Gracias a un amigo, leo un artículo de Arturo Pérez-Reverte
titulado “Somos gilipollas”. Es un texto que no me resulta especialmente
ofensivo, pues los he leído peores, mucho peores. Sin embargo, no deja de
asombrarme la capacidad que don Arturo tiene para, abordando un asunto
particular, generalizar con tanta alegría.
En ese texto Pérez-Reverte llama gilipollas a una
periodista por pronunciar ciertas palabras: “El rey se vino de allí sin hablar
de derechos humanos”. La cita hace referencia al viaje oficial de Juan Carlos I
a Arabia Saudí. El que una periodista haya hecho un comentario que a su juicio
sea desafortunado no le autoriza a insultarla como lo hace, y menos aún a
extrapolar esa aseveración y llamarnos a todos los demás gilipollas. Al menos
don Arturo tiene el detalle de no decir el nombre de la interesada. Será que en
el fondo es un caballero. Pero lo que más me irrita no es tanto esa falta de
respeto como su predilección por las generalizaciones.
En una ocasión le preguntaron a Chesterton qué pensaba de
los franceses. No lo sé, respondió él, no los conozco a todos. Esta anécdota
define bastante bien mi postura hacia las generalizaciones. Me parecen muy
injustas y peligrosas. No todos los políticos son iguales, por ejemplo. De
igual modo, en el seno de la Iglesia hay distintas iglesias, diferentes formas
de entender la acción pastoral, aunque parezca una institución monolítica. Lo
mismo sucede con los jóvenes o con los votantes del PP: no se pueden englobar,
así a lo bruto, al estilo pérezrevertiano, en una categoría absoluta y
generalizadora. Decir que los votantes del PP son unos fachas o que los jóvenes
son unos irresponsables son afirmaciones cuanto menos arbitrarias y decididamente
tendenciosas. Entiendo que puedan resultar tentadoras, pero no estamos en la
barra de un bar tomándonos unos carajillos: hablamos de artículos de opinión,
de textos que aspiran a influir sobre los lectores. ¿No fue Flaubert quien dijo
que Dios estaba en los detalles? ¿Y qué es la generalización sino la eliminación
de las aristas, de la discrepancia?
El que yo no comulgue con esa forma de redactar de don
Arturo no tiene mayor importancia. Es simplemente que concebimos de manera
distinta la escritura de un artículo de opinión. Para mí, casi por definición,
el pensamiento ha de matizar, debe hilar fino; tan fino que me obligue incluso
a replantearme mis propias convicciones, lo que creo cierto y seguro, aunque sólo
sea un poquito. En ese sentido la escritura es un proceso de aprendizaje. Al
concluir un texto salgo siendo una persona distinta de la que era. El acto de
escribir ha de cambiarme, de otro modo no me sirve para nada. Es puro egoísmo,
sí: escribo para ser mejor persona, más reflexiva que cuando comencé el
proceso.
A diferencia de lo que quizá le interesará a Pérez-Reverte,
para mí el pensamiento —o el artículo de opinión— ha de huir de las líneas
gruesas, ha de evitar categorizar con autoridad y sin un ápice de duda. Ya lo
dijo Voltaire: la fe afirma o niega; la ciencia, duda. Para lo único que sirve
la opción del autor cartagenero es para sentirnos mejor con nosotros mismos
confirmando lo estúpidos, gilipollas, vagos o sinvergüenzas que son todos los
demás. No nos engañemos: aunque don Arturo utilice la primera persona del
plural, nunca se mezcla con aquellos a los que con tanta severidad juzga.
Aunque en un ejercicio de falsa solidaridad se incluya en ese enorme saco común,
en realidad se sitúa al margen, recubierto por un aura incontaminada que le
permite ver pero no mancharse. Ese plural le confiere una pátina de persona
honesta y directa, sin pelos en la lengua. Sin embargo, es una fachada que le
sirve para esconderse, para seguir despotricando contra los demás sin analizar
su propia conducta. Cuando abandone ese plural y comience a escribir en primera
persona del singular criticándose a sí mismo tanto como critica e insulta a los
demás, hablaremos.
Quizá para algunos de sus seguidores leer esas groseras
generalizaciones puedan representar una especie de catarsis que les alivie de
estar rodeados de tanto inepto; que colme, de manera simbólica, esa necesidad
primitiva de golpear –aunque sólo sea con las palabras—a quienes les irritan.
En mí no tiene efecto ese bálsamo: quizá porque al estudiar la cultura —aquello
que nos aleja de la naturaleza—rechazo todas aquellas prácticas que nos
devuelven a ella. Piénsese, sin ir más lejos, en un país donde todos los
articulistas escribieran columnas de opinión como él. Viviríamos en un ambiente
irrespirable.
En cualquier caso su actitud sólo sirve para atrincherarnos
tras una supuesta capa de pureza que resiste ahora y siempre al invasor, a esos
seres alelados e ignorantes que nos rodean y que no merecen más que nuestro
desprecio. Don Arturo es un hombre viajado, supuestamente leído, y todas estas
cosas ya debería saberlas. No es necesario salir a buscar la ignorancia, la
ineptitud o la estupidez por otros lares. Esos rasgos ya están en nosotros
mismos.
Y aquí estoy yo, algo menos gilipollas que cuando comencé
el artículo.
El de Pérez-Reverte está aquí.
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