Juzgando que la novela occidental oscila entre dos ideas límites (una el Quijote y el extremo opuesto que podría ser Le temps retrouvé, de Marcel Proust o Absalom, Absalom!, de William Faulkner) declaraba en 1979 Juan Benet en una conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard:
Para un novelista consciente de su modesta posición en un punto intermedio de esa carrera del péndulo, el Quijote no puede ser ya un modelo. Quien a estas alturas intente no ya imitarlo, sino aprovechar cualquiera de sus hallazgos para el beneficio de su propio arte narrativo, está perdido. No hará más que resbalar. La historia y la tradición literaria, la fortuna de sus imitadores —de Sterne a Gogol, de Dickens a Kafka— no ha hecho más que alejar el modelo hasta hacerlo inalcanzable, de la misma manera que la pléyade de santos y devociones ha hecho poco menos que imposible la imitación de Cristo. Y, por si fuera poco, una cosa es imitar el Quijote y otra muy distinta es intentar reproducir o repetir el gesto de Cervantes respecto a la invención narrativa [1].
La idea de que imitar el Quijote es hoy, si no imposible, difícil, me parece justificada, y reconozco plenamente la imposibilidad de repetir el gesto de Cervantes, perteneciente a la historia donde todo cambia y permanece pero nada se repite.
Sin embargo, grandes novelistas modernos han aprovechado, desde muy varias actitudes, hallazgos y enseñanzas que del Quijote y de las Novelas ejemplares pueden obtenerse. Una de las más fecundas lecciones del arte narrativo de Cervantes para la novela española contemporánea (denomino así a la producida en los últimos cincuenta años) consistiría en el ejercicio del diálogo como comentario —teóricamente inacabable— sobre el mundo.
No es difícil hallar tal lección en el Quijote y en el Coloquio de los perros. El diálogo (dual, entre Don Quijote y Sancho Panza, o entre Berganza y Cipión, o plural, entre los dos primeros y sus otros interlocutores) se manifiesta principalmente como comentario coloquiado acerca del mundo: acerca de un mundo percibido, representado y concebido desde perspectivas contrastadas; mundo del pasado (cultural), del presente (acción y contemplación) y del futuro (ideal, utopía); mundo de sensaciones, sentimientos, imaginaciones o visiones, de ideas; mundo propuesto siempre como objeto de interpretación.
Como es obvio, hay muchas enseñanzas derivables del Quijote que siguen vivas en la novela de nuestro tiempo: la ironía, la parodia, el juego, el conflicto yo/mundo, la antítesis imaginación/necesidad (más tarde: poesía/prosa), la sustancia verdadera de la ficción y la apariencia ficticia de la realidad, la literarización de la vida, el deseo imitativo, la reflexión de la novela sobre sí propia, la concentración del destino en una sola fase, la fruición de contar, el principio estructural del orden desordenado, la invención de un mito nacido de la entraña misma de la época. Estas y otras enseñanzas aparecen en nuestros días no como extraídas de la lectura directa de Cervantes, sino como asimiladas a lo largo de tres siglos y filtradas muy a menudo a través de novelistas como Sterne, Gogol, Dickens, Kafka y de otros muchos: Flaubert y Alas Clarín, Dostoievski, Galdós, Joyce y un largo etcétera.
Precisar hasta qué punto en los novelistas españoles contemporáneos tales aprovechamientos sean intermediados o inmediatos sería ilustrativo, pero quizá prolijo y estéril. Renuncio, pues, a discernir lo que de «quijotesco» o «cervantino» pueda haber en novelas como Alfanhuí (1951) de Rafael Sánchez Ferlosio, donde un niño dotado con la facultad de transfigurar el mundo sale al camino a probar límites y resistencias; o como las dos novelas de Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio (1962), la novela del fracaso de un individuo (médico) en el seno de una sociedad enferma, y Tiempo de destrucción (1975), la novela del esfuerzo de otro individuo (juez) en el seno de una sociedad culpable; o como Últimas tardes con Teresa (1966) de Juan Marsé, pequeño y amargo Quijote en cuanto parodia de los 'libros de socialerías' tan favorecidos en aquel entonces; o como La saga/fuga de J. B. (1972) de Gonzalo Torrente Ballester, donde tantas cosas dependen del antiguo modelo: el heroísmo cómico del protagonista, el mito desmitificador, el desordenado orden, la autocrítica de la novela, el goce de narrar, las parodias plurales, el juego omnímodo; o como las mejores novelas de Juan Benet, nunca desveladoras de una vida humana en su transcurrir, sino centradas en un episodio tardío de esa vida. Renuncio también a examinar cómo en la Escuela de mandarines (1974) de Miguel Espinosa resucita el espíritu de Don Quijote en la figura del itinerante Eremita y reaparece la imagen de Dulcinea en la de su amada Azenaia Parzenós (por otro nombre Mercedes Rodríguez) y cómo en La tríbada falsaria (1980) y La tríbada confusa (1984), del mismo malogrado escritor, una anécdota breve y sórdida, narrada en unas pocas páginas, engendra centenares de páginas de comentarios orales y escritos a modo de inacabable irradiación pluriperspectivista que eleva la anécdota a una categoría «teológica».
Indicadas estas renuncias, me fijaré sólo en dos aspectos de la relación entre la novela española actual y la persona y la obra de Cervantes, pues en el primero de ellos hay contacto directo y en el segundo puede someterse a discusión una influencia probable y menos notada que otras.
- Un aspecto es la visión de Cervantes por parte de novelistas que le han consagrado alguna reflexión memorable dentro o fuera de sus novelas, y aquí me referiré a Luis Martín-Santos, Gonzalo Torrente Ballester, Juan Goytisolo y Juan Benet
- El segundo aspecto es el anunciado ya: la ejercitación del diálogo como comentario del mundo, en manera semejante al Quijote y al Coloquio de los perros. Tendré en cuenta aquí novelas casi del todo dialogadas de José María Vaz de Soto, hmen Martín Gaite, Miguel Delibes, Torrente Ballester y algún otro.
