tiempos, a pesar de la enfermedad, para atender las numerosas solicitudes de colaboración que se le hacían—. Corpus Barga hubo de llevar en sus brazos a la madre de Machado durante gran parte del trayecto. Tras pasar la frontera el 28 de enero, pasaron la primera noche en un vagón vacío de ferrocarril. El día 29, el “Comité d’accueil aux intellectuels espagnols”, algunas autoridades francesas y miembros del gobierno republicano que se hallaban en Perpiñán se ocuparon de ellos. Les ofrecieron ir a París, pero Antonio Machado declinó ante el penoso estado en que se encontraban tanto él como su madre. Por fin, se les pudo alojar en un pequeño hotel del pueblecito pesquero de Collioure.

 El 9 de febrero escribe su última carta, al poeta José Bergamín, en la que agradece la ayuda que le brinda: “bien para continuar aquí en las condiciones actuales, bien para trasladarme a alguna localidad no lejana donde poder vivir en un pisito amueblado en las condiciones más modestas”, y expresa su deseo de “resistir en Francia hasta encontrar recursos para vivir en ella de mi trabajo o trasladarme a la U.R.S.S.”.

Aquellos fueron sus últimos días:

Realmente —cuenta su hermano José [18]— venía herido de muerte del fatal éxodo, que los demás logramos sobrellevar a duras penas[...].En sus últimos días dos veces salió a ver conmigo el mar que tanto anhelaba. La última, sentados en una barca de la playa, me dijo: ¡Quién pudiera quedarse aquí, en la casita de algún pescador, y ver desde una ventana el mar, ya sin más preocupaciones que trabajar en el arte!

Al día siguiente, sábado, empezó a sentir una gran angustia del corazón. Al llegar el miércoles de ceniza, cinco días después, amaneció mortal. A las cuatro de la tarde de este día murió.
Su cabeza se mantuvo firme hasta pocas horas antes de su fin, que perdido ya el conocimiento se nos fue para siempre.
Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de Collioure. Su féretro, cubierto con la bandera republicana, fue llevado a hombros por seis soldados de la República.


Entierro de Antonio Machado Ruiz
Poeta y, sobre todo, hombre entre los hombres.


Su madre, Ana Ruiz, murió el día 24, tras enterarse de la muerte de su hijo, en uno de esos extraños momentos de lucidez que a veces preceden a la agonía.     
                  
Algunos días después, José Machado encontró en un bolsillo del gabán de su hermano un arrugado trozo de papel. En él había escrito el poeta tres anotaciones con un lápiz que le había pedido días antes.

La primera, del monólogo de Hamlet: “Ser o no ser”. La segunda, un solo verso:

   Estos días azules y este sol de la infancia.   [XCII , en Poemas sueltos]

La tercera, una de las Otras canciones a Guiomar, con una ligera variante:

   Y te daré mi canción:“Se canta lo que se pierde”,con un papagayo verdeque la diga en tu balcón.

Las angustias del tiempo y la muerte, el recuerdo de la infancia, el amor que se vive y se pierde, la canción del poeta.





NOTAS:

[1] José Machado: Últimas soledades del poeta Antonio Machado, Ediciones de la Torre, Madrid, 1999. (Estas líneas se escriben en 1940)

[2] Miguel Pérez Ferrero: Vida de Antonio Machado y Manuel, Ed. Espasa-Calpe, col. “Austral, nº 1.135, Madrid, 1973.

 

19 febrero 2015

Dulcinea, ideal amoroso del Caballero de la Voluntad


Dulcinea es un personaje complejo, cuyo análisis puede ser abordado —así lo ha hecho la crítica— desde muy diversas perspectivas: se puede analizar su figura como componente de la materia amorosa, que forma junto con la materia caballeresca y la literaria los tres grandes núcleos temáticos del Quijote; se puede estudiar su función estructural (Dulcinea al servicio de la narración: pienso especialmente en todo lo relacionado con su encantamiento y su desencantamiento en la Segunda Parte); se puede poner en relación con el estatus de la locura de don Quijote y la evolución de su carácter en las dos Partes, y con la problemática relación que se establece en la novela entre realidad y ficción, o entre apariencia y realidad; en este sentido, Dulcinea es también un factor determinante en la relación entre el caballero y su escudero Sancho Panza; la dualidad Dulcinea-Aldonza brinda abundantes momentos para la comicidad y la parodia, en pasajes que permiten la conformación de un mundo carnavalesco; se puede abordar el estudio de Dulcinea desde el psicoanálisis y la sexualidad,  etc.

