Una victoria en 2005 y sendas reelecciones en 2009 y 2013 han convertido a Angela Merkel en uno de los líderes europeos actuales más longevos en el cargo. Al mérito de haber superado exitosamente tres citas electorales se le añade el hecho de que dos de ellas han sido durante una de las crisis económicas más profundas que Europa ha sufrido en décadas.
Sus inicios fueron agridulces. La situación de la economía alemana a su llegada al cargo en 2005 era mala, con un paro elevado y un bajo crecimiento. Sin embargo, las expectativas sobre el futuro eran más favorables. Lo más difícil ya lo había hecho su antecesor Schröder con la Agenda 2010, un plan que Merkel reconoció como positivo para Alemania al llegar a la cancillería. El país encontraría gracias a este plan su nuevo rumbo y su lugar dentro de la economía internacional, pero sus efectos se han demostrado una década después incompatibles con el desarrollo general tanto de la Eurozona como de la Unión Europea. Y es que la cara del modelo germano es la cruz de muchos países comunitarios.
Comienza el desequilibrio
Uno de los logros de la Agenda 2010 había sido, desde el punto de vista macroeconómico y empresarial, la paulatina reducción de costes laborales dentro de las fronteras alemanas. Cuando Merkel llega al poder esta tendencia continúa, y dado el apego que desde el partido democristiano CDU/CSU se le tenía a la hoja de ruta que el SPD había iniciado con la Agenda 2010, no iba a ser ella quien la detuviese. El objetivo era sacar a Alemania del bajo crecimiento, así como reintegrar nuevamente a la economía productiva a los millones de parados que se habían ido generando desde la reunificación alemana; la manera, fomentando la exportación de bienes, especialmente a países de la zona euro, ya que gracias a la competitividad ganada en los últimos años mediante los ajustes laborales, las empresas alemanas habían mejorado enormemente su posición en el mercado internacional y sus productos tenían mejor salida. Además, la medida era doblemente efectiva, ya que desde la entrada en circulación de la moneda única los países de la Eurozona habían perdido la herramienta monetaria para ganar en competitividad devaluando sus monedas. Ahora decidía el Banco Central Europeo por todas.
Así, la estrategia de austeridad mas la ya plenamente integrada política de I+D en las empresas alemanas, permitió al país mantener un modelo basado principalmente en la industria tecnológica y de bienes de equipo altamente competitiva a la vez que aguantar el tirón de la deslocalización hacia Europa del este —Polonia, República Checa o Rumanía— y los productos más baratos de otras economías como China. De hecho, entre los años 2003 y 2008, el mayor exportador global de bienes fue Alemania. A partir de ese año quedó superada por la potencia asiática y Estados Unidos, aunque de momento mantiene un liderazgo indiscutible en Europa.
La cuestión es que ese modelo de fomento de la exportación en detrimento del mercado interior fue creando año tras año mayores desequilibrios en las balanzas comerciales con otros países. Desde la teoría, lo ideal es que los saldos comerciales entre países estén compensados y, en caso de que en algún momento haya desequilibrios, estos no se alarguen demasiado en el tiempo. Sin embargo, el ejemplo alemán se aleja bastante del óptimo. Año tras año exportaba por mucho más valor de lo que importaba a pesar de comerciar prácticamente con los mismos tipos de artículos —aquí entra el valor añadido y la calidad de los productos alemanes—. Así, los estados que no pudieron compensar sus desequilibrios con Alemania exportando la diferencia a terceros países, tuvieron que recurrir al endeudamiento para suplir ese desequilibrio y aunque durante la primera década del siglo XXI los países comunitarios, especialmente los de la periferia europea, tenían un endeudamiento público bajo, el privado empezó a aumentar a un ritmo considerable. Cabe destacar además que salvo Alemania, pocos países de la Unión Europea tienen saldos comerciales positivos por una afección habitual en las economías desarrolladas: dificultad para vender sus productos en el exterior —a veces causado por la baja competitividad— y las masivas importaciones de materias primas o productos baratos de otros países. Por tanto, y a pesar de que por aquellos años Alemania estuviese encantada con su situación comercial, estaba obligando a bastantes economías europeas a endeudarse para seguir comprando productos alemanes. Miles de millones de euros iban agrandando año tras año un enorme agujero comercial que casi se tornaba en espiral ya que pocos países, por no decir ninguno, podían hacer el esfuerzo competitivo necesario para atajar su déficit con Alemania.
Sin embargo, entre el comienzo del nuevo milenio y el estallido de la crisis, Alemania era problema y también solución. Gracias al euro, la libertad de movimiento de capitales —entre otras cosas—, el superávit comercial y los buenos resultados empresariales que los germanos cosechaban, los desequilibrios que otros países tenían con los teutones fueron financiados en gran medida por los bancos alemanes, además de empezar a invertir ingentes cantidades de dinero en la pujante periferia europea, caso de Irlanda, España o Grecia. Así pues, todo quedaba en casa. Las economías europeas podían seguir comprando masivamente a Alemania ya que esta dejaba pagarlo cómodamente a plazos, mientras que las cada vez mayores cantidades de capital que industrias y bancos germanos acumulaban buscaban destino con impaciencia al ser su país un mercado saturado y sin rentabilidad ninguna. Miles de millones de euros alemanes fueron a parar al entonces boyante sector español de la construcción, a la Irlanda bautizada como “tigre celta” o a la Grecia renacida con los Juegos Olímpicos de Atenas en 2004. Hasta 2008, todo aquello fue un aparente win-win sin fin. Sin embargo, la burbuja que la barra libre de financiación alemana y la adicción que esta había creado en buena parte de la Unión era considerable. Y ninguno estaba preparado para que la fiesta terminase.
Berlín, capital europea de facto
El eje París-Berlín ha sido fundamental dentro de la construcción europea. Incluso integrando otros núcleos de poder más periféricos como Londres, Roma o Madrid, la Unión tuvo durante algunas décadas una repartición de poder algo más descentralizada. Sin embargo, la llegada de Merkel a la cancillería alemana ha puesto de relieve que Berlín ha de ser un centro, por no decir el centro, indiscutible.
El hábil juego de la política exterior alemana en los últimos tiempos ha sido enormemente fructífero para ellos y en gran medida también para la Unión. Schröder tuvo que hilar fino con las relaciones transatlánticas, ya que aunque Alemania participó en la invasión de Afganistán en el marco de la lucha contra los talibanes, rehusó colaborar en la similar operación en Irak en 2003, lo que tambaleó sus relaciones con Estados Unidos y parte de los socios europeos. Sin embargo, la entonces vocación pacifista del país se ha reconocido a largo plazo como positiva para Alemania, ya que evitó participar en el desastre que se ha convertido Irak y ahuyentó los fantasmas que podían quedar sobre el país germano respecto a su belicosidad.
Sin embargo, este desencuentro entre Berlín y Washington permitió a Alemania seguir fomentando su Ostpolitik. La expansión de la comunidad europea hacia el este en 2004 supuso un desplazamiento del centro de gravedad político de la Unión desde la zona atlántica hacia la región centroeuropea. Y de los beneficiados, además de los nuevos integrantes, Alemania era de los principales. Ganaba países vecinos a su causa política, eliminaba trabas económicas y comerciales entre los nuevos adheridos y su país y sobre todo, aparecían nuevos territorios mucho más competitivos sobre los que deslocalizar parte de la producción industrial y de servicios alemana, que a su vez estaba geográficamente próxima a la propia Alemania. Y eso sin contar con los crecientes flujos migratorios que acudían al país germano gracias a la libertad de movimiento de personas, algo que se traducía en mano de obra barata y cualificada.
En igual medida, y aquí viene uno de los grandes valores añadidos políticos de Alemania, es la sintonía entre Berlín y Moscú. A pesar de la aparente enemistad que separa la Europa occidental de Rusia, la confianza existente entre Putin y en especial Merkel es absoluta. Líderes pragmáticos y con un sentido de estado considerable, ambos presidentes han construido otro de los ejes vertebradores del continente, el nexo entre el oeste y el este europeo. Aunque no es una relación que se airee demasiado, la importancia del gas y el petróleo ruso para el oeste, así como la maquinaria europea para el este son de vital importancia. Y ambos saben lo que se juegan. Como dato, durante el año 2014 —especialmente duro en las relaciones UE-Rusia— Putin ha hablado por teléfono con Merkel en 35 ocasiones; con Obama sólo 10.
De puertas para adentro, Alemania también ha proyectado su poder sobre las estructuras comunitarias. Hasta la llegada de la crisis en 2008, sus mayores esfuerzos estaban encaminados a que desde el BCE se controlase la inflación —único objetivo de la institución— para mantener estables los precios y mantener así la competitividad. Sin embargo, con el estallido de la crisis, su posición dominante se ha extendido a otras estructuras comunitarias dada la inacción de las instituciones comunitarias y descoordinación del resto de socios europeos, especialmente Francia. Así pues, por voluntad propia u obligada por las circunstancias, Alemania se ha erigido como guardián de la construcción europea, faro del progreso y látigo de la díscola periferia comunitaria.
Una crisis y muchos dilemas
En términos generales, tanto en Alemania como en buena parte de Europa se tiene una visión sentimental y sesgada de los porqués de la crisis continental. Independientemente de que gran número de los alemanes crea que la periferia europea está de fiesta, no trabaja y sean vagos por naturaleza, el gobierno germano no se rige por esa visión. No obstante, es una buena cortina de humo, como así demostraron los arrolladores resultados del CDU/CSU en las elecciones de 2013. Simplemente, lo que Alemania lleva haciendo desde 2008 es defender sus intereses en el sentido más amplio. El desequilibrio generado por su agresiva política comercial ha llegado a ser tan grande y su facilidad crediticia ha sido tan alegre que ellos mismos han acabado siendo rehenes de su éxito. En este sentido, crearon tales interdependencias con tantos países europeos que han acabado encadenados al destino de estos, por lo que la caída de uno significa que Alemania puede ser arrastrada detrás. Y aunque es evidente que los alemanes no quieren caer por culpa de otros, Europa tampoco se puede permitir que su locomotora económica se debilite.
El fin de fiesta de la periferia europea ha despertado del sueño a numerosas empresas de Alemania, especialmente sus bancos. Se han encontrado con miles de millones de euros comprometidos en dudosas y peligrosas inversiones —incluyendo deuda soberana— que pueden no retornar a manos alemanas, generando un dominó que afectaría igualmente y de manera grave a la economía germana. Los rescates en Grecia, Irlanda, Portugal y España siguen esta lógica, apoyada por la necesidad del BCE de evitar que todo el entramado económico comunitario se hunda. El interés alemán en estas operaciones es, en un primer momento, recuperar todo o gran parte del dinero invertido, algo difícil en países con unos niveles de endeudamiento público y privado tan altos. Para ello, han recomendado encarecidamente seguir las recetas que ellos aplicaron cuando su situación era aparentemente la misma que la europea actual —bajo crecimiento y alto desempleo—: austeridad y devaluación interna. Rescatar la Agenda 2010 y hacer una versión extendida de la misma. Bajo esta lógica, el adelgazamiento del gasto público estatal y promover medidas flexibilizadoras del mercado laboral permitirán la devaluación interna del país, que unida a la inyección de capitales procedente del BCE, debería servir para la recuperación de los países comunitarios en crisis.
Sin embargo, las recomendaciones alemanas están lejos de seguir el altruismo. Alemania necesita irremediablemente que los socios europeos se recuperen económicamente. Si bien es cierto que la UE no puede subsistir sin Alemania, lo es igualmente que la economía alemana necesita del resto de las europeas para seguir funcionando. El persistente mensaje de austeridad y devaluación ha acabado calando en la troika europea —Comisión Europea, BCE y Fondo Monetario Internacional—. Para los dos primeros pesa más la influencia alemana en sus instituciones que la idoneidad de las medidas; para el FMI, imbuido desde hace décadas de una perspectiva neoliberal, se ajusta perfectamente a su visión.
Sin ser menos cierto que muchas economías europeas necesitan ganar en competitividad de cara al futuro, esto se está haciendo a base de destruir la demanda interna de los países al empobrecer a la población. Alemania necesita que los socios europeos vuelvan a comprar sus exportaciones, pero estos no lo pueden hacer siguiendo las recetas alemanas, ya que se debilita su economía y su capacidad de compra. Además, en ese periplo devaluativo, al ganar en competitividad exterior, incluso pueden desplazar en el mercado a los productos alemanes. Un terrible círculo donde no se tiene claro en qué punto está la salida.
Con el tiempo, la fe depositada en Alemania y su líder se desvanece. Al descontento surgido en el sur europeo se le ha ido sumando la poca colaboración del presidente francés Hollande una vez sustituye a Sarkozy en el Elíseo —aunque no haya hecho de verdadero contrapoder— y en los últimos tiempos, el hartazgo del BCE de seguir recibiendo órdenes de Berlín y del Bundesbank. Así, tarde, pero todavía a tiempo, el sector que exige en la UE otra forma de hacer las cosas, distinta “a la alemana”, gana terreno, mientras que los germanos cada vez se ven más arrinconados y sin que sus planes de reordenar la economía europea y su construcción política hayan salido como tenían previsto.
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