Todo individuo que guarde unas inquietudes fantasea con la
idea de hacer algo que perdure en el tiempo y en la memoria de otros. El arte
es un legado. La palabra escrita, cuando ha conseguido cambiar o alterar
mínimamente la existencia del lector (de miles de lectores a lo largo de
décadas y décadas), pasa a ser historia. Con el centésimo aniversario tan
reciente de esa obra maestra literaria que es La Metamorfosis de Franz Kafka,
célebre e importante a todos los niveles como pocas, podemos hablar de
perdurabilidad con propiedad. Una perdurabilidad que traspasa lo físico, que se
esconde en nuestras ediciones ajadas, en las estanterías de todas las librerías
del mundo con olor a papel nuevo, en el imprescindible reservado de todas las
bibliotecas, pero, sobre todo, en el espacio que muchos hemos reservado en
nuestro hemisferio derecho para las obras que nos ayudaron a despertar como un
día despertó Gregorio Samsa.
Kafka es mucho más que uno de los autores estandarte del
siglo XX, mucho más que una influencia para toda la literatura existencialista
posterior. Kafka ha llegado a convertirse en un concepto. Hablamos de
situaciones kafkianas cuando los acontecimientos se complican
y retuercen en exceso, cuando no vemos final a una pesadilla cotidiana e
incluso cuando la vulgaridad de la burocracia nos saca de nuestras casillas.
Lo kafkiano resulta más mundano que surrealista o simbólico,
con frecuencia.
Toda la obra del autor sigue siendo un siglo después objeto
de estudio y continúa abierta a múltiples interpretaciones por parte de
críticos literarios y estudiosos. Es sabido, incluso por quien aún no se ha
adentrado en el sugestivo y vasto terreno de su obra, que el trabajo de Kafka
está cargado de simbolismo y navega por innumerables cuestiones
existencialistas, que la desesperación que impregna sus textos es una crítica
al sistema y, en un sentido mucho más individualista, al comportamiento y la
actuación del ser humano, a sus motivaciones.
Una mañana, tras
un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso
insecto.
Directamente y sin aviso, poniendo todas las cartas sobre
la mesa. Así comienza esta novela corta de 1915 que con los años no ha hecho
más que crecer en la memoria cultural. Su protagonista, el célebre e inmortal
Gregorio Samsa, es un comerciante que mantiene a su familia y que un día
cualquiera amanece convertido en un insecto gigante. Dicha mañana supone el
punto de inflexión definitivo en la vida de Samsa, el momento en que todas las
revelaciones comenzarán a desfilar ante sus ojos.
La metamorfosis de Kafka es la obra
literaria de culto por excelencia, una de esas novelas que inspiran a jóvenes
de todo el mundo cuando comienza a despertar su interés por la cultura y el
pensamiento. Quizá el secreto de esto yace en las posibilidades que ofrece
dentro de su escueta complejidad, en su abanico de interpretaciones. Es fácil
verse en Gregorio Samsa cuando uno deja de plasmar mentalmente una escena en la
que cuelga sin esperanza del pomo de la puerta. Y es que el despertar de Samsa,
esa pesadilla que se trunca para continuar, lo es todo. Un amanecer (nublado,
seguramente, el peor gris de la historia) tras una noche inquieta e
impertinente que representa el rey de todos los cambios.
La inquietud, mencionada casi de pasada, no deja de ser una
inquietud similar a la que el lector que está asumiendo su propio rol en la
historia pueda sentir durante la jornada previa a cualquier decisión vital o
ante cualquier representación fundamental en este teatro de la vida. Una
representación que bien puede llamarse entrevista de trabajo, prueba médica,
cita temiblemente desastrosa o examen.
Aún más importante es el significado de esa metamorfosis.
Un significado claramente marcado por el autor pero voluble a manos de quien,
literalmente, sostiene la historia delante de sus ojos. Ese cambio y progresiva
decadencia de Samsa, su incapacidad para comunicarse desde el fatídico
amanecer, nos ha servido a todos de escenario para recrear nuestras propias
historias de desastre, nuestras evoluciones, nuestros miedos al rechazo, al
silencio, a la pérdida de nuestra identidad. Kafka trató de retratar al
individuo frente a un sistema social equivocado, pero todo arte es cuestión de
tiempo y perspectiva. Más allá de la indefensión y la incertidumbre, del
desconocimiento propio y la batalla día a día, el autor tejió un telón de
egoísmo y conveniencia a través de la despreciable reacción de la familia de
Samsa una vez han perdido, más que a un hijo y a un hermano, su sustento.