Además, debemos partir del hecho fundamental de que Dulcinea es un personaje que no existe, que es la creación de una creación: Dulcinea es una invención de don Quijote de la Mancha, que a su vez es una invención de Alonso Quijano (que, a su vez, es una invención de Cervantes). Incluso podríamos cuestionarnos si Dulcinea es invención de don Quijote o de Alonso Quijano, cuestión no tan fácil de dilucidar ni tan baladí como a primera vista pudiera parecer. En suma, estamos ante un personaje complejo, referido, que no interviene nunca en la novela, pero que alcanza una presencia muy destacada, al que Cervantes quiso dar un tratamiento artístico relevante. Así, Riquer ha subrayado el “sutil arte con que Cervantes trata a este personaje femenino, que jamás asoma a las páginas del Quijote”.

Otra idea preliminar que conviene avanzar es que las interpretaciones de Dulcinea corren parejas con las dos grandes interpretaciones del Quijote: la interpretación seria, que lo considera un libro con valores profundos y trascendentes; y la interpretación cómica, que entiende la novela cervantina exclusivamente como un libro de entretenimiento, como una obra paródica “provocante a risa”. Si nos situamos en la perspectiva trascendente, Dulcinea puede convertirse en el más trascendente de los símbolos. Si, por el contrario, nos ceñimos a la risa, Dulcinea quedará reducida a una grotesca parodia de un modelo amoroso.

Resulta imposible abordar en breve espacio todos los aspectos relacionados con este complejo personaje; por ello, en las páginas que siguen me limitaré a analizar someramente los principales pasajes en los que se ofrece la caracterización de Dulcinea: su “invención”, algunos de sus retratos, su función amorosa, la confrontación con Aldonza Lorenzo, etcétera.

La invención de Dulcinea

Dulcinea es, antes que nada, una necesidad para que Alonso Quijano pueda convertirse en don Quijote, es uno de los elementos que el hidalgo necesita para ser caballero andante. Como es sabido, esa transformación de Alonso Quijano en don Quijote de la Mancha se opera en el capítulo I, 1, y para ello necesita: 1) unas armas y una armadura (las roñosas de sus bisabuelos, la celada fabricada de cartón…); 2) un caballo (el estropeado matalote de su cuadra, que pasa de rocín a Rocinante); 3) un nombre propio sonoro y caballeresco (don Quijote de la Mancha); y 4) una dama amada, una “señora de sus pensamientos”: esta va a ser Dulcinea del Toboso. Recordemos el pasaje en cuestión:

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma (p. 43).

Esta idea se reitera en diversas ocasiones. En I, 13, Vivaldo comenta a don Quijote que no todos los caballeros son enamorados, a lo que el manchego replica:

—Eso no puede ser […]: digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón (p. 140).

En II, 32 explica al grave eclesiástico que es capellán de los Duques:

… yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes (p. 890).

En ese mismo capítulo, cuando confiese a los Duques que no puede describir a Dulcinea por culpa de los encantadores que le persiguen, empleará unas palabras parecidas:

… porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira y el sol con que se alumbra y el sustento con que se mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien se cause (pp. 896-97).

Pero volvamos al capítulo I, 1. Don Quijote imagina que vence al gigante Caraculiambro y que lo manda a ponerse a los pies de su “dulce señora”, y añade a continuación el narrador:

¡Oh, y cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama. Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla “Dulcinea del Toboso” porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto (p. 44).

Nótese que el narrador emplea el sintagma “nuestro buen caballero” para referirse a su personaje, lo que parece indicar que quien da nombre a la dama no es ya Alonso Quijano, sino don Quijote de la Mancha. Siguiendo el esquema idealizador de la realidad conocida, la rústica Aldonza Lorenzo pasa a ser la princesa Dulcinea del Toboso en la fantasía de don Quijote. Aquí se hacen precisas algunas consideraciones acerca de estos dos nombres. En Aldonza Lorenzo, tanto el nombre como el apellido presentan connotaciones rústicas y groseras. Así, existían refranes como “Aldonza, con perdón”, “A falta de moza, buena es Aldonza” o “Moza por moza, buena es Aldonza”. La protagonista de La lozana andaluza, una prostituta, se llama así, y se cambia el nombre por el anagrama Lozana. Aldonza es también la madre del buscón Pablos… De Aldonza, nombre que connota rusticidad, baja condición social y quizá un comportamiento sexual libre, se pasa a Dulcinea, nombre de raigambre pastoril, más que caballeresca, que evoca fonéticamente ‘dulce, dulzura’. Se suele recordar, desde Menéndez Pelayo, que en Los diez libros de Fortuna de Amor de Antonio de Lofrasso (obra que, por cierto, estaba en la biblioteca de don Quijote) aparece un pastor llamado Dulcineo y una pastora Dulcina. Lapesa supone que el nombre Dulcinea es derivado de Dulce, con el añadido de una terminación que calca la de prestigiosos modelos literarios como Claricl-ea, Melib-ea, Galat-ea, Feb-ea