Reflexiones sobre Cervantes
Ni el cervantismo ensayístico de Azorín ni el tenue y disperso de Valle-Inclán (autores del 98 muy leídos en los primeros lustros de postguerra) pudieron fomentar en escritores jóvenes la asimilación del posible modelo. Tampoco el quijotismo exasperado de Unamuno, que rebajó a Cervantes a simple medio conducente al fin: Nuestro Señor Don Quijote. Más eficacia pudo tener, a la larga, la novela caminada y conversada de Pío Baroja, en la que no es raro tropezar con un hombre empujado a la aventura que dialoga por caminos de perfección o de imperfección con otro hombre más discursivo y menos alterado. Signo cervantesco ostenta también Belarmino y Apolonio, de Ramón Pérez de Ayala, aunque estropeado por la explicitud con que el narrador plantea el contraste entre el zapatero filósofo y el zapatero dramaturgo, y por las glosas ensayísticas con que, en vez de contentarse con hacer perspectivismo, se entretiene en desarrollarlo teóricamente.
En 1940, como veinticinco años atrás, el más valioso estímulo al aprovechamiento de Cervantes estaba en las Meditaciones del Quijote de Ortega y Gasset, quien, sin dejar de explorar el significado del Caballero, había dedicado tan temprano ensayo de explicación salvífica al escritor Cervantes, o mejor, a su novela en cuanto novela. Este traslado del fervor por el personaje (tan clamado por Unamuno) a la estudiosa atención hacia el arte de novelar de Cervantes determina el rumbo que tomarán después críticos eminentes como Américo Castro y Joaquín Casalduero, o novelistas como Francisco Ayala, por citar uno solo del tiempo de entreguerras. Y, viniendo así al primer aspecto escogido, no resulta extraño que aquellos a quienes voy a referirme (Torrente Ballester, criado en la lectura de Ortega, pero también Martín-Santos, Goytisolo y Benet, más alejados de tal lectura) hagan girar sus reflexiones no sobre Don Quijote, sino sobre el Quijote.
Mucho llamó la atención poco después de 1962 el pasaje de Tiempo de silencio en que se ofrece la meditación de Pedro, el médico, acerca de Cervantes, mientras deambulaba por el Madrid nocturno de 1949. Hubo de llamar la atención ese texto, entre otros motivos, por el largo olvido en que se había dejado a Cervantes. Los novelistas de los años 40 y 50 se habían acogido más bien al modo picaresco que al cervantino. Se veía más «realismo» y más «crítica» en aquél que en éste: la picaresca presentaba la pobreza, el hambre, la marginación, el afán de medro; el Quijote, apenas.
Henchido de voluntad testimonial, Juan Goytisolo ponderaba en 1957 la gran lección de la picaresca, consistente en «ofrecemos, con un coraje y una valentía inhabituales, una imagen cruel, certera, de la sociedad», en lugar de abandonarse a sueños gloriosos o místicos [2.].
Pero he aquí a Pedro, en Tiempo de silencio, monologando por callejuelas del centro de Madrid donde fue vecino el manco famoso:
Cervantes, Cervantes. ¿Puede realmente haber existido en semejante pueblo, en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada, tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza? ¿Puede haber respirado este aire tan excesivamente limpio y haber sido consciente como su obra indica de la naturaleza de la sociedad en la que se veía obligado a cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír? ¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho [3].
Lo que en principio suscita la reflexión del viandante es, según se ve, el caso personal de Miguel de Cervantes, su equilibrio, su clarividencia para comprender el mundo y sobreponerse a la adversidad, lo excepcional de su existencia y lo enigmático de su hazaña literaria. A ésta va dedicado el resto de la meditación, estructurada en seis espirales sucesivas, que, abreviadamente, configuran este razonamiento: cierta moralidad permite leer libros de caballería siempre que se reconozca que el bello mundo que describen es falso; un hombre decide creer en ese bello mundo y darle ser, con lo que «el mal» se hace realidad; a ese hombre le llamaban «el Bueno»; ese hombre sabe que el bajo mundo es malo y su locura consiste en creer en la posibilidad de mejorarlo, lo cual induce a reír; pero tal vez hubiera que crucificar al loco risible, pues lo escandaloso de su locura está en que pretende realizar aquella moralidad en que decían creer los que de él se reían; sin embargo, como «está loco», no hay que llevar las cosas tan lejos:
En ese “hacer loco” a su héroe va embozada la última palabra del autor. La imposibilidad de realizar la bondad sobre la tierra, no es sino la imposibilidad con que tropieza un pobre loco para realizarla. Todas las puertas quedan abiertas. Lo que Cervantes está gritando a voces es que su loco no estaba loco, sino que hacía lo que hacía para poder reírse del cura y del barbero, ya que si se hubiera reído de ellos sin haberse mostrado previamente loco, no se lo habrían tolerado y hubieran tomado sus medidas montando, por ejemplo, su pequeña inquisición local.
La historia del loco, en fin, habría servido a Cervantes de «fatiga divertida» con que, olvidando carencias, desprecios y desgracias, «poder no enloquecer» (p. 64).
Inserta esta cavilación en el tejido de la novela y atribuida a su protagonista, nada más natural que preguntarse por su función dentro del conjunto. De tener algo en común con el hidalgo manchego dicho protagonista, ello sería el empeño en realizar una forma de bondad sobre la tierra (la investigación del cáncer), y lo que más le acercaría a la situación de aquél sería la incomprensión y aun la hostilidad del ambiente. La hazaña de Cervantes (escribir la historia de un loco para no enloquecer él mismo) afloraría a la reflexión del joven médico —sumido en las circunstancias más contrarias a su esfuerzo— como un ejemplo de denuedo para emitir la verdad de su creencia y de astucia para envolver el mensaje en una forma grata a todos. El ejemplo, sin embargo, se evidencia imposible para el protagonista (que se adapta a la miseria del ambiente en el más mezquino de los fracasos) y difícil también para el autor de Tiempo de silencio, donde la superior agilidad sinóptica de la ironía apenas se proyecta, suplantada por un sarcasmo más quevedesco o goyesco que cervantino.
Con todo, la aparición de Cervantes como hombre y como artista dentro de una novela que tan revulsivo efecto hubo de tener en España, marca el punto en que la novelística empieza a desviarse del modelo picaresco para irse aproximando al cervantino.
La idea de que Cervantes proclamaba tácitamente que «su loco no estaba realmente loco», sino que lo fingía, aunque no pueda adjudicarse sólo al ingenio de Martín-Santos ni suponerse transferida de él a Gonzalo Torrente Ballester, es la idea que rige el libro de éste: El Quijote como juego (Madrid: Guadarrama, 1975). Declarando sus deudas a Ortega, Rosales y otros críticos, brinda Torrente su ensayo como «la vacación de un novelista fatigado que vuelve a su maestro y que se empeña en ver en él lo que quizá no exista, pero que bien pudiera existir» (pp. 8-9).