Kafka en su tiempo
Hubo tiempos que se recurrió a Dostoievski. No obstante,
quizás nadie pueda expresar mejor la sensación que los hombres de hoy
experimentan ante el azaroso mundo que los rodea. Diciendo esto, y con una sola
lectura, se puede preguntar: ¿qué se manifiesta de la condición humana en una
novela que no sobrepasa las setenta páginas? (dependiendo de la edición) ¿qué
tendría que decir la historia de un hombre insecto que transcurre la mayor
parte de la narración dentro de su habitación y con la mínima interacción
incluso con su familia? ¿Cuál es la paradoja que deja un final tan
desilusionador, tan fatídico?
La respuesta a las preguntas anteriores se encuentra
precisamente en la biografía de Kafka, forjándose entre ésta y la novela la
verdadera historia, la real contemplación que se debe efectuar al volver a leer
aquella escrita de puño y letra del autor. En una primera lectura la novela La
Metamorfosis no se diferencia de otras narraciones —no se sabe si
decir que es un relato largo o una novela corta— cuyos personajes principales
son tan excéntricos como Gregorio Samsa, que en una mañana amanece convertido
en una criatura repulsiva. Pero una lectura posterior, de antemano tomando las
precauciones de investigar —incluso superficialmente— la vida del autor y su
contexto histórico, induce la elaboración espontánea de reflexiones que
sorprenden por su contemporaneidad.
A pesar que sus dos padres eran judíos Kafka nunca tuvo
raíces sólidas en el judaísmo, ni una conciencia que siguiera los parámetros
culturales correspondientes a él. Hijo de un vendedor ambulante, nieto de un
carnicero, su infancia transcurrió en un ghetto, sin embargo, su
padre fue capaz de superar la escasez de su nivel económico para situar a su
familia en los estratos altos de la sociedad de Praga, aunque ya nunca el
hombre podría olvidar su niñez en las calles oscuras y sucias, ni las maneras
toscas de los hombres y mujeres de esfuerzo. En esta clase alta Kafka nunca
podría identificarse con sus integrantes, pero tampoco con aquellos que regían
sus vidas con el yiddisch y menos aún con la desgarrada cultura
checa de entonces. Los años en que vivió incluyen acontecimientos famosos: la
primera guerra europea, la invasión de Bélgica, las derrotas y las victorias,
el bloqueo de los imperios centrales por la flota británica, los años de
hambre, la revolución rusa, el tratado de Brest Litovsk y el tratado de Versalles,
que engendraría la segunda guerra.
Por lo tanto no es de sorprenderse que Kafka haya sido
descrito como un hombre de personalidad independiente, lo que se entiende como
una medida de protección ante lo inestable que le llegaban a ser las personas y
el entorno. De tal manera se evita el peligro de la pérdida o el abandono,
evitar volver a experimentar el trauma producido por ellos. El joven Kafka muy
temprano tendría que asimilar la muerte de sus hermanos Georg (1887) y Heinrich
(1888) lo que, por su puesto, hizo mella en el hombre y en su obra, más aun
cuando careció del consuelo de unos padres siempre ausentes o impertérritos.
Frank Kafka indudablemente creció en solitario, sin más manifestación amorosa
que aquella otorgada por la sirvienta, sin que obviamente pudiera suplir la de
sus padres que salían de casa de muy temprano para ir al trabajo. Solo conoció
de ellos una autoridad inculta, caprichosa y absolutista. La inseguridad ante
el padre se trasmutó a una inseguridad ante el mundo, llegando a establecerse
en su inconsciente como un temor angustiante, haciendo de sus pesadillas y
escritos imágenes de esos temores.
Por ende, no es de extrañar la configuración de los
personajes de la novela; un padre indiferente, de conductas endurecidas y frías
por una vida de trabajo, merecedor de todo respeto pero no de acercamiento. Por
otra parte la madre, incapaz de rehuir de los instintos maternales fuera de su
razón, pero finalmente no muy distinta al padre en su lejanía. La única unión
verdaderamente afectiva la conforma la hermana, única entidad capaz de penetrar
en la habitación de su hermano enrarecida y densa, saturada por un olor a
putrefacción y con aquella presencia superficialmente inidentificable e
ilegitima.