Como sucede en otras ocasiones, el poder mágico de la palabra sirve para transmutar la realidad más fea, vulgar o prosaica. Con la palabra, don Quijote crea una nueva realidad, antes inexistente, que es Dulcinea. En efecto, don Quijote, antes de pelear con las armas, se bate con las palabras, es poeta antes que caballero. Ahora bien, ese poético nombre de Dulcinea no parece encajar del todo bien con la apostilla del Toboso, topónimo que está indicando una procedencia villanesca . Así pues, ya en el nombre Dulcinea + del Toboso apunta el carácter dual, mezcla de idealidad y prosaísmo, que va a caracterizar a la amada de don Quijote. Sobre Dulcinea se va a proyectar continuamente la sombra de Aldonza (en la Primera Parte) o de la tosca labradora del Toboso que sirve de base para el sanchopancesco encantamiento (en la segunda, en la que desaparece Aldonza). Tendremos ocasión de volver más adelante sobre esa dicotomía Dulcinea-Aldonza o Dulcinea-labradora del Toboso. Baste por ahora con recordar la nota harto desmitificadora que se introduce en I, 9, a propósito del hallazgo de los manuscritos en el alcaná de Toledo, cuando el morisco aljamiado que los traducirá se ríe de algo que ha leído en ellos:

—Está, como he dicho, aquí en el margen escrito: “Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha” (p. 108).

La caracterización de Dulcinea

Ya hemos examinado el “nacimiento” de Dulcinea en la mente de don Quijote. Pero son muchos más los pasajes en los que se trata de su hermosura, virtud y linaje, y del servicio amoroso que le rinde su casto, firme y leal enamorado. A continuación repasaré los principales hitos textuales en los que se habla sobre su existencia y entidad y en los que se declara su función como ideal amoroso del caballero.

El encuentro con los mercaderes toledanos (I, 4)

En una de sus primeras aventuras, don Quijote pide a unos mercaderes que confiesen que Dulcinea es la más bella mujer del mundo:—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.

 —Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla, que, si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida. —Si os la mostrara —replicó don Quijote—, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia (p. 68).

Todavía un mercader insiste para que les muestre algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se sacará el ovillo y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte, que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

—No le mana, canalla infame —respondió don Quijote encendido en cólera—, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora (p. 69).

Este pasaje es significativo en la “construcción” de la amada del caballero: los mercaderes, pegados a la materialidad de las cosas, como no conocen a Dulcinea, piden a don Quijote que se la muestre, mientras que éste, que es en este momento inicial un caballero andante pletórico de voluntad, no necesita ninguna prueba tangible de su belleza.

La conversación con Vivaldo (I, 13)


Vivaldo reprocha a don Quijote que los caballeros andantes se encomienden a sus damas, no a Dios, antes de emprender sus aventuras; es más, para ellos sus damas son su Dios, lo que huele a gentilidad; además opina que no todos los caballeros son enamorados, aserto negado por don Quijote. Vivaldo le pide entonces que les diga “el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama” (p. 141). Don Quijote, tras dar un gran suspiro, declara:

— … su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas (pp. 141-42).

Para algunos críticos, esta descriptio no es más que una “banal serie de tópicos petrarquistas rutinarios” que desrealiza a Dulcinea: no se da una individualización, sino que su retrato se construye con elementos de las fuentes literarias. Pero a la belleza hay otros datos que añadir, y Vivaldo le sigue inquiriendo sobre “el linaje, prosapia y alcurnia”; don Quijote dice que “es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos” (p. 142). Todos los circunstantes le escuchan con atención, pero Sancho se extraña particularmente en lo tocante al linaje:

… y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a su noticia, aunque vivía muy cerca del Toboso (p. 143).

La penitencia amorosa en Sierra Morena y la embajada al Toboso (I, 25-31)

Un segmento narrativo esencial para la consideración de Dulcinea es el que ocupa los capítulos I, 25-31, que incluye la penitencia amorosa de don Quijote en Sierra Morena, la carta de amor a Dulcinea y la embajada de Sancho al Toboso, a lo que debemos añadir la contraposición Dulcinea / Micomicona. Don Quijote decide hacer penitencia en Sierra Morena, a imitación de la que hiciera en la Peña Pobre Amadís, que “fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos” (p. 275). Además don Quijote expresa su deseo de que su escudero vaya en embajada al Toboso, y Sancho, feliz con la promesa de tres pollinos, afirma que le dirá tales cosas a Dulcinea, que la pondrá “más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque” (p. 282). En este punto alude don Quijote a la naturaleza platónica de su amor:

— … y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que sus padres, Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales, la han criado (pp. 282-83).

