Una relectura de La peste de Albert Camus, me llevó de nuevo a pensar en la relación pestífera de las enfermedades y la guerra. Y a desempolvar acotaciones surgidas a la luz de la obra del formidable pensador argelino. De paso, repasé otros relatos: de Günter Grass, La Ratesa; y de Daniel Defoe, Diario de un año de la peste. Adornado, como no podía ser menos de El Triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel el Viejo.
La peste de Albert Camus
Camus, que señala la precariedad de la razón, la brutalidad del ser, la tragedia humana, hace de su novela un coto de caza para el pensamiento. Parece decir que el miedo nos hace reflexivos.
¿Qué pensaría uno al encontrar ratas muertas o en agonía en su café preferido o en la escalera de su edificio? Posiblemente, que vive una pesadilla o que lee demasiado la Biblia, con sus Nilos de sangre, invasiones de ranas, bandadas de mosquitos, nubes de langostas y un Faraón cercado por 10 plagas y el Dios de Israel. O, como el portero del edificio del doctor Rieux en la argelina ciudad de Orán, que es cosa de tomarse a broma.
Escrita en 1947, dos siglos después de El año de la peste, de Daniel Defoe, la novela de Albert Camus recuerda que “ha habido tantas pestes como guerras y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”.
Todo empezó un día, en una ciudad portuaria, cenicienta y mortecina, con espacios fóbicos al árbol; pero, como la mujer envuelta en piel de asno, con una seducción oculta. Una ciudad de gente modosa que cree en el matrimonio, al que Camus llama “una larga costumbre a dúo”. Llega la peste. La ciudad portuaria, como una muñeca rusa que guarda dentro otras muñecas, parece parir ratas moribundas. Tras limpiar calles y rincones de esas emisarias de muerte, un nuevo cortejo envuelve a la ciudad en atmósferas de espanto. Como si pasara el flautista de Hamelin —al que evoca Günter Grass en La ratesa— las ratas morían a los pies de los habitantes. Entre el 16 y el 25 de abril, según el expediente estadístico, se recogieron 6.321 ratas muertas. Con las primeras muertes humanas la peste y el miedo hacen pareja.
Toda esta crónica de la peste flota en una vigilante pesadilla. Cuando se tiene que acudir al “servicio municipal de desratización” y el periódico local debe rendirse a la evidencia, se desplazan las demás noticias y sólo se habla de fiebre, ganglios, vómitos y muertos que empiezan a hacer de Orán una ciudad supurante.
Camus, que señala la precariedad de la razón, la brutalidad del ser, la tragedia humana, hace de su novela un coto de caza para el pensamiento. Parece decir que el miedo nos hace reflexivos. La felicidad no sabe contar. Nadie hace el censo de los momentos felices de un hombre, pero siempre hay un ábaco para contar tragedias y muertos. Camus nos recuerda que el Estado se niega a ver los males de la sociedad pues resulta mejor la ignorancia que el pánico. Pero con los centenares de muertos por la peste no hay quien pueda esconder la cabeza.
Un paisaje enfermo humaniza más a los personajes de la novela. La llegada de un ángel pestífero a un mundo profiláctico hace meditar en la muerte y en la vida. Un tema constante empieza a ser la incomunicación, el exilio en casa y el de quienes no pueden volver a Orán a visitar sus familias. El exilio de los que se fueron, el inxilio de los que se quedaron. Hasta el lenguaje sufre mutaciones y palabras como “transigir”, “favor”, “excepción”, se ahuecan de contenidos.
Hay una visión cercana a un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, El Triunfo de la Muerte, cuyo tema central es la epidemia conocida como la peste negra con carretones de ratas muertas.
La epidemia llegó de Oriente a los puertos del Mediterráneo en 1348, y su índice de mortandad iba desde el 20% hasta el 70% en algunos lugares. Un tercio de la población europea, unos 20 millones de personas, cayó en sus garras. En Avignon, sede entonces de la corte papal, se producían 400 muertes al día, según los cronistas.
Su origen estaba en una bacteria que afectaba a las ratas negras y a otros roedores y se transmitía a través de las pulgas que saltaban desde estos animales a los seres humanos. El contagio era extremadamente fácil, ya que las ratas estaban por todas partes. La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, donde se inflamaban los nódulos del sistema linfático. Estos bubones —de ahí el nombre de peste bubónica— supuraban y producían fiebres tan altas que hacían delirar a los enfermos. Ésta era la forma más común y, de hecho, menos letal. Peores todavía eran las variantes septicémicas, en la que se infectaba la sangre y producía manchas negras en la piel —lo que explica la denominación de peste negra—, y la neumónica, que producía una tos expectorante que podía hacer que la enfermedad se transmitiera por el aire.
Lo normal es que la epidemia durase unos seis meses y desapareciera. Años después volvía a hacer acto de presencia con los mismos devastadores efectos. Ante eso, poco podían hacer los médicos al margen de ordenar poner en cuarentena a los enfermos. Para los sanos, la mejor opción era la huida, como los protagonistas del Decamerón de Boccacio, que se refugiaron a las afueras de Florencia para contarse los famosos 100 cuentos.
Camus traza un símbolo, cruel como la llegada de los bárbaros y también como los bárbaros promotor de reflexiones, para un alegato moral. El sentido agonista termina cuando la peste, tras miles de muertos, desaparece. Vuelven los trenes y se acaba la feroz cuarentena de la ciudad. Pero aun nos reserva la duda: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, en las alcobas, en las maletas”.
La peste, como la guerra, quizá no sea más que la forma de hacer al hombre prisionero de su impotencia.
Diario del año de la peste, de Daniel Defoe
En Londres hubo una terrible peste / en el sesenta y cinco; murieron de ella más de cien mil hombres; / pero yo aún estoy vivo.
Así cerró Daniel Defoe su Diario del año de la peste, el terrible relato de la enfermedad que arrasó la capital inglesa en 1665.
Uno de los últimos coletazos de la peste en Europa lo sufrió Londres en 1665. Aunque Daniel Defoe era demasiado joven para recordar lo sucedido -tenía solo cinco años-, el autor de Robinson Crusoe dejó un relato conmovedor en ‘Diario de un año de la peste’. “A fines de noviembre o principios de diciembre de 1664, dos hombres, según dijeron franceses, murieron de la peste en Long Acre o, mejor dicho, en la parte alta de Drury Lane. Las familias con las que vivían intentaron ocultarlo hasta donde les fue posible, pero algo se supo por los rumores de la vecindad. Esto causó una gran inquietud entre la gente, y la alarma empezó a cundir por toda la ciudad, sobre todo cuando, en la última semana de diciembre de 1664, murió otro hombre en la misma casa y del mismo mal”. Solo era el comienzo del desastre.
El protocolo a seguir estaba bien establecido y no podía ser más contundente. Se debía avisar a las autoridades dos horas después de la aparición de los síntomas. Inmediatamente se clausuraba la casa donde se hallaba el enfermo y se ponían dos guardias —uno de día y otro de noche— para custodiarla. Solo quedaba esperar a un desenlace que parecía escrito. A los familiares y amigos se les prohibía acompañar a los cuerpos de sus difuntos a las iglesias. Las tumbas tenían que tener un mínimo de seis pies (1,80 metros). Las medidas de precaución iban todavía más lejos: cuando alguien compraba carne en el mercado, no la cogía de manos del carnicero, sino que se la llevaba directamente de los ganchos. A la hora de pagar, las monedas se introducían en vinagre para desinfectarlas. Nada parecía poder parar el avance de unos bubones que en ocasiones se endurecían tanto que no podían sajarse. Entonces, “los cirujanos los quemaban con ayuda de cáusticos, de modo que muchos murieron como locos rabiando por el dolor, y otros durante la misma operación”.
En todos los casos, el desconocimiento sobre la causa de la enfermedad alimentaba la caza de brujas en una búsqueda de culpables que iba desde el envenenamiento a la ira divina por los pecados de la humanidad.
La ratesa, de Günter Grass
Así se cumplió, dijo la Ratesa con que sueño. Donde estuvo el hombre, en cada lugar que dejó, quedó basura. Hasta en la búsqueda de las últimas verdades y pisando los talones de su Dios produjo basura. Por su basura, acumulada capa a capa, se le podía reconocer siempre en cuanto se excavaba para buscarlo; porque más longevos que el hombre son sus residuos. ¡Sólo la basura ha durado más que él!
Recibir una rata común, de las denominadas de alcantarilla, como regalo de Navidad es algo de lo más inusual. Tanto como que nos haya llegado porque la solicitemos de forma expresa. Sin embargo, así comienza esta novela de Günter Grass, con la llegada de tan insólito como esperado regalo, una rata que pronto colmará los sueños del narrador convirtiéndose en La Ratesa, aquella que le describe cómo el hombre ha llevado su existencia hasta el límite y más allá, desembocando en un cataclismo nuclear a nivel mundial que ha terminado con su extinción.
A Günter Grass lo descubrí cuando su Tambor de Hojalata estaba recién salido del horno. Fue en 1978, cuando me encontraba, circunstancias obligan, sirviendo a la Patria en Las Palmas —a donde, por cierto he vuelto varias veces cuando. Un profesor de prácticas de Crítica Literaria, Pablo del Barco, me encargó un trabajo sobre, creo recordar, sus parentescos con la novela picaresca y otros subgéneros. Así, que la pude disfrutar en un buen ambiente, rodeado de fusiles. Mucho más tarde vino El Rodaballo. Por un motivo u otro no había terminado por decidirme a morder otro de sus libros, hasta que se apoderó de mí la imagen de La Ratesa. Recuerdo que compré el libro en una librería de viejo, y si bien no lo compré en mi primera visita, ni en la segunda, el libro me llamaba una vez tras otra al acudir a la estantería en la que se alojaba. Finalmente, a la tercera va la vencida, el libro se vino conmigo.
Leerlo supuso seguir a Grass a lo largo de las callejas de una ciudad devastada. Comenzó por tomarme de la mano y empezar a hablar sin pausa, para soltarme comenzada la narración y dejarme perdido en una calle oscura. Oía su voz al otro lado del muro, corría para encontrarle girando una esquina y, tras volverla, encontrarme con que había vuelto a perderle. Su voz, ahora, provenía de una calle lejana, llegaba y oía cómo seguía relatando la historia de la destrucción del hombre, el viaje científico a los mares de Damroka y varias mujeres más a bordo de una gabarra a los mares septentrionales, el señor Matzerath a Polonia y las peripecias de unos particulares Hänsel y Gretel con ínfulas de punkies.
Pese a todo, aun extenuado por esta búsqueda continua de la historia, he de admitirlo: el libro me sedujo, aunque no tanto como el suyo primero. No es un libro para leer a la ligera; tampoco lo esperaba. Günter Grass plasma en La Ratesa todo el horror de la autodestrucción del hombre, que ya podía barruntarse en los años ochenta, cuando fuera publicado el libro, poco antes de que le fuera concedido el Premio Nobel a su autor. Hoy día, las cosas no han cambiado demasiado, sino que cada vez van a peor. Las palabras de la Ratesa parecerían premonitorias, de no ser porque todo, siempre, fue así:
Es verdad, amigo mío, dijo la Ratesa, pero de todas formas deberías oír lo que nos indujo a hundirnos bajo tierra: hacia el final de la historia humana, vuestra especie se había habituado a un lenguaje que lo nivelaba todo tranquilizadoramente, consideradamente, que no llamaba a nada por su nombre y sonaba sensato hasta cuando hacía pasar las tonterías por conocimientos. Era asombroso cómo los capitostes, los políticos, lograban hacer las palabras flexibles y maleables. Decían: con el terror nuestra seguridad aumenta. O bien: el progreso tiene un precio. O bien: el desarrollo técnico no puede detenerse. O bien: no podemos volver a la Edad de Piedra. Y ese lenguaje engañoso era aceptado. Por eso se vivía con el terror, se corría tras negocios o diversiones, se lamentaban las víctimas de las antorchas de admonición, se las consideraba hipersensibles y, por ello, incapaces de resistir las contradicciones de la época.
De acuerdo: ¡hasta vuestra basura es impresionante! Y a menudo criaturas como nosotras nos asombramos cuando las tormentas de polvo refulgente traen desde muy lejos a la llanura, por encima de las colinas, voluminosos elementos de construcción. ¡Mirad, ahí planea un techo de fibra de vidrio! Así recordamos a los encumbrados hombres: pensando en subir cada vez más alto, cada vez más arriba… ¡Mirad qué arrugado cae al suelo su progreso!
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