Buscando la manera de encontrar un arraigo el personaje lo
halla constituyéndose a sí mismo en un engranaje dentro de una maquinaria entre
afectiva y mecánica. Así, como tal, se hace indispensable, conformando una
particularidad dentro del total, con una identificación e importancia dada
completamente por su funcionamiento. Por ello Samsa ahora se conforma con muy
poco, percibiendo a la ternura en un plato con despojos de comida en el suelo
depositado por su hermana, el interés hacia él en las conversaciones de su
familia en la sala, cuyo tema no es otra “cosa” que su permanencia y destino
(no existe dialogo donde se cuestione la causa de tal transformación)… y hasta
él mismo ve a la propia desaparición como una muestra de afabilidad hacia sus
seres queridos. Busca justificación frente al desapego, inducido tanto por
él como por los demás. Oyendo detrás de las puertas las diálogos de sus
familiares, Gregorio siente culpabilidad, por tener que obligarlos —por su
puesto involuntariamente— a prescindir de los beneficios económicos que conllevaban
sus largas jornadas como vendedor viajero, tener que llevarlos a abandonar la
comodidad por el trabajo, tener que obligarlos a soportar su
repentina dependencia. Llevado por la culpa comprende aquel rechazo, aquel
aislamiento, aquella repugnancia que va más allá de su simple aspecto. El
insecto no es más que una metáfora de ese miedo de convertirse en un
desvalido. El distanciamiento de sus directos hace referente al abandono,
al extrañamiento que el propio autor sufrió en vida, desunido de todo grupo o
afecto, donde la autosuficiencia es la única protección para no convertirse en
un insecto que en un principio provoca pena, luego distanciamiento y finalmente
repugnancia.
Y ese miedo encuentra referente hoy en día, donde si bien
el ser humano está resignado al sometimiento de los designios de las redes de
apoyo que le pueda brindar la sociedad, también se está convencido que ellas
están en directa subordinación con el aporte que ellos le otorguen. Es decir,
la sociedad actual, cuyas características son bastante conocidas y
expuestas, no conforma más que un ejemplo de esta autosatisfacción. Y la
sensación de miedo, de culpa, está presente, producida por el sentimiento de
desprotección e individualismo ya parte de las condiciones de subsistencia. Por
tanto, se puede entender que las características de la personalidad de Frank
Kafka, desarrollada por su desenvolvimiento incierto en diagonales culturales,
socioeconómicas, afectivas, sean un referente tan actual. La cultura, la
ostentación, la condicionalidad de los afectos, hace de los sujetos entes
aislados dentro una globalización, refugiados en sí mismos, aliviándose en
privado, a puertas cerradas para incluso los más cercanos. La autosuficiencia
es considerada una cualidad, debido que así se logra una tolerancia en una
sociedad que no justifica debilidades y dependencias. El desarraigo dado por
las circunstancias a Kafka hoy en día se vuelve en una constante, incluso
valorado frente a ataduras que impidan un desarrollo humano regido por el
acaparamiento y la satisfacción de las necesidades principalmente ajenas y por
consecuencia las propias.
Kafka, el seductor
Sin
embargo, la propia naturaleza humana hace irresistible la búsqueda de
apegos, aunque a veces momentáneos, debido a temores o a incapacidades. Frank
Kafka en su vida adulta se volvería un seductor reconocido, encontrando
refugio y sentido en las relaciones amorosas. En ellas vencería la sensación de
soledad, creyendo hallar una complementación. Y fueron férreos amores, con
nombre propio: Felice Bauer, Grete Bloch, Julie Wohryzek, Milena
Jesenská yDora Dyamant. Pero serían amores aciagos, con compromisos
matrimoniales que el autor de La Metamorfosis rompería en
último momento. Sin duda, esto demuestra una búsqueda que jamás se cumple, por
incompetencia o acobardamiento. Le fue una forma de luchar por curarse de ese
extrañamiento que padeció, como extranjero, en un mundo extraño sin confiar en
nada ni en nadie, marcado por esas marcas profundas que nacen en la infancia.
Frank Kaffa dibuja en La Metamorfosis al hombre de
hoy, llevando sobre sí una soledad y una frustración permanente,
desenvolviéndose en una sociedad saturada por fuerzas desconocidas, fuera de la
comprensión y más aun de control y, por consiguiente, afrontada con temor y
cuestionamientos. De la misma manera que el humano actual sobrelleva su propio
desarraigo en la cotidianidad Kafka lo hizo sobre el papel, enfrentándose a su
entorno y finalmente consigo mismo, en una lucha que duró hasta su muerte y que
para el hombre actual continúa sin treguas o términos. Quizás cuántas veces,
tal como seguramente lo experimentó Kafka, nos hemos sentido como un insecto,
como un monstruo escuchando y tratando de darle significado a los sonidos del
mundo a través de las paredes de una habitación, un mundo obviamente con un
sentido pero uno extraño, del cual nos hallamos excluidos.