Muchos son los aspectos del Quijote que Torrente Ballester aborda en su libro, pero la tesis que preside el conjunto es ésta: «el autor, por medio del narrador, propone el siguiente juego: de una parte, el narrador afirma que el personaje 'confunde la realidad porque está loco', y, de la otra, pone en el texto los elementos necesarios para que —interpretándolos rectamente— pueda el lector darse cuenta de que el personaje ve la realidad como es, como la ven Sancho y el narrador» (p. 121). No se trata tanto de demostrar que Don Quijote es un hombre lúcido que se finge loco (aunque a veces tal parecería la intención del estudioso) cuanto de hacer ver cómo Alonso Quijano, una vez emprendida su andante caballería —por aburrimiento del mundo cotidiano y por ansia de llegar a ser personaje de un libro— adopta un juego representacional a cuyas reglas procura atenerse en todo momento y espera que los demás se atengan.
A la congruencia del comportamiento lúdico del héroe es a lo que atiende primordialmente este escritor, Gonzalo Torrente Ballester, en cuyas novelas desde La saga/fuga de J. B. (1972) hasta La isla de los jacintos cortados (1980) puede observarse la práctica del mismo postulado: tan pronto se admite el derecho de la fantasía a ocupar en la novela tanto espacio o más que el de la realidad sobre cuyo fondo se levanta, la fantasía establece una cohesión interna inquebrantable.
Podrá convencer o no la tesis de El Quijote como juego, pero la defensa del juego irónico entablado entre autor, narradores, héroes y personajes diversos (Sancho Panza el más prendado del juego impuesto por su amo, aunque todos se plieguen a él en cierta medida) significa, junto a las novelas mismas de Torrente ya acotadas, un cálido e inteligente homenaje en confluencia con otros, de Vargas Llosa o Carlos Fuentes, a través de los cuales se vuelve a situar a Cervantes como patrono de cuanto por los años 60 y 70 promueve la renovación de la novelística hispana.
No escapa a la percepción de Torrente la importancia del diálogo en el Quijote. Así, cuando recuerda que el Caballero, «amén de hombre de acción, es un 'intelectual' que opina sobre todo, hasta un punto tal que la exposición de sus opiniones consume más tiempo narrativo que la de sus acciones» (p. 37) y cuando propone resumir el Quijote como una novela en la que «dos intelectuales se echan al campo para poder hablar tranquilamente de sus cosas» (p. 40). Así también cuando observa:
La presencia de Sancho descarta el monólogo e impone el diálogo, un diálogo, si se quiere, convencional, en que cada parte discursea de lo lindo. No un diálogo 'coloquial', sino 'literario', 'artificioso'. Fue una buena ocurrencia del autor pensarlo y realizarlo así: el coloquio realista habría recargado el libro de elementos inútiles y no hubiera dejado lugar a las palabras de más sustancia. El autor no pretendió dejar un testimonio de cómo hablaban en la 'realidad' un supuesto loco de la ociosa clase hidalga y un supuesto tonto del pueblo trabajador, sino más bien que uno y otro emitiesen puntos de vista personales sobre cuanto tema se les ocurriese o les saliese al camino.
Observación ésta importante a nuestro propósito, pues la moderna novela «dialogal-comentadora» usa un estilo de diálogo en el que la lengua de los interlocutores es la misma lengua culta y literaria del autor: se renuncia al decoro costumbrista para preservar sólo un decoro esencial. Menos acertado me parece dar por «modelo indudable» de los diálogos entre Don Quijote y Sancho los de León Hebreo, aunque Cervantes los conociese y mencionase.
Además de al juego de la locura lúcida, Torrente se refería (sin gran insistencia) a la índole metafictiva y autocrítica del Quijote, sobre todo al analizar la segunda parte en sus alusiones a la primera y al advertir que el afán de Don Quijote no era sólo obrar como caballero andante, sino acceder a la gloria como personaje literario inmortalizado en un libro, ya que él mismo había renunciado a dar continuación literaria a las hazañas de Belianís (ver pp. 48-49 y 166-169). A este respecto, pienso que habría que retocar lo que Steven Kellman dice de la moderna novela autogenerativa en The Self-Begetting Novel (New York: Columbia University Press, 1980, p. 9). Según él, se produce en esta clase de novelas la inversión del modelo quijotesco: en lugar de una progresión desde las fantasías del Amadís hacia el mundo «real», el héroe procede típicamente desde las contingencias de la vida a su apoteosis como novelista y dentro de una novela. Pero Don Quijote, a mi juicio, no procede sólo de la literatura a la realidad, sino también de ésta a aquella, pues sueña con ser, si no el novelador de sus propias hazañas, el protagonista de una novela que las perpetúe, y el sueño se le cumple en su tercera salida, cuando ya es famoso gracias al libro publicado en el que se contaban sus dos salidas anteriores.
El aspecto metanovelístico de la obra cervantina es uno de los que más han interesado a Juan Goytisolo, quien, de encomiasta de la picaresca, pasa de 1970 en adelante a cervantinizar dentro y fuera de sus novelas. Dentro: en Reivindicación del Conde Don Julián (1970), con sus airados escrutinios de la tradición literaria española, de la cual La Celestina y el Quijote serían los más preciosos tesoros; o en Juan sin Tierra (1975), donde el pastiche mixto de las canciones de hdenie las cuitas de Dorotea y el fúnebre cortejo pastoril de Crisóstomo no es burla de aquellos bucólicos episodios, sino homenaje a Cervantes por medio del cual escarnece el desamparado realismo socialista de ciertos críticos; o en Paisajes después de la batalla (1982), dependiente en primer término de Bouvard et Pécuchet y, por tanto, con fundamento último en el arte paródico de Cervantes.
Fuera de las novelas, Juan Goytisolo ha consagrado varios escritos al autor del Quijote, «Lectura cervantina de Tres tristes tigres» (1976) (en Disidencias, Barcelona, Seix Barral, 1977, pp. 193-219); «Vicisitudes del mudejarismo: Juan Ruiz, Cervantes, Galdós» (en Crónicas sarracenas, Barcelona, Ruedo Ibérico, 1982, pp. 47-71); y «Cervantes, España y el Islam» (en Contracorrientes, Barcelona, Montesinos, 1985, pp. 22-25).
En el primer ensayo, reaccionando contra el desprecio con que Unamuno pasaba por alto el capítulo del escrutinio de la librería de Don Quijote, ensalza Goytisolo el cervantino «juego a la vez destructivo y creador con los diferentes códigos literarios de su tiempo», la «relación intertextual» y la importancia de la discusión literaria dentro del Quijote, novela que es «simultáneamente, crítica y creación, escritura e interrogación acerca de la escritura, texto que se construye sin dejar de ponerse nunca él mismo en tela de juicio». Toda la materia literaria de que está llena la novela de Cervantes hace de ella «un discurso sobre discursos literarios anteriores» en el que la historia del personaje enloquecido por los libros se trueca en la historia de un escritor enloquecido con el poder fantasmal de la literatura», y de aquí deduce Goytisolo que la vanguardia, al abandonar el «realismo» de corto vuelo (¡?) «predominante en los últimos siglos», entra en el ámbito cervantino cuando «intenta devolver a la novela sus posibilidades perdidas». De ello sería ejemplo Tres tristes tigres, y Goytisolo va cotejando el proceder del autor cubano con el de Cervantes.
En «Vicisitudes del mujedarismo» aparece, junto a la metanovela, otro aspecto preferido por el asiduo huésped de África. Enemigo acérrimo de la España centralista, unitaria y ortodoxa, toma Goytisolo de Américo Castro el término «mudejarismo» para definir el estilo arabizado del Arcipreste de Hita en clima cristiano, y se complace en hallarlo no sólo en el autor del Libro de Buen Amor, sino en el Mío Cid y en Don Juan Manuel, en San Juan de la Cruz, en Cervantes, en el Galdós de Aita Tettauen, así como, desde luego, en sus propias novelas: Don Julián, Juan sin Tierra, Makbara. No ya por la invención de Cide Hamete, sino por su diseminación de perspectivas acerca del problema morisco, el cautiverio de Argel o la expansión turca, Cervantes abre en su Quijote y en algunas de sus novelas y comedias, horizontes de tolerancia y de insinuada atracción hacia virtudes y delicias islámicas opuestas a la estrechez inmóvil de la España que le correspondió sufrir. Declara el antiguo paladín de la picaresca:
Si Cervantes es el escritor de quien más cerca me siento, ello estriba en su condición de precursor de todas las aventuras: si su familiaridad con la vida musulmana aporta a su obra una innegable vertiente mudéjar, la invención novelesca mediante la que asume la totalidad de sus experiencias y sueños hace de él un ejemplo máximo de la actitud ilustrada con el dicho humani nihil a me alienum puto. Tres siglos y medio después, los novelistas 'cervanteamos' aún sin saberlo: escribiendo nuestras obras, escribimos sobre nosotros mismos. Ajenos o próximos a sus devociones islámicas, será [Cervantes] en cualquier caso la alquibla en que convergerán nuestras miras.
Sobre esta misma temática versan las páginas de 1985 «Cervantes, España y el Islam». Insiste aquí Goytisolo en que el cambio hacia la novela moderna se debe a la transformación de la locura del hidalgo lector en la locura de «un creador alucinado por el poder omnímodo de la literatura». Recordando la huella de Cervantes en Fielding, Sterne, Diderot, Gogol, Dickens o Flaubert, se lamenta de la «escasa, por no decir, nula repercusión» del Quijote en las letras hispanas hasta nuestro siglo: «cuando la simiente de Cervantes reaparezca lo hará en pleno siglo XX y, hecho realmente significativo, en tierras americanas».
Olvida Goytisolo aquí, injustamente, la inspiración que de Cervantes recibieron Larra, Galdós, Alas Clarín y Ganivet (al Unamuno de Niebla se le debe también algún recuerdo). Da por sentado, además, que Cervantes era «un cristiano nuevo en una sociedad intolerante» (siguiendo a Américo Castro) y que su familiaridad con el Islam le permitió intuir «la dinámica de un espacio cultural abierto y vario», la visión de una «España tolerante y plural» opuesta a la que tenía que padecer; argumento que le lleva a poner en relación la empresa de Cervantes con el intento de destrucción creadora de su imaginado Conde Don Julián, el proteísmo de este personaje y el estilo de la novela por él protagonizada, así como el carácter metanovelístico de la misma. Confesando que sólo después de concluir Don Julián tuvo conciencia de la analogía entre el estrago de la biblioteca de Tánger por los insectos introducidos entre las páginas de ciertos clásicos españoles y el escrutinio de la librería de Alonso Quijano, apunta Goytisolo: «al extender mi campo de maniobras novelesco al conjunto de la literatura española he cervanteado sin saberlo», y a continuación:
Mi disposición se ha transmutado en pertenencia: al deshacerme simbólicamente de España he verificado mi filiación real con el creador del Quijote. La aspiración a la modernidad —ese afán de explorar los límites de la creación que la caracteriza— me ha conducido, como a muchos colegas que admiro, al ejido sin límites de Cervantes. Partiendo de enfoques y propósitos muy distintos, autores como Borges, Fuentes, Martín-Santos, Roa Bastos, Cabrera Infante o Julián Ríos llegarán, a sabiendas o no, a la misma comprobación tácita.
Sin duda este cervantinismo en el que, según Juan Goytisolo, se halla incursa la mejor novelística hispana de hoy, contrasta notoriamente con la negativa de Juan Benet a reconocer la eficacia del modelo quijotesco en cuanto objeto de imitación y aun de aprovechamiento. Ello no impide que Benet, en la aludida conferencia de 1979, «Onda y corpúsculo en el Quijote», resalte en esta obra dos valores principales de perenne irradiación: la invención por Cervantes de «su propio mito» y la composición de la novela como «corpúsculo» (manifestación de un carácter, ya formado, en un episodio de su vida) en vez de como «onda» (intriga, evolución, despliegue del carácter), que es como entendía la novela un Stendhal en Le rouge et le noir.
Entre ambos valores (la invención del «mitologema» y el procedimiento corpuscular) el enlace parece residir para Benet en la dualidad que establece el diálogo. Al crear el mito (ese personaje «inédito» que es Don Quijote), comprendió Cervantes que tal personaje no podía estar solo, como lo estaba en esencia el héroe épico, «porque precisaba el énfasis de un contrapunto de oposición y la réplica, dialogada sobre todo, al espíritu culto y anacrónico». De esa crítica al propio empeño, de esa contraposición, llegaría a constituirse en el futuro «un canon que adopta las formas más insospechadas: el diálogo entre dos tiempos diferentes en La recherche de Proust o el antagonismo de dos argumentos distintos, como en Wild Palms (William Faulkner), uno épico y otro sórdido». «Con una energía estamínea engendró sus dos caracteres y, a fin de preservar su doble personalidad, evitó con sumo tiento la aparición de un tercero que pudiera hacerles sombra» (p. 84). Pienso que con esta observación toca Juan Benet en la mayor innovación de la novela moderna: el duelo yo/mundo, escisión que hizo y sigue haciendo de la epopeya novela.
La modernidad del Quijote, para Benet, no estribaría en el juego, como para Torrente, ni en la metaficción, como para Juan Goytisolo y sus compañeros latinoamericanos, sino en haber propuesto la novela como «narración de un episodio» por contraste con la total «biografía»:
Cervantes es el narrador del puro episodio, en su forma más atomizada y jerárquica; la locura del hidalgo es un episodio que se traduce en una serie de salidas caballerescas que a su vez son episodios, independientes unos de otros, amenizados cada uno de ellos por diversos episodios —los molinos, los batanes, los yangüeses...— que se desmenuzan en episodios y anécdotas para terminar en el episodio nuclear: la frase con gracia.
Inútil indicar que el enfoque de Benet, sin hacer violencia al Quijote, viene determinado en gran parte por sus propias predilecciones como novelista: el diseño mítico nuevo o renovado (Numa, Deméter, Saúl/Samuel); el girar de todo alrededor de un episodio e incluso de un solo y dilatado instante focal; y, no en último término, eso que Benet alaba también en el Quijote: la erección de un héroe que no tenga sobrados motivos para luchar sino que obre y aun desatine «sin ocasión» (pp. 101-114), impelido —diría yo— más que por una causa justificante por la emanación de una voluntad originaria.
De haberme propuesto un panorama de la trascendencia de Cervantes, y no un fragmento o detalle del panorama, tendría que rememorar aquí, en la línea de aprovechamiento del Quijote como patrón metafictivo, el ciclo Antagonía, de Luis Goytisolo, tetralogía en la cual la escritura se refleja a sí misma y la lectura se refracta desde uno o varios lectores inmanentes al texto hacia los que están fuera de él. Del caso Luis Goytisolo podría predicarse lo que Carlos Fuentes escribía en su Cervantes o la crítica de la lectura (México: J. Mortiz, 1976, p. 95):
Cervantes, como don Quijote, es leído por los personajes de la novela Quijote, libro sin origen autoral y casi sin destino, agonizante apenas nace, reanimado por los papeles del historiador arábigo Cide Hamete Benengeli, que son vertidos al castellano por un anónimo traductor morisco y que serán objeto de la versión apócrifa de Avellaneda... Puntos suspensivos. El círculo de las lecturas se reinicia: Cervantes, autor de Borges; Borges autor de Pierre Ménard; Pierre Ménard, autor del Quijote.
Vértigos parecidos puede suscitar un muy reciente espécimen de novela española: La orilla oscura (1985), de José María Merino. Pero creo que Juan y Luis Goytisolo, Merino y otros de semejante orientación (¿dónde está la línea fronteriza, si existe, entre la vigilia y el ensueño?) deben más a Borges y a su inmediata familia ultramarina que propiamente a Cervantes, el cual conocía demasiado bien dónde estaba esa frontera.
Diálogo cervantino y diálogo moderno
Paso al segundo aspecto anunciado: el diálogo. No me refiero a heteroglosia (Bajtín) o intertextualidad (Kristeva), ni al «discurso sobre discursos», ni a la polifonía propia de toda novela lograda. Me refiero al diálogo como comunicación oral entre dos sujetos distintos (o más de dos, pero necesariamente dos). Dentro de esta acepción tradicional, nadie deja de advertir la novedad que introducen el Quijote y algunas de las novelas ejemplares (sobre todo el Coloquio de los perros) en el uso del diálogo.
Con la fortuna que le caracterizaba al formular rotundamente sus percepciones, Ortega y Gasset definió la aludida novedad óptimamente en su «Adán en el Paraíso» (1910):
Si la novela describe los actos de los personajes y aun el paisaje que los rodea, es sólo para explicar y posibilitar la sugestión directa de los afectos interiores a las almas. [...] Pero la vida de nuestro espíritu es sucesiva, y el arte que las expresa teje sus materiales en la apariencia fluida del tiempo. [...] Por eso, el principio unitivo que emplea este arte temporal es el diálogo. [...] En la novela el diálogo es esencial, como en la pintura la luz. La novela es la categoría del diálogo. [...] Ahora bien: el Quijote es un conjunto de diálogos. Tal vez esto dio motivo a discusiones entre los retóricos y gramáticos de su tiempo; certifique quien sepa de estas materias si puede referirse a algo parecido lo que Avellaneda dice al comienzo de su prólogo: "Como casi es comedia toda la Historia de Don Quijote de la Mancha..." [4]
Anthony Close ha tratado de explicar la insinuación de Avellaneda mostrando la vinculación del diálogo entre Don Quijote y Sancho con La Celestina y las comedias en prosa de Lope de Rueda y de Timoneda; pero el fino análisis que hace Close de ese nexo (Don Quijote habla como el amo, el noble, el enamorado; Sancho como el simple, el necio, el gracioso) no le impide admitir otros orígenes: los coloquios satíricos, las formas dialogales de la «novella», los debates académicos y las varias aplicaciones de la retórica, los diversos géneros parodiados, etc. [5] Y ha habido quien, como Enrique Tierno Galván, a nuestro juicio con acierto, ha considerado a don Quijote un «dialogante intelectual»: «sus conversaciones se aproximan mucho a la estructura del diálogo didáctico, y cuando él habla, nada importa que haya o intervenga un cabrero más o un clérigo menos»[6].
Lo que estos y otros críticos han ido poniendo de manifiesto con sus exploraciones es la complejidad del diálogo cervantino. Por mi parte, intenté mostrar cómo del «diálogo hacia» que con tanta facundia prodigó Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache pudo Cervantes aprender otra modalidad de «diálogo con» (el Coloquio de los perros) donde ya no hay dos interlocutores proporcionadamente activos, sino un locutor pleno (Berganza) y un sublocutor (Cipión). Ambos tipos de diálogo coinciden en ser un comentario compartido (en el fondo, inacabable) acerca de la experiencia del mundo y de la valoración de esa experiencia.
Una de las más fecundas contribuciones de Cervantes a la novela moderna es ese traslado del interés primario en la acción al interés por el comentario sobre ella y sobre el mundo; comentario que se desenvuelve por medio del discurso narrante (lo que los narradores piensan luego escriben) y a través de la interlocución (lo que los personajes dicen luego viven).
Provocaría estupor imaginar que Don Quijote hubiese cabalgado a solas durante sus tres salidas o que se hubiese hecho acompañar de un criado que, en vez de inspirarle confianza y conquistar día tras día plena capacidad de réplica, se hubiese reducido a su función servicial o a su estricto papel de escudero, como en los libros de caballerías parodiados. A partir del capítulo 7 de la Parte I se escucha a Don Quijote y Sancho en conversación a través de la cual se oye la voz del primero como la del amigo y maestro que pronuncia una estimación, convoca un recuerdo, dibuja una esperanza. En adelante, los coloquios entre ambos importarán tanto como las aventuras e irán sobrepujando a éstas.
Caballero Bonald |
Aunque las academias no se distinguen precisamente por el acierto de la inspiración, la Academia Española reemplazó desde su edición del Quijote en 1780 el incongruo del capítulo 10 de la Parte I («De lo que más le avino a Don Quijote con el vizcaíno, y del peligro en que se vio con una turba de yangüeses»: el lance con el vizcaíno había terminado en el capítulo anterior y los yangüeses no aparecen hasta el capítulo 15) por este otro: «De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho Panza su escudero». El nuevo define bien el contenido: coloquios del amo y el criado sobre la ínsula, la reciente pelea, la conveniencia de ocultarse, el bálsamo de Fierabrás, Dulcinea, la ínsula de nuevo y los pobres alimentos que en buena paz y compaña comieron aquella noche. Sobre todo, el nuevo título compendia la curiosidad de los lectores por conocer los comentarios de los caminantes acerca de cuanto van viviendo juntos.
En esa Parte I no escasean los títulos capitulares que enuncian «discretas razones» (capítulo 19), «sabrosos razonamientos» (cap. 31), «discreto(s) coloquio(s)» (cap. 49), y en la Parte II abundan los «razonamientos», «pláticas», «preguntas», «respuestas», «cartas» y «consejos» de los dos peregrinos entre sí o con otros personajes.
Como una de las cumbres del coloquial entre Don Quijote y Sancho se recordará el capítulo 20 de la Parte I. Puesto que la aventura de los batanes es una expectativa de aventura desmentida por la luz de la mañana, la noche entera se les va al temeroso criado y al valeroso caballero en coloquios, hasta que éste tiene que advertir a aquél que en adelante no le hable demasiado: «que en cuantos libros de caballerías he leído que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo», invocando como dechados de taciturnidad al respetuoso Gandalín y al silencioso Gasabal. Pero Sancho no tardará en incumplir el aviso, como lo prueban sus vivaces razones sobre el yelmo o bacía y su petición de romper «aquel áspero mandamiento del silencio», petición tan generosamente otorgada por Don Quijote que es él quien desborda de elocuencia al pintarle al criado la vida de un caballero andante y disertar sobre linajes, etc. (cap. 21).
Posteriormente, Sancho volverá al tema expresando su deseo de regresar a su casa con su mujer e hijos «con los cuales, por lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere», pues no le parece soportable buscar aventuras, recibir palos y, sobre eso, haber de coserse la boca «sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo» (cap. 25). Don Quijote le contraviene, y el diálogo prende de nuevo y se anima. Así en esta tensión entre el deseo de hablar de Sancho y la acalladora corrección de Don Quijote cuando aquel se desmanda, corrección anulada tan pronto Sancho se humilla y Don Quijote puede desahogar su no menos intenso afán de comunicación expansiva, van uno y otro comentando realidades e imaginaciones a lo largo de su transeúnte convivencia. Y atestigua emotivamente la necesidad del novelista de satisfacer la urgencia de hablar de sus criaturas y la bien supuesta curiosidad de los lectores por oírles hablar, lo que el narrador dice antes de empezar a alternar en capítulos paralelos las vicisitudes del uno y del otro: «Cuéntase, pues, que apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad, y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera» (II, cap. 44), porque «la ausencia de Sancho» le hacía parecer triste y melancólico. Tan patentes como esa tristeza son el alborozo del Caballero al reconocer regresado y vivo al compañero con su rucio («El rebuzno conozco, como si le pariera, y tu voz oigo, Sancho mío», cap. 55) y su contento al recobrar la libertad cuando los dos salen del castillo ducal, comparable a un cautiverio (cap. 58).
Según consenso general de lectores y críticos, es gracias al dialogo como se aproximan las dos conciencias en principio tan dispares y se interpenetran y trasfunden. Comparando el Quijote y Huck Finn desde el punto de vista del diálogo, Stephen Gilman llegaba a ver como fundamento de éste no ya la experiencia, sino la evaluación de la experiencia en su progresión: «Si el diálogo épico sostiene valores aceptados, personificados en el héroe, y si los diálogos dramáticos presentan valores aceptados, pero en azarosa lucha unos con otros, el diálogo novelístico se presenta como no aceptado todavía, no en lucha, sino en el mismo momento de su creación humana» [7].
Con toda evidencia, aunque en el diálogo del Quijote desempeñe importante papel genético el de La Celestina y el de la comedia en prosa del siglo XVI, su calidad no es principalmente dramática, sino novelística, y a mi entender esta calidad se debe a que no es tanto diálogo expresivo (de una conciencia) ni apelativo (a la conciencia de otro) cuanto un diálogo referencial a dos voces: comentario contrastado del mundo.
No menos importante que el quijotesco en la forja de la novela moderna es el diálogo del Coloquio de los perros con su tonalidad monodialogal y digresiva que, inspirada —creo— en el Guzmán de Alfarache, toma un sesgo de iluminación curativa hasta allí insólito.
En un artículo escrito en 1971 aunque no publicado hasta 1975, Stephen Gillman había apoyado la hipótesis de que el Guzmán de Alfarache influyese en el Coloquio de los perros, donde Cipión cumpliría función análoga a la del «lector» (a quien se dirigía Guzmán) frente a Berganza, que, en figura de pícaro, narra, digresa, satiriza; y en otro artículo compuesto en 1975 y publicado en 1977, esbozó el complejo sistema monologal del Guzmán en contraste con el diálogo extrovertido y recíproco del Quijote [8].
En él escribía:
La especial viveza del Coloquio de los perros, en su encanto dialogal, reside... en ese juego de la locuacidad crítica interrumpida, reanudada, vuelta a interrumpir, contrastada por el freno del "chitón" de Cipión, animada por las promesas y los incumplimientos de Berganza, método que es el introducido por Mateo Alemán en su libro famoso... asimilado y sobrepujado por el Cervantes del Coloquio. Sobrepujado en sentido ético a causa de la consistente bondad de Berganza y en sentido estético porque el monodiálogo de Guzmán consigo o con el lector en el caudaloso vehículo de dos gruesos tomos queda transformado en un coloquio breve entre dos canes, con todo lo que esto supone de claridad dialéctica y atmósfera de prodigio. Cervantes, además, hace que Berganza filosofe no para condenar la condición humana, sino para mostrarnos cómo le fue posible y no difícil distinguir el mal del bien y abarcar nítidamente la realidad social. Sirviendo a sus amos y conociendo gentes, aprende Berganza a desenmascarar a los hombres, a iluminarlos (sátira de luz) y a comprender que, incluso para un perro vagabundo, el más fructuoso empleo es la caridad.
La locuacidad correctiva del Guzmán se transfigura... en el Coloquio cervantino, en una locuacidad distintiva que deslinda, alumbra y comprende desde la bondad.
En el trabajo publicado en 1977, extendía el hipotético influjo a la segunda parte del Quijote, «donde la reflexión abunda más que en la primera, de acuerdo con el mayor relieve de la cordura desengañante sobre la engañosa locura» (p. 728).
Dos precisiones debo hacer ahora. Una es que no acierto a ver tanta diferencia como antes veía entre el diálogo Quijote-Sancho (en ambas partes de la novela) y el diálogo Cipión-Berganza. Noto, por el contrario, que en el diálogo del Quijote hay una tensión entre el hablante supralocuente y el sublocuente, si bien el primero es unas veces Don Quijote con sus ilusiones (refrenadas por el sensato Sancho, que toma el papel de moderador) y otras veces lo es Sancho con sus refranes y simples descomedimientos (corregidos y aun castigados por el idealista Don Quijote, que adopta entonces la función del mesurador), mientras que en el Coloquio siempre es Berganza el desbordante y guiado, y Cipión siempre el que repara y guía.
La segunda precisión tiene más que ver con la novela contemporánea. Ante tantas novelas monologales o monodialogales como en los años 60 se publicaban en España (Tiempo de silencio, de Martín-Santos; Señas de identidad, de Juan Goytisolo; Cinco horas con Mario, de Delibes; la insufrible San Camilo 1936, de Cela, Parábola del náufrago, de Delibes o Reivindicación del Conde Don Julián, de Goytisolo), me inclinaba yo a mediados de los 70 a poner en conexión esta primacía del monólogo con el dificultoso diálogo «hacia» un destinatario inasible representado en los comienzos de la novelística moderna por la picaresca y, más particularmente, por el Guzmán de Alfarache: el dialogar potencialmente albergado en el molde del monólogo revelaría tanto en la picaresca como en la novela entonces vigente la necesidad de un contacto que nunca se corroboraba pero continuamente se proponía.
Recuérdese lo que Gonzalo Sobejano escribía en los 70 sobre algunos rasgos de la más moderna novela:
... el carácter proteico del protagonista que afanosamente busca su identidad, la condición laberíntica del espacio humano en que el personaje se mueve, la discontinuidad en la rememoración del pasado; el paso de la elegía a la sátira y a la confesión, o la orquestación de estas actitudes en complejos variables, el predominio del punto de vista que trata de abarcar la heterogeneidad del contexto social a través de un diversifica do monólogo; la instauración de un marco discursivo dentro del cual se narra una historia o partes de historias; el desdoblamiento del yo en un tú reflejo que sirve al narrador como receptor de su angustia. Pues bien, Guzmán es otro Proteo. Laberíntico es el espacio cortesano, italiano y sevillano en que ese picaresco Proteo cambia de oficios y disfraces, y relativamente discontinua su evocación de estados vividos y experiencias desaprovechadas. El Guzmán es la confesión general de un pecador, dentro de la cual van envueltas la sátira moral de la sociedad descarriada y la poética elegía de la nada terrena. Finalmente, es el Guzmán una historia que admite largo y plural discurso, y en este discurso el protagonista se proyecta en un tú, un vosotros, un nosotros, arrojándose hacia el interlocutor múltiple a través de un monólogo que, no pudiendo se diálogo con, procura siempre ser un diálogo hacia: hacia todos y cada uno.
Era 1975 el año que marcaba el fin de la época de Franco, y lo escrito se refería a la novelística que podía ya contemplarse a cierta distancia: la de los años 60. Pero, por esos primeros años 70 se estaba abriendo paso, en un clima de ruptura, un tipo de novela cuyos rasgos determinantes venían a ser a fines de esa década, la memoria en forma preferentemente dialogada, la autocrítica de la escritura, y la fantasía. Y estos tres rasgos se remontan directa o indirectamente al paradigma cervantino, ya no al picaresco.
Prescindiendo aquí de la metanovela y la autocrítica (estudiadas con profusión casi maniática en los últimos años), puesto que Sterne, Gide y Borges o Cortázar habían sido acicates más intensos que Cervantes, y dejando a un lado también la fantasía, espoleada más bien por un Lewis hroll e incluso un Todorov, ¿qué hay de la posible ejemplaridad en la memoria «en forma dialogada»? Novelas españolas contemporáneas que practican el diálogo dual al servicio de la memoria (aunque no sólo de la memoria) son, entre algunas que pueda olvidar, las siguientes: la tetralogía de José María Vaz de Soto, Diálogos de la vida y de la muerte; hmen Martín Gaite, Retahílas, 1974; El cuarto de atrás, 1978; Miguel Delibes, Las guerras de nuestros antepasados, 1975; htas de amor de un sexagenario voluptuoso, 1983; Lourdes Ortiz, Luz de la memoria, 1976; Urraca, 1982; Gonzalo Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis, 1977; La Isla de los Jacintos Cortados, 1980; Juan Marsé, La muchacha de las bragas de oro, 1978; Juan García Hortelano, Gramática parda, 1982; Álvaro Pombo, Los delitos insignificantes, 1986.
Refiriéndose a la primera novela del elenco, también Sobejano escribía en 1974:
... novela ésta realizada en forma y temperatura de diálogo entre dos antiguos amigos que, al borde de los cuarenta años, traen al recuerdo su desastrada pero ilusionada convivencia en el Madrid de los años 50 y juegan a los cambios de personas y de tiempos verbales poniendo al descubierto sus amores y sus vidas hasta que, consumado el encuentro dialogal, se precipitan en la muerte. Diálogos del anochecer podría verse como un adelanto de Retahílas, la novela de Carmen Martín Gaite, y ambas me recuerdan, por lo limitado e intenso de su fiebre dialogal, el Coloquio de Cipión y Berganza, prodigio de la comunicación verdadera en tasadas horas nocturnas [9].
En otro ensayo, publicado en la revista Ínsula a fines de 1979, «Ante la novela de los años setenta», seguía con la misma analogía no sólo para esas dos novelas sino para otras de las que entretanto habían aparecido:
Uno de los hechos característicos de la novela del decenio anterior... consistía en la articulación autodialogal del discurso narrativo, en el uso mayoritario o total del 'tú' autorreflexivo equivalente a un 'yo' desdoblado. Ahora, en cambio, se intenta romper esa inmanencia por medio de un diálogo entre dos interlocutores no idénticos...
Por principio puede aceptarse que hay casi siempre un interlocutor protagonista, comparable al Berganza autobiográfico del Coloquio de los perros, frente al otro interlocutor, comparable a Cipión por su mayor parsimonia y sus funciones auxiliares. Este otro interlocutor puede representar una consistencia, aunque más tenue, análoga a la del protagonista, o su identidad puede resultar problemática, insuficiente o fantasmal [10].
En algunas de estas novelas de los años 70 las premisas compositivas son las mismas del Coloquio cervantino: diálogo a sólo dos voces; un interlocutor que, como Cipión, exhorta, frena, impulsa, urge: exhorta al conocimiento a través de la palabra, frena las murmuraciones o las quejas impertinentes, impulsa a rememorar el pasado proponiendo un orden, urge a terminar cuando el tiempo apremia; otro interlocutor que responde y expone o se confiesa; reconstrucción de la biografía propia en la parte hablada por el que responde; digresiones frecuentes de éste; crítica directa o indirecta del mundo; marco nocturno de los coloquios. Así sucede en la tetralogía de Vaz de Soto, en Retahílas [11] y El cuarto de atrás de hmen Martín Gaite, o en Las guerras de nuestros antepasados, de Miguel Delibes.
De 1979 a 1986 la novela cardinada en el diálogo de dos interlocutores audibles ha ido enrareciéndose en cantidad, y la índole del diálogo ha ido haciéndose menos conectiva, más reveladora de la soledad. Aunque «las cartas a un amigo son lo único que se parece un poco a hablar» [12], dos de las novelas más recientes entre las escogidas son novelas epistolares con un solo epistológrafo. En La isla de los Jacintos Cortados (Torrente Ballester). un profesor universitario fatigado escribe una larga carta de amor (más bien, un diario recóndito), con interpolaciones mágicas, a una joven cuya conquista pretende y no logra, y aunque las interpolaciones forman a modo de un retablo de Maese Pedro dentro del cual quiere el escritor introducir a su amiga a fuerza de fantasía, la carta misma es un «diálogo hacia», no un «diálogo con». En htas de amor de un sexagenario voluptuoso de Delibes un mediocre periodista retirado envía frecuentes cartas de enamorada curiosidad a una viuda cuyas respuestas el lector sólo indirectamente conoce y que al final escapa con un amigo de aquél dejando burlado al solicitante, y aunque la trama no excluya la posibilidad de que Delibes se haya inspirado en El casamiento engañoso cervantino, las misivas del solterón no le libertan de su soledad. Más cervantismo, en este caso «quijotesco» y no «cipiónico», podría hallarse en la fantasmagoría de García Hortelano, Gramática parda, donde la superdotada niña Duvet Dupont que aspira a ser Flaubert y la desenfadada sirvienta Venus holina Paula, natural de Extremadura, que con ella conversa infundiéndole saber con su propia ciencia infusa componen en atmósfera irrealista una pareja reminiscente de la integrada por Don Quijote y Sancho. La Urraca de Lourdes Ortiz escribe sus diálogos con un monje cuyas parcas intervenciones van sólo destinadas a estimular la confesión memorial de la reina prisionera. Y en una novela como Los delitos insignificantes, de Álvaro Pombo, el intelectual solitario y el chantajista vacante se aproximan homosexualmente a través de largos diálogos que nada confirman sino la imposibilidad de entendimiento, llevando al primero a un fulminante suicidio.
No es insensato del todo, invocar la lección cervantina para estas novelas de que se ha hecho mención. Se aludió arriba al precedente de Ritmo lento, cuyo protagonista, cumpliendo en una casa de reposo la recomendación de un psiquiatra, escribía acerca de su pasado, sus relaciones con el padre, la familia, las mujeres, ciertos amigos. Del esquema básico del psicoanálisis proceden las notas que configuran los diálogos de Vaz de Soto, Martín Gaite y Delibes: la búsqueda de interlocutor, la curación por la palabra, el hablar asociativo de uno y el controlador e interpretativo de otro.
No obstante, esta procedencia, o precisamente por ella, parece razonable suponer en tales novelas el respaldo, siquiera remoto, de las pláticas de Don Quijote y Sancho, cuyo hablar compartido era un irse haciendo entre el mundo, y del coloquio de Cipión y Berganza, cuyo hablar era un pensarse, un irse recordando, identificando y juzgando ante la vida. El escritor español, con más o menos conciencia de ello, guarda en su memoria docta el sedimento de la lectura de Cervantes; quizá por eso no siente la necesidad de invocarlo y «cervantea» sin saberlo, como Juan Goytisolo alegaba.
Por lo demás, Sigmund Freud, de adolescente, se sintió tan impresionado por el Coloquio de los perros que llegó a experimentarse a sí mismo como un redivivo Cipión y adoptó este nombre en su trato amistoso con un compañero de estudios, Silberstein, al que llamaba Berganza [13]. El «Ich, Cipión» de Freud sirva de refrendo de la universalidad y perennidad de la obra cervantina, que, de acuerdo con lo declarado por Juan Benet, resulta difícil que pueda influir directamente en los hombres de hoy, pero que fluye hacia todos con la ancestral virtud de un evangelio.
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