La sorpresa de Sancho al enterarse de quién es Dulcinea es mayúscula: “—¡Ta, ta! —dijo Sancho— ¿Qué la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?” (p. 283). Don Quijote se lo confirma, y añade que ella “es la que merece ser señora de todo el universo” (p. 283). A continuación el labrador describe a la campesina con unos rasgos hombrunos, y el contraste con la visión idealizada es tal, que nos hallamos ante uno de los pasajes más hilarantes de la novela:

—Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzado zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire (p. 283).

Las palabras de Sancho están plagadas de alusiones de doble sentido (“qué rejo tiene”, “no es nada melindrosa”, “tiene mucho de cortesana”, “con todos se burla”…) que sugieren el comportamiento poco recatado de la labradora, en el extremo contrario de la delicada honestidad de Dulcinea. Así pues, Dulcinea se nos aparece aquí con su revés burlesco, Aldonza, formando un compuesto de perfección ideal y de carnal terrenalidad. Hay, al menos, estas dos Dulcineas, la Dulcinea idealizada por don Quijote que vuela por las altas regiones del espíritu y la Dulcinea sanchificada que se mantiene siempre demasiado a ras de tierra.

Seguidamente, don Quijote confiesa que su dama es una creación de su espíritu, como las amadas de los poetas (“las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Fílidas y otras tales”, p. 285), quienes las fingen para dar materia a sus versos “y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo” (p. 285). Y después expresa una de sus confesiones amorosas más notables:

—Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar, más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa, ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad (p. 285).

Don Quijote, que vive ahora un nuevo momento pletórico de fuerza, que sigue siendo el Caballero de la Voluntad, concibe idealmente a Dulcinea y logra sublimar la tosca realidad con la fuerza de su imaginación (“yo imagino que todo lo que digo es así”, “píntola en mi imaginación como la deseo”). En este sentido, su creación no es la de un loco, sino la de un artista creador: don Quijote es poeta, y Dulcinea, su más bello poema de amor. Viene después la hermosa epístola que el caballero escribe a su dama en este momento de exaltación amorosa:

CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura (pp. 286-87).

Pedro Salinas la ha calificado como “la mejor carta de amores de la literatura española”, y ha explicado que este texto supone una comunicación entre el yo creador de don Quijote y su creatura Dulcinea, la mujer ideal. La carta destaca por el artificio con que está construida, utilizando la fabla arcaizante de los libros de caballerías; sin embargo, pese a su sabor libresco, es también una carta teñida de sublimidad y sentimiento.

En este mismo bloque narrativo se inserta también la historia de Dorotea-Micomicona. Para sacar a don Quijote de la sierra, Dorotea representa el papel de doncella menesterosa que iban a hacer el cura y el barbero (cfr. I, 29), convirtiéndose en la princesa Micomicona. Don Quijote concede el don que le pide Micomicona, con tal de que no vaya en contra de “aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave” (p. 338). Apoderado por su fantasía caballeresca, va a plantearse la posibilidad de casar con Micomicona, pero pronto recuerda la fidelidad debida a su dama y rechaza de plano tal proyecto. Sancho, muy molesto porque sin tal casamiento se esfuma el sueño de su ansiado condado, tiene la osadía de afirmar categóricamente que Dulcinea no es tan hermosa como Micomicona. Por supuesto, don Quijote no puede sufrir tales blasfemias contra su señora y le da dos tremendos palos con su lanzón. Entonces nuestro voluntarioso caballero confiesa que es “la sin par Dulcinea” quien infunde valor a su brazo. Él da por hecha la victoria sobre el gigante enemigo de Micomicona, y afirma rotundo que quien ha ganado el reino ha sido “el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de mis hazañas” (p. 353). Y añade una de las más hermosas frases del Quijote referidas a su ideal amoroso: “—Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser” (p. 353). No es tanto que la caballería lleve como anexo necesario el amor a una dama: es más bien que el amor a la dama supone el aliento vital para la caballería.