En una carta escrita en 1919 para su padre el autor expresa
su convicción de que éste le consideraba un parásito. Por esto y por los
antecedentes antes expuestos, es evidente que la presencia de ese insecto no es
solo un truco literario, sino que venía predeterminada por fuerzas no
analíticas, manifestantes de la identidad más profunda y, por lo tanto, más
verdadera. La novela fue escrita como una escapatoria, realizada en medio de
las sombras con tal de ser lo más secreta posible, pero ejecutada tan
impremeditadamente, tan vehemente, tan visceralmente, que es descubierta
fácilmente. Su literatura es solo la expresión leal de sí mismo, tanto en su
contenido como en su elaboración. Kafka escribió La Metamorfosis inspirado
por las imágenes de un sueño. A la mañana siguiente se pondría en campaña para
escribir tan excéntrica obra. Sin embargo, tal labor debería hacerse con
esfuerzo, en medio del desvelo y el cansancio de los días trabajando en una
compañía de seguros (Kafka se graduó como doctor en Derecho en 1906). Gracias a
las cartas que el escritor envió a Felice Bauer, sabemos del angustioso proceso
de creación que inició el 5 de noviembre:
Ojalá tuviera libre toda la noche, para dedicarla a escribir de un solo tirón, sin abandonar la pluma. Sería una noche maravillosa.
Así le gustaba trabajar; queriendo encausar todos sus
esfuerzos en plasmar las imágenes elaboradas por su mente, sin más afán que
buscar una liberación siempre dolorosa pero finalmente saludable, dejando en
muy segundo lugar la publicación. Durante el proceso de creación, novela y
escritor se hicieron uno, indispensables uno del otro para ser comprendidos.
Finalmente, como convencido que su obra era tan enrarecida
como él mismo, que no sería comprendida por ese mundo que le rodeaba, encargó
antes de morir en 1924, a su amigo y colega escritor Max Brod, que
destruyera todas sus novelas, cuentos y diarios. Pero finalmente éste no
cumplió. Esta sería redescubierta gracias al entusiasmo que experimentaron por
ella varios eximios escritores como André Breton o Sartré. Solo
después de 1957 se pudo encontrar en las librerías de Praga, ciudad donde vivió
toda su vida, ediciones de La Metamorfosis. Desde entonces, la
fuerza de su obra ha sido tan importante que el término “kafkiano” se aplica a
situaciones sociales angustiosas o grotescas. Frank Kafka se enfrentaría a
Gregorio Samsa en una reyerta que sucumbiría con la muerte de uno en manos de
la tuberculosis, y del otro, bajo la inanición y las heridas, sobre el suelo de
una casa abandonada por sus moradores. La imagen final; la propia familia en un
vagón de tren rumbo al sosiego otorgado por la esperada muerte del hijo, del
hermano, del insecto, revela al lector ejecutante de la segunda lectura de este
relato la condición, primero de Kafka, luego de Gregorio Samsa, y finalmente
del “hombre moderno”.
La valoración de La Metamorfosis
¿Es La Metamorfosis su mejor obra? Es esta
una cuestión bastante subjetiva aunque desde el punto de vista literario podría
tener lugar un extenso debate tratando de dar respuesta. Tal vez ni siquiera
sea la más representativa. Pero desde luego, si tenemos en cuenta la repercusión
posterior a un nivel más personal, el número de lectores que a lo largo del
tiempo han ido haciéndola de algún modo suya, Kafka siempre será el creador de
aquel pobre desgraciado que un día despertó siendo un insecto.
Puede que al leer esto se piense en esa soberbia novela que
es El Proceso, tan aplicable al funcionamiento del mundo real,
incluso tal vez se recuerde la esencia que guarda esa inacabada El
Castillo. Si me preguntan, si por alguna absurda razón me viera obligado a
escoger entre las posibilidades que ofrece su trabajo, existen ciertas
posibilidades de que acabara decantándome por En la Colonia
Penitenciaria, esa novela breve que gira en torno a un aparato de tortura y
ejecución del que, a cada página que pasamos, sabemos un poco más.
Hoy, por supuesto, hacemos referencia a La
Metamorfosis. Porque acaba de cumplir cien años y no queremos dejar pasar
la oportunidad de rendirle un pequeñísimo homenaje, porque ha pasado a la
historia como una pieza clave para todo aquel que se interesa por la literatura
duradera e influyente, por las letras que no sólo ofrecen una evasión rápida
bajo la sombrilla y que invitan a indagar, entender e interpretar. Una lectura
que ha ganado amantes de diversas edades.
Cien años después, La Metamorfosis sigue
funcionando como un excepcional referente, influyendo en todos los lectores que
tienen la suerte de chocar con historias de esta talla, llevándolos a realizar
cuestiones incómodas que resultan muy necesarias. Es un símbolo de lo
perdurable, una prueba de que, aunque algunos días resulte aterrador,
amanecemos, y cada nuevo “yo” es una batalla que librar.
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