Pasear por los barrios de nuestras ciudades es pasear entre cadáveres de proyectos fracasados. Cada escaparate vacío, cada cartel de se alquila o se vende, esconde la historia de una decepción. La crisis es buena excusa, pero insuficiente. No todos los negocios han caído. Ahí están los súper, los chinos, los ikeas, los restaurantes de comida rápida. Alguien con más sentido de lo esotérico descifraría en el óxido de estos yermos escaparates los secretos del éxito.
A principios de los ochenta la escritora Doris Lessing quiso averiguarlo. E hizo un experimento. Envió bajo seudónimo dos novelas a sus editores de toda la vida, y se las echaron para atrás. Mal que bien, consiguió publicarlas en otras editoriales, pero las novelas recibieron unas críticas mediocres y unas mediocres ventas. Lo único positivo, una carta que le envió una amiga, escritora también, con más de setenta novelas a sus espaldas y con millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. También ella un día se preguntó si lo que en verdad atraía a sus lectores eran sus historias o sencillamente acudían a las librerías por la inercia del nombre. Y para comprobarlo envió a su editor una novela bajo seudónimo. El editor no le contestó aquello de “¿y no ha pensado usted en el suicidio?”, pero casi. Lejos de desesperarse, se la volvió a enviar al editor, sin cambiar ni el título, solo que esta vez llevaba su famoso nombre en la portada. A los pocos días recibió una carta desbordante en elogios. La novela se publicó y añadió un nuevo éxito a su colección de éxitos. Ambas mujeres llegaron a la misma conclusión: nada tiene tanto éxito como el éxito, nada atrae tanto como un nombre rutilante.
Lo difícil, claro, es llegar a ese nombre. Y entre los países pasa como con los individuos. Y, quien dice países, dice comunidades autónomas. Cataluña, por ejemplo, está ahora en modo Lessing, preguntándose si el éxito es herencia o merecido. Lo nuestro es otra cosa. Siempre a la espera de un reconocimiento exterior que te ponga en prestigio. Es lo que yo llamaría vivir bajo el síndrome Nicolás, ese trastorno que hace creer al que lo padece que posar junto a gente de mérito te hace partícipe de alguna grandeza. La película extremeña El mal del arriero es candidata a ocho Goyas. Algo extraordinario. Da la sensación, sin embargo, de que nuestra mayor proeza es conseguir que durante una noche un director de cine americano toque el clarinete en una de nuestras ciudades. Alguna ligazón tendrá este sentimiento con esos escaparates vacíos. No sé si será el espíritu navideño, pero me da que si acercas el oído a esos cristales escuchas un lamento: corred a los grandes almacenes, pasad de esos bares de barrio, del hortelano del barrio, de las pequeñas librerías, de las tiendas familiares, brindad con cavas y vinos exóticos, pasad de vuestros músicos, de vuestros artistas, marchaos de vacaciones a lejanas ciudades con barrios y con nombres rutilantes. Pero, a vuestro regreso, no olvidéis traeros una maleta bien grande. De esas de emigrar. Vuestros hijos van a necesitarla.
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