Reconciliados amo y escudero merced a la mediación de Dorotea-Micomicona (que se refiere a Dulcinea como “aquesa señora Tobosa”, p. 354), pasamos a otro importante momento narrativo dentro de este bloque: el relato por parte de Sancho de la supuesta embajada al Toboso, que salta al capítulo I, 31. Se trata de un pasaje eminentemente cómico, donde de nuevo se contraponen las dos Dulcineas, la de don Quijote y la de Sancho: uno la imagina ensartando perlas o bordando alguna empresa con oro de cañutillo, el otro dice que estaba ahechando dos anegas de trigo; uno la quiere con “olor sabeo”, el otro afirma que al acercarse a ella sintió “un olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa” (p. 359); uno piensa que habrá recompensado al mensajero con alguna joya, y el otro señala que le dio un pedazo de pan y queso, etc. De esta forma, con tan notables contrastes, el diálogo oscila entre lo sublime y lo cómico. Importa destacar que Sancho crea aquí a otra Dulcinea distinta, porque todo lo que dice es una invención fruto de su imaginación (no ha estado en El Toboso, aunque así habría podido ser el encuentro con Aldonza Lorenzo, de haberse producido en realidad).

La visita al Toboso y el encantamiento de Dulcinea (II, 10)



Don Quijote y Sancho con las tres aldeanas

Al comienzo de la Segunda Parte, don Quijote decide acudir al Toboso a despedirse de Dulcinea y pedir su bendición antes de emprender nuevas aventuras. Tras varios capítulos de preparación de esta tercera salida, amo y escudero se ponen en camino. Sancho, preocupado porque tiene que encontrar a una princesa que no existe, discurre una solución: afirmará que una labradora es Dulcinea, y porfiará en ello (aunque don Quijote sólo vea ahora la tosca realidad de la aldeana):

—Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa nuestra ama vestida y adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver (pp. 704-705).

Parece que Sancho hubiera leído a Garcilaso… No lo ha leído, pero ha acompañado y escuchado a don Quijote, y ahora el escudero es capaz de pintar a Dulcinea como lo haría el caballero. Sigue un pasaje muy cómico, con la extrañeza de las atónitas labradoras, que piensan que las están embromando, y su acelerada huida. El propio don Quijote es quien apunta la explicación del encantamiento:

—Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se entiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. […] Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron esos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegue a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma (p. 709).

Don Quijote cree que es él, y no Dulcinea, quien está encantado, y se siente el más desdichado de los hombres porque no puede ver la espléndida belleza que Sancho ha visto. Y el socarrón escudero, que ahora tiene poder sobre su amo (lo ha engañado una vez y lo podrá engañar siempre que quiera), ha de disimular su risa…

La visión de Dulcinea encantada en la cueva de Montesinos (II, 23)


En II, 23 don Quijote relata la visión de Dulcinea encantada que ha tenido en la cueva de Montesinos, agónica aventura que constituye un punto climático de la Segunda Parte. Lo más notable es que don Quijote ve ahora a Dulcinea, por segunda vez, pero no como “alta y soberana señora”, sino como la halló a la salida del Toboso: en figura de rústica aldeana. A través de una de sus doncellas, Dulcinea le pide, no una prenda de amor, sino dinero, seis reales, y don Quijote tan sólo puede darle cuatro. El ideal amoroso queda rebajado con esta petición pecuniaria. Se produce, además, una gran caída de la voluntad del caballero, que desde aquí se despide de la certeza, de su caminar seguro: a partir de ahora todo será duda, todo inseguridad, y constantemente se mostrará preocupado por averiguar la verdadera naturaleza de lo visto y vivido en la cueva (de ahí sus preguntas al mono adivino de maese Pedro y a la cabeza encantada de don Antonio Moreno).

La conversación con los Duques (II, 32)


La Duquesa, con palabras que recuerdan la petición de Vivaldo en la Primera Parte, quiere que don Quijote les describa “la hermosura y facciones de la señora Dulcinea del Toboso”, pero el caballero no puede ahora hacer su retrato:

—Porque habrán de saber vuestras grandezas que yendo los días pasados a besarle las manos y a recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida, hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de sayago (p. 896).

La Duquesa le aprieta diciendo que de la historia publicada se colige que nunca él ha visto a Dulcinea, “y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso” (p. 897). A lo que responde don Quijote:

—En eso hay mucho que decir […]. Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas (p. 897).
El Duque insiste en lo del linaje, argumentando que aunque exista y sea hermosa, en linaje no alcanzará a otras damas, a lo que el caballero replica que “Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre” (p. 898). Y explica que los culpables de todo son los encantadores que le persiguen, los cuales se vengan de él en las cosas que más ama, “y quieren quitarme la vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo vivo” (p. 899). Para Allen, hay una diferencia entre esta respuesta dada a los Duques y la que dio a Vivaldo: ahora predomina el carácter de Dulcinea sobre la descripción física y don Quijote se esfuerza en recalcar su virtud.

En la consideración del personaje de Dulcinea entran muchos más aspectos que ahora no puedo detenerme a analizar. Por ejemplo, todos los motivos caballerescos relacionados con la amada y el amor: el desdén y la ausencia de la “bella ingrata enemiga”, que lleva incluso a don Quijote a escribir poemas de amor; el encomendarse a la dama antes de acometer las aventuras; el envío de los vencidos; los imaginados ofrecimientos amorosos de otras damas rechazados por el caballero (en la fantasía de don Quijote, la hija del ventero, Maritornes, la dueña doña Rodríguez, Altisidora y las damas del sarao barcelonés se convierten en “rivales” de Dulcinea). Por supuesto, deberíamos considerar también todo lo relacionado con el desencanto de Dulcinea (motivo que recorre prácticamente toda la Segunda Parte, desde II, 10 hasta el último capítulo), con las profecías y los agüeros a ello relativos, sin olvidar tampoco las distintas interpretaciones simbólicas de Dulcinea o las numerosas recreaciones que del personaje se han hecho. Es imposible hacerlo en este momento. Me limitaré a recordar el bello pasaje en el que don Quijote, una vez vencido por el Caballero de la Blanca Luna, y pese a tener su lanza apuntándole a los ojos, no renuncia a su ideal amoroso, sino que dignísimamente se reafirma en él:

—Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra (p. 1160).

 Conclusión


Como se ha tratado de mostrar, Dulcinea reviste una gran complejidad. Como personaje novelesco, propiamente hablando no existe: es tan sólo un personaje referido en las palabras de otros personajes; y, sin embargo, su presencia alcanza una importancia verdaderamente notable en la novela. Dulcinea es, en primer lugar, una función, un mero pretexto, un elemento más para que el hidalgo Alonso Quijano se transforme en el caballero andante don Quijote de la Mancha. A partir de ahí, su caracterización sirve al tratamiento del tema amoroso, pues ella es el espíritu, el aliento vital, el motor que pone en marcha al caballero a la hora de acometer sus aventuras. En este sentido, Dulcinea responde al patrón de la dama del amor cortés (la “bella ingrata”, la “amada enemiga” lejana y desdeñosa, etc.), ya interpretemos ese amor en un sentido serio y trascendente, ya en clave paródica y carnavalesca (Dulcinea vs. Aldonza). Por otro lado, en la Segunda Parte, el motivo del encantamiento y desencantamiento de Dulcinea supone un impulso narrativo fundamental que adquiere un enorme desarrollo.

Dulcinea, como otras instancias de la novela, se ve afectada por el perspectivismo cervantino: Dulcinea es Dulcinea y, a la vez, su envés ridículo: la Dulcinea quijotesca (hermosa, honesta, virtuosa…) y la Dulcinea sanchificada (hombruna, carnal, sexuada…), cada una con distintos matices. Dicho de otra forma, no existe una sola Dulcinea, hay muchas Dulcineas en el Quijote: la Dulcinea-Dulcinea ideal imaginada por don Quijote con rasgos de belleza tópica, construida sobre un modelo real pero caracterizada con elementos de las fuentes literarias; Aldonza Lorenzo, que sí tiene una existencia real (Sancho Panza la conoce, la ha visto y la describe); la Dulcinea imaginada por Sancho con rasgos aldoncescos en la supuesta embajada; la labradora (también real, pero que no es Aldonza) vista a las afueras del Toboso… En la Primera Parte don Quijote sublima a la labradora Aldonza Lorenzo hasta transformarla en la princesa Dulcinea del Toboso. En la Segunda, aunque se esfuerza por ver a la Dulcinea ideal, no logra superar la tosca realidad que se presenta ante sus ojos (la labradora montando una borrica) y encuentra en la persecución de los encantadores la explicación para esta desgracia (que va en paralelo con la progresiva caída de la voluntad del héroe). Sea como sea, don Quijote no renuncia al ideal amoroso de Dulcinea cuando es vencido por el Caballero de la Blanca Luna en la playa barcelonesa. Su melancolía final guarda relación con esta derrota, pero también con el hecho de no haber podido desencantar a Dulcinea. Cuando, para animarlo, Sansón Carrasco le anuncia que Dulcinea está desencantada, don Quijote rechaza sus pasados sueños caballerescos y confiesa estar cuerdo y ser el hidalgo Alonso Quijano. Al borde ya de la muerte, abomina “con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías” (p. 1221), pero ya no se vuelve a mencionar a Dulcinea, y sería hermoso imaginar que su ideal amoroso y el nombre de la mujer amada acompañaron al hidalgo —ya no al caballero— en sus últimos instantes de vida, en el momento de espirar su último aliento.

Podemos pensar, como algunos críticos, que Dulcinea no es más que un pretexto y, por tanto, creación de Alonso Quijano. O podemos imaginar que Dulcinea sólo existe y tiene vida mientras tiene vida y existe don Quijote, mientras don Quijote es el Caballero de la Fe y de la Voluntad. Quienes se inclinan por la lectura eminentemente cómica del libro, disponen de abundantes pasajes que abonan la interpretación paródica, grotesca, carnavalesca de Dulcinea. Pero es fácil también, para quienes ven en el Quijote un sentido trascendente (la denominada “interpretación romántica”), trascender igualmente el amor y la amada de don Quijote. Buena prueba de ello son las numerosas consideraciones míticas de Dulcinea (que ha sido interpretada no sólo como la amada ideal o el eterno femenino, sino además como símbolo de la gloria, de la fama, de la libertad, de la poesía, de la patria española…) y las diversas recreaciones literarias del personaje. En definitiva, podemos dudar incluso de la existencia de Dulcinea en tanto entidad novelesca: Dulcinea sombra, fantasma, sueño, quimera, imagen mental, ideal, ilusión, mera palabra… pero resulta indudable asimismo su existencia como objeto de arte, como sublime creación literaria de Cervantes.

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Una lectura del poema “Orillas del Duero”, de Antonio Machado


