“Una buena definición debe ser concisa, es decir, exponer el concepto que se trata de definir con toda precisión y de un modo completo, en el menor número de palabras”. Estas palabras del historiador holandés Johan Huizinga (1872-1945) [1] resumen una de las tareas siempre pendientes de la ciencia histórica, “ciencia singular” sometida a una perenne revisión epistemológica de sus postulados teóricos fundamentales: su conceptualización teórica. Y a esta empresa, Huizinga aportó su propia visión, centrada en “describir el significado de un determinado fenómeno”, en este caso la Historia (con mayúscula), pero siempre “incluido el fenómeno en su totalidad”; es decir, buscaba integrar las partes esenciales del mismo, pero no necesariamente entrando en detalles [2].
El otoño de la Edad Media (1919) [3], Huizinga planteaba el "estudio del pasado" (en este caso, tomando como ejemplo el esplendor y decadencia del Ducado de Borgoña) desde un paradigma eminentemente cultural: los hechos históricos nacían como “creaciones del espíritu”, y se materializaban a través de “mentalidades culturales” en el espacio y en tiempo. Así para Huizinga toda Historia era, en el fondo, "una historia de la cultura" [4], que nos hablaba incluso de un tipo humano más allá de consideraciones materialistas, creador y consumidor de cultura como juego y socialización [5], como forma de ser y estar consigo mismo y los demás: el Homo ludens [6].
Ya en su obra más conocida, El otoño de la Edad Media (1919) [3], Huizinga planteaba el "estudio del pasado" (en este caso, tomando como ejemplo el esplendor y decadencia del Ducado de Borgoña) desde un paradigma eminentemente cultural: los hechos históricos nacían como “creaciones del espíritu”, y se materializaban a través de “mentalidades culturales” en el espacio y en tiempo. Así para Huizinga toda Historia era, en el fondo, "una historia de la cultura" [4], que nos hablaba incluso de un tipo humano más allá de consideraciones materialistas, creador y consumidor de cultura como juego y socialización [5], como forma de ser y estar consigo mismo y los demás: el Homo ludens [6].
A su juicio, la mayoría de las obras de su época concernientes a la “teoría del conocimiento histórico” se abstenían de definir expresamente el concepto de Historia; presuponían al mismo como una “magnitud dada y conocida”. Mientras, los manuales y tratados del método histórico que sí abordaban esta definición, lo hacían simplemente desde posiciones positivistas; así por ejemplo, E. Bernheim (1889) definía la Historia como “la ciencia de la evolución del hombre considerado como ser social”, o W. Bauer (1921) como la “ciencia que intenta describir y explicar, volviendo a vivirlos, los fenómenos de la vida en aquello que se trata de los cambios de las relaciones de los hombres con las diversas colectividades sociales”. En relación a estos autores, Huizinga señalaba que sus definiciones sociales y científicas sólo expresaban hechos y magnitudes propias de la edad contemporánea, así como elementos puramente materiales ajenos a toda esencia espiritual. La sociedad y la ciencia se configuraban, bajo estas interpretaciones al uso, como fenómenos modernos que negaban a la Historia un “significado general” y trascendente [7].
Y frente a esas teorías estandarizadas, deudoras de un materialismo deshumanizado, Huizinga reaccionó de manera decidida. Así apuntaba que “la palabra Historia, entendida prima facie, no designaba en modo alguno una ciencia en sentido moderno”. Indicaba, al contrario, “1. algo que ha acaecido, 2. el relato de algo que acaeció, 3. la ciencia que se esfuerza en relatar lo acaecido”. De estos “usos” en el lenguaje general la palabra historia suele emplearse generalmente en el segundo nivel, como Relato; pero respecto al nivel de Ciencia, la mayoría de las obras de los grandes historiadores del pasado apenas si cumplían los requisitos de una definición formal de la Historia como ciencia: Herodoto, Joinville, Michelet, Bauer, Tucidides, etc; además, para mantener esta consideración, debería mantenerse una “imposible separación entre la modalidad de describir Historia, la de investigarla y la de considerarla” [8]. Se establecía una distinción errónea entre los historiadores científicos del presente (eminentemente positivistas), y los meros cronistas del pasado, considerados como meros transcriptores de leyendas y mitos [9].
Pero esta distinción pretendidamente científica conllevaba una clara confusión conceptual inserta, a juicio de Huizinga, en la misma definición formal de ciencia; una definición asentada sobre el rechazo a afrontar “el afán espiritual que empuja a la Humanidad a la Historia”. Un afán esencial en la cultura humana que explicaba de manera más real y más clara qué es lo que se relata y por qué, tanto en la edad antigua como en la moderna. Huizinga, ante las conexiones positivistas entre hechos históricos (propias de la “ciencia moderna”), defendía una definición concreta y un “concepto claro” sobre la Historia que supere la división entre ciencia histórica e historiografía, reconociendo lo valioso de otras etapas pretéritas. La “historia como fenómeno cultural” se principiaba en el esquema del profesor holandés como el auténtico paradigma de todo estudio sobre el pasado.
Para comprender la forma y función de la Historia, Huizinga ponía, pues, el acento en la dimensión cultural del ser humano. “Lo único que nos ofrece la Historia es una cierta idea de un cierto pasado, una imagen inteligible de un fragmento del pasado”. Huizinga negaba así las pretensiones del “realismo histórico” de crear del “relato histórico” el único sistema de explicar el pasado. Ante ello señalaba que “el pasado no era nunca la reconstrucción o reproducción de un pasado dado”, ya que este “pasado no es dado nunca”. Lo único que era dado aparecía en la Tradición, pero ésta no era siempre Historia. De esta manera, “la imagen histórica surgía, exclusivamente, cuando se indagaban determinas conexiones, cuya naturaleza se determina por el valor que se les atribuye a las mismas”; con ello, la Historia aparece como “una manera darle forma al pasado”, o mejor dicho, “la captación e interpretación de un sentido que se busca en el pasado”. Así, se llegaba a una definición de la Historia capaz de integrar los métodos científicos del presente, y los métodos historiográficos del pasado.
Huizinga fundamentaba de esta manera su concepción de la Historia como”actividad del espíritu consistente en dar forma al pasado”. Una forma espiritual que permitía comprender el mundo dentro de la misma proyectándose sobre el pasado (proyección que distingue a la Historia de otras “actividades del espíritu, como la filosofía o el Derecho”) y, desde la seriedad intelectual, el mundo en el pasado y a través de él. Constituía, pues, un esfuerzo espiritual para comprender “el sentido de lo acaecido anteriormente”, y alcanzar un conocimiento auténtico y seguro. Para Huizinga, este esfuerzo respondía a que “el hombre siente necesidad absoluta de llegar al conocimiento auténtico de lo que verdaderamente acaeció, aunque tenga conciencia de la pobreza de los medios de que para ello dispone” [10]. De este modo, era posible reunir en unas bases comunes a todos los que han escrito y escriben sobre la Historia, desde “el más remoto cronista local y del que levanta sobre el papel el gran edificio histórico de la Historia universal”.
El modo en el que la Historia se sitúa ante el pasado podría designarse, de esta manera, como “una rendición de cuentas hecha ante uno mismo”; una rendición, eso sí, planteada siempre bajo las “rúbