Vengo de no sé dónde,
Soy no sé quién
Muero no sé cuándo,
Voy a no sé dónde,
Me asombro de estar tan alegre
Martinus Von Biberach
Debo decir que la lectura de este libro me produjo un gran desasosiego. No de la clase que podría desprenderse de un Schopenhauer, por ejemplo, sino porque, a mi modo de ver, Rosset se instala en una cómoda y falsa —a mi entender— salida al problema de la existencia. Toda su filosofía es una respuesta sofista (entiéndase en el mal sentido de la palabra) a la cuestión radical del vitalismo y del existencialismo. Puesto que no podemos resolver la oposición radical entre existencia feliz y el conocimiento, Rosset da una pirueta negando la misma existencia misma de nuestro ser. Como titula acertadamente una entrevista en la revista Ñ de Clarín, tomando una frase de la misma: “Tranquilícese, todo está mal”. Anulando toda posibilidad real de una identidad personal, elimina de plumazo toda la época en que se inserta su filosofía. Si Nietzsche anunció la muerte de Dios, Rosset quiere matar al hombre. Muerto el pelo, se acabó la rabia… y nace la idiotez —de hecho, uno de sus libros se titula Lo real. Tratado de la idiotez. También podríamos haber titulado este artículo Rosset o la inanidad del neomodermismo. Pero, a partir de ahora nos limitaremos a describir su pensamiento.
“Tengo derecho considerarme como el primer filósofo trágico, es decir, el enemigo mortal y el antípoda de un filósofo pesimista”, lo dice Nietzsche en Ecce Homo, y Clément Rosset lo cita al comienzo de La filosofía trágica, su primer libro, de 1960, recientemente editado en español. Esa relación entre tragedia y pesimismo es, efectivamente, la clave del pensamiento rossetiano. La conciencia de la tragedia de morir no lleva al pesimismo, sino, por el contrario, a la celebración del gozo de vivir: al hedonismo. Para el filósofo Clément Rosset es evidente: el conocimiento de lo trágico nos conduce a la alegría. Dicho de otro modo: la celebración del gozo de vivir es una consecuencia de lo irremediable y constatable de nuestra muerte.
La gran paradoja de la filosofía de Clément Rosset reside en el vínculo explícitamente mantenido a lo largo de toda su producción entre la alegría y el saber trágico, entre la aprobación incondicional de lo real y el conocimiento del carácter único, insólito, insignificante, azaroso y cruel de la realidad. Los análisis de Rosset en torno a la alegría tienen de hecho esa doble dimensión. Por un lado, la naturaleza ilógica e irracional de esa “fuerza mayor” que es la alegría. Por otro, la abierta disposición a la lucidez y a la veracidad que sólo la alegría —precisamente en virtud de la reconciliación con lo real— podría autorizar sin sufrir por ello daño alguno
El embrujo del yo
Expone Rosset que se tiende a admitir el diferenciar entre una identidad social y otra identidad personal (entendiendo por ésta una identidad íntima del yo). Sin embargo en su opinión sólo existe la identidad social, que es según él la única que tenemos, pues la otra no es más que una ilusión, una identidad fantasmagórica. Así suele creerse que poseemos una identidad “pre-identitaria” es decir, una identidad primera, que nos es propia, oscura y profunda que luego es envuelta en una más convencional que identificamos como identidad social. En cualquier caso siempre tendemos a pensar que la otra, que es la verdadera, mi auténtica identidad, subyace indemne y pura, inalterable, bajo el manto de mi identidad social.
El problema gira en torno al sentimiento, ya sea verdadero ya ilusorio, de la unidad del yo.
Hume fue el primero en reparar en este atolladero: nunca puedo atraparme a mí mismo sin una percepción y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo, por ejemplo en un sueño profundo en el que no me doy cuenta de mí mismo puede decirse que verdaderamente no existo. Si todas mis percepciones fueran anuladas (si no pudiera pensar, ver, sentir, amar…) mi yo resultaría completamente aniquilado. Según Hume no hay percepción del yo —como puede haber una percepción de una silla— sino únicamente de percepciones de cualidades o estados somáticos que podemos experimentar en un momento dado. También Pascal afirma que no se ama nunca a nadie, sino que únicamente se ama sus cualidades.
De esto se deriva una advertencia: lo verdadero y lo verosímil no tienen en absoluto por qué coincidir. De ahí se desprendería una verdad filosófica: fuera de los signos y de los actos que emanan del yo y me identifican como quien soy, no hay nada que sea propio de mí.
La identidad personal es como una persona fantasmal que persigue a mi persona real (y social), me ronda —a menudo de cerca pero nunca de forma tangible ni alcanzable— y constituye mi “obsesión”. Lo importante es que por muy familiar que nos resulta nunca deja de ser un fantasma. Como dice Rosset la identidad personal es un huésped familiar, pero también un huésped invisible, o visible sólo desde un ángulo de visión que me impide mirarle la cara. Según Rosset quien pretenda conocer su “identidad personal” o la de algún otro está necesariamente abocado al fracaso. Nos relata la anécdota del hijo de un impresor quien a la muerte de su padre encuentra un sobre en el que en la etiqueta que lo cierra se lee un texto manuscrito por su padre: ”No abrir”. El hijo respetó la voluntad de su padre venciendo la curiosidad durante seis largos años, hasta que no pudo más… “Cuando al fin abrió el sobre temblando de impaciencia encontró… cien etiquetas idénticas con la impresión No abrir”. El hijo del impresor no encuentra un secreto decepcionante, sino algo mucho peor, una nada. Compara Rosset este sobre con el sentimiento de identidad personal en cuanto a que los dos encierran un sobre sin contenido bajo un falso mensaje.
Cuando en el lenguaje coloquial decimos que “conocemos bien” a alguien significa realmente que dado que conocemos el carácter repetitivo de su comportamiento nos sentimos en condiciones de prever su reacción o comportamiento en tal o cuál circunstancia. En realidad, aunque pretendemos conocer su identidad personal, lo que conocemos es su identidad social.
La identidad prestada
Según Rosset, dado que no disponemos de una identidad personal, lo que hacemos es tomar prestada la de otro. “Sólo la imitación de otro permite que mi personalidad se constituya”, nos dice, “copiad, y si copiando seguís siendo vosotros mismos, habréis logrado forjaros una personalidad, aquello de lo que está hecho (al menos en apariencia) un yo”. Es posible que mi yo se modifique por la influencia de otra identidad prestada que altere o sustituya a la primera, pero en cualquier caso nunca dejará de ser un yo prestado. Mi identidad es absolutamente incapaz de existir por mí mismo. Pero a su vez ese yo que imito ha sido tomado prestado de otro que también lo tomó de otro y así sucesivamente…
Pone Rosset de ejemplo a René Girard quien ha cuestionado seriamente la autonomía del yo. Según Girard “sólo soy capaz de desear lo que desea algún otro prestigioso”, y pone a Don Quijote como paradigma del personaje que ha comprendido al fin esto y con honestidad ha renunciado completamente a poseer una identidad personal propia a la reivindicación de su individualidad. Don Quijote no realiza ninguna acción si antes no está seguro de obrar como lo hubiera hecho Amadís de Gaula. Nada aprueba o admira que no apruebe su héroe ni reprueba aquello que no repruebe él. Si el yo no es capaz de desear nada por sí mismo es porque sencillamente no existe ese yo.
En Memoria romántica y verdad novelesca, René Girard ha cuestionado —y es uno de los pocos escritores modernos que lo ha hecho— la autonomía del yo, que considera ilusoria y de origen cartesiano (y constituye a sus ojos la esencia de la “mentira romántica”), y ha afirmado su afiliación constante a la supuesta autonomía de una persona (afiliación que revela la “verdad novelesca”). Esta negación de la autonomía del yo queda ilustrada por la imposibilidad de desear si no es por mediación de los deseos de otro, a quien René Girard llama el “mediador del deseo”: el yo siente tal admiración por él que llega a adoptar sus elecciones y deseos. Sólo soy capaz de desear lo que desea otro prestigioso, igual que le sucede a Don Quijote, que en la novela de Cervantes no era capaz de admirar nada que no hubiera admirado ya Amadís de Gaula. Evidentemente, esta falta de autonomía del deseo recubre una falta de autonomía a secas: si el yo es incapaz de desear por sí mismo, es simplemente porque no hay yo, es decir, un ser libre en cuanto a sus elecciones, decisiones, y deseos. René Girard escribe precisamente que «Don Quijote ha renunciado, a favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo». Por mi parte, diría más brutalmente que Don Quijote ha renunciado a la ilusión de la individualidad y de la identidad personal. Y quiero subrayar, a propósito, que Don Quijote justifica a su vez su galería de locuras por una intuición que, bien analizada, resulta tan profunda como pertinente. El espíritu del encantador Merlín, invocado por Don Quijote para explicar retrospectivamente cada una de sus falsas hazañas, así como los muy reales estragos que provocan, constituye en definitiva un mero añadido. Por lo demás, si no me equivoco, no habría tal mago Merlín sin Amadís de Gaula, que da fe de su existencia y de sus calamidades.
Y mucho antes que René Girad, Turgueniev: “Me parece haber sido creado y traído al mundo únicamente para imitar a alguien. ¡Palabra de honor! Vivo copiando los diversos autores que he leído, vivo con el sudor de mi frente.”
Rosset presenta dos tipos de identidad prestada: en uno el “tutor” es de tipo paterno o afín (Don Quijote y Amadís) en el segundo el tutor es de tipo “amoroso”. Sentirse amado trae consigo la sensación de poseer una identidad personal. Es decir la pareja nos dota de esa sensación de ser. Descartes anuncia que a cierta edad se siente el mayor de los bienes imaginables el encontrar tu otra mitad en una persona del otro sexo y Platón, en El Banquete narra como Zeus partió en dos las criaturas de modo que cada nueva entidad quedó privada de su otra media esfera. Esta concepción de la “media naranja”, que poseen casi todas las culturas proviene del hecho de que el amor pleno, correspondido, se siente como una reconstrucción de la identidad perdida. Nos dota del sentimiento de una “identidad pre-identitaria”. El amor nos hace encontrar un yo en el otro (en detrimento de él). Afortunadamente el sentimiento es recíproco.
Lo más interesante del mito de Aristófanes que Platón relata en El Banquete es el hecho de entender que el amor se explica como la reconstitución de una identidad perdida, lo que equivale a decir que el amor no es otra cosa que la constitución de la identidad personal, y la felicidad de sentirse amado no es sino el sentimiento de verse de pronto dotado de un yo propio, una identidad personal. Nuestro amante da fe de la existencia de este yo, nos hace literalmente existir. Basta pensar en la terrible crisis de identidad que supone cualquier ruptura no deseada de una relación, lo que pone de manifiesto que el sentimiento de nuestra identidad no era más que una ilusión, un generoso préstamo de la persona amada que nosotros tomamos en propiedad y que al dejarnos se lleva consigo poniendo de manifiesto la cruda realidad: que aquella identidad no nos pertenecía, que tan sólo era prestada. Cuando alguien es abandonado se identifica la sensación de perderlo todo con la de haber dejado de ser. Sencillamente no tenemos ya quien certifique nuestra existencia. La buena noticia sería que, aunque el sentimiento es el de haber perdido nuestra identidad profunda, en nuestra identidad personal, esto no ha ocurrido, sencillamente porque… no se puede perder lo que no existe. Quien sale verdaderamente resentido de la situación es nuestro yo social, que es la única identidad que existe.
Expone Rosset que la noción que mejor ilustra esta relación con nuestra personalidad, que como hemos visto es prestada, es la moderna noción de verdadero-falso. Si un gobierno expide por motivos, por ejemplo, de seguridad un nuevo documento de identidad a un ciudadano con una nueva identidad, ¿ese documento es verdadero o falso? Es verdadero en cuanto que legal y emitido por el organismo competente, pero a la vez falso en cuanto que la identidad de la persona identificada en el documento es inventada. Podemos decir que es pues verdadero-falso.
Así ocurre exactamente con nuestra identidad prestada.
La identidad y la vida
Por último trata Rosset de demostrar que no existe ninguna base ni razón de tipo biológico para que exista una identidad personal.
Para empezar, en caso de que tuviéramos dicha pre-identidad, sería imposible conocerla, puesto que ningún sistema puede conocerse a sí misma como una lente telescópica no puede observarse a sí mismo. Es pues una contradicción hablar de introspección. Bajo este término se esconde un deseo de ser visto, un afán exhibicionista de la peor especie. Se esconde agazapada bajo su manto una conducta narcisista.
Por último señala cómo la preocupación por el conocimiento de la propia persona no sólo es necesariamente infructuosa (en tanto que no existe tal personalidad) sino que supone una traba para poder forjarse una identidad. “Sólo soy Napoleón en la medida en que me cuido bien de no preguntarme jamás quién pueda ser ese Napoleón que soy”.
Quien se examina a menudo no avanza en el conocimiento de sí mismo. Por el contrario cuanto menos se conoce, mejor se encuentra. Para ser es necesario vivir en vez de preguntarse, como en aquel cuento de Cortázar en que un visitante mira de frente a un axolot —un raro anfibio mexicano— hasta sin darse cuenta hacerse él, es decir, pasarse al otro lado del vidrio, transformarse (quizá sería más correcto decir transmutarse) literalmente en él. El precio de llegar-a-ser: olvidar-se. Como en el principio de indeterminación de Heisenberg, en el momento en que me pregunto ¿quién soy? dejo de ser ese que soy, o ese-que-era. En Rayuela, Horacio envidia a La Maga mientras contempla un Mondrian pensando que la mayoría de nosotros miramos el cuadro, lo sentimos o intentamos entenderlo, cerca o lejos, pero desde fuera. Sin embargo envidia a La Maga porque La Maga no mira el cuadro, sino que ella es el cuadro.
Nuestra “personalidad social” tal y como anuncia Proust, es “una creación del pensamiento de los demás” (En busca del tiempo perdido. Tomo I, Editorial Alianza, Madrid, 2000:31), una amalgama de cualidades aportadas sin unidad ninguna más que en pura apariencia.
La conclusión final es que la realidad es que no sabemos nada absolutamente de nosotros mismos, y además no tenemos esperanza ni capacidad ninguna de conseguirlo. No sabemos de dónde venimos, y menos aún a dónde vamos. Desconocemos en absoluto quienes somos. Pero lo curioso es que esta revelación puede se razón para la alegría infinita o para la tristeza infinita. Ambas se presentan como siempre cogidas de la mano.
Porque la asunción de esta visión de la condición humana produce una alegría sólo comparable a la tristeza que provoca el no asumirlo. Todo fluye incesantemente y nada se puede comprender desde el intelecto porque eso que llamamos realidad no es accesible a él. Lo más a lo que podemos aspirar es sencillamente a ser.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por su comentario. En breve aparecerá publicado.