La Soria machadiana es mucho más que un paisaje o que una geografía. Es, para el autor del poema sobre el que se centra esta reflexión, la matriz de la existencia convertida en literatura y en cordialidad. Un escenario que acompañará a Machado de por vida pese a vivir en la ciudad no más de cinco años. Soria y sus campos irán con él a Baeza, y a Madrid, y a París, y a Segovia. La recordará desde el tren (“Otro viaje de ayer / por la tierra castellana —¡pinos del amanecer / entre Almazán y Quintana!—“), se  colará en los versos de Campos de Castilla escritos en Baeza (el libro lo terminó en 1917 y dejó Soria en 1912), y estará presente en poemas escritos muchos años después. Incluso en plena Guerra Civil. Respiraremos, también, el aire soriano en los versos que dedica a Azorín, a José María Palacio, al maestro Unamuno… En los años veinte y treinta, aunque el poeta está muy lejos de la ciudad de su primer instituto, la huella soriana volverá en sus “Canciones de las tierras altas” (“Ya habrá cigüeña al sol / mirando la tarde roja / entre Moncayo y Urbión”), en las “Canciones del Alto Duero” y en “Los sueños dialogados”: “Mi corazón está donde ha nacido, / no a la vida, al amor, cerca del Duero… / …¡El muro blanco y el ciprés erguido!”.
Uno de los poemas más apegados a esa  memoria soriana es el conocido “Orillas del Duero”, un poema que forma parte del libro Campos de Castilla y en el que se concentran las cualidades y pulsiones que caracterizan la lírica de Antonio Machado a lo largo de toda su trayectoria. La temporalidad de la “palabra en el tiempo”, la subjetividad radical de la emoción más íntima (la “honda palpitación del espíritu”) y el alto valor que otorga al lenguaje poético, a la palabra y a su sentido más allá de lo visible. Palabra, tiempo, emoción, tales serían, en consecuencia, los conceptos que resumen el significado profundo de su poética.
Si partimos del hecho de que para Machado el paisaje, especialmente el que conforman Soria y sus alrededores, juega el esencial papel de protagonista, casi de personaje central más que de telón de fondo, hemos de deducir que “A orillas del Duero”, ese “personaje” se concentra en el río (con todo su poder metafórico en el sentido heraclitiano) y en los escenarios que se levantan a su alrededor.
María Zambrano, que escribió páginas memorables sobre la poesía machadiana añadió un matiz que no podemos eludir al adentrarnos en “A orillas del Duero”. “Diríamos que hay en Machado como un anverso de luz, durante la claridad de la conciencia poética, y un reverso de sombras, de formas y de figuras, en la visión habitual de la conciencia en vigilia” (El hombre y lo divino. Fondo de Cultura Económica. México, 1973). Esa alternancia, que a veces es hibridación, mixtura, entre luz y oscuridad, tiene un complemento que es consustancial a la respiración lírica de toda la obra machadiana: la humanización de las cosas, la atribución de cualidades humanas al paisaje, la personificación. Los campos, las ciudades, los caminos, las piedras, los árboles incorporan la honda palpitación del espíritu a la que aludiera Antonio Machado en su prólogo al libro Soledades  gracias al uso de la palabra, a su capacidad de trascendencia y de aportarle significados inéditos, a la inteligente y originalísima adjetivación.
El poema comienza con la luz. Con una celebración de la primavera en tierras sorianas. Una primavera alejada de la exuberancia, ceñida a la modestia de una tierra discreta incluso en su belleza: es la primavera “humilde como el sueño de un bendito”, de un “pobre caminante”. Incluso el campo amarillento de flores es “como tosco sayal de campesina”. Una primavera en cuya menesterosidad alienta, sin embargo, un futuro necesario, imprescindible que no es otro que el que se apunta en el despertar de la naturaleza, en especial de los campos cultivados que pueden vislumbrarse más allá de las rocas estériles: “¡Aquellos diminutos pegujales / de tierra dura y fría, / donde apuntan centenos y trigales / que el pan moreno nos darán un día!”. Esa luz se intensifica gracias a un lenguaje en el que la austeridad no está reñida con la precisión descriptiva de algunos de los términos utilizados: serrijones, malezas, jarales, zarzas, cambrones. A medida que avanzamos por el poema, la palabra despierta en el lector un universo de capacidades evocativas: olores, murmullos, recuerdos de viajes, visiones de paso. Poco a poco la visión celebratoria, casi optimista, se va impregnando de tristeza: la tierra es “ingrata”, la oveja merina es “escuálida”, a los centenos y trigales suceden “roca y roca, pedregales / desnudos y pelados serrijones”.
Y no tarda en derivar hacia la sombra. Mientras que la luz procede de la contemplación íntima participada, compartida con el lector, la sombra tiene raíces históricas. En el canto al Duero asoma Soria y, más allá, acaba asomando Castilla (una suerte de representación de España, no olvidemos que la preocupación noventayochista impregna la obra machadiana). Si la Soria primaveral está cargada de valores optimistas, de cierta íntima evocación más allá del triunfo de la naturaleza (“allí me casé, allí perdí a mi esposa, a quien adoraba”, afirma en el prólogo a Campos de Castilla), las apelaciones a Castilla están tamizadas por la Historia, por la temporalidad marcada por la realidad social, incluso política, de ese territorio al que los sectores conservadores siempre han vinculado a un pasado imperial, a una mítica “patria originaria”, sólo existentes en su imaginación y al que Machado dota de una negatividad relacionada con la labor del hombre y, sobre todo, del poder: sus ciudades son “decrépitas”, la tierra es “adusta”, una “agria melancolía” puebla sus “sombrías soledades”.  Esa valoración, terrible, de una negatividad dura  (en la que sin embargo alienta, de manera sutil, la empatía), se intensifica en extremo casi en el ecuador del poema:
¡Castilla varonil, adusta tierra,
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!”
Tras esa terrible apelación, el poema recobra la serenidad y el poeta desciende a los detalles de un paseo por el campo: ahora es una intimidad contemplativa, es el recogimiento frente a un paisaje que le emociona o el recuerdo de un atardecer cerca del río. Y es en ese recogimiento en el que se nos ofrece hasta el más mínimo detalle de la convivencia del sujeto poético con la naturaleza y con el camino. La luz a la que se refiriera María Zambrano vuelve a iluminar el texto: “En el cárdeno cielo violeta / alguna clara estrella fulguraba”. Una iluminación que vence, incluso, a las “sombras del aire” y que se irá proyectando, de manera gradual, en el río, que adquiere un protagonismo casi absoluto en el tramo final del poema. Así, las tres últimas estrofas son un estallido de claridad con las aguas del Duero como destino. El río vencerá a la oscuridad, perdurará por encima del tiempo histórico, seguirá llevando en sus aguas las exigencias de los más humildes y, al igual que inspira al poeta sevillano el conjunto del poema, suscitará una pregunta, inserta en él, que no carece de sentido. “¿Y el viejo romancero / fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?”.
En ese interrogante Machado deposita una confianza sin límite en la creación poética, en su prevalencia por encima de las contingencias del momento. “El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que pueden vivir después de pescados”: así lo expresó por voz de su heterónimo Juan de Mairena. O, de modo aún más directo: “La poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo”.
Esa confianza se traslada, en el poema que nos ocupa, a la corriente, a la matriz elemental y siempre en movimiento del río:
“¡Oh Duero, tu agua corre ­
y correrá mientras las nieves blancas
de enero al sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas,
mientras tengan las sierras su turbante
de nieve y de tormenta
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!...”
El poema fue escrito hace más de un siglo. Y hoy, en la segunda década del siglo XXI, el Duero sigue ahí, al pie de la ciudad de Soria, llevando sus aguas (con Castilla en ellas) hacia la mar. Y ahí permanece, tan vivo como en la realidad, en el poema. Y permanecería aunque el río se hubiera desecado. He ahí la grandeza de la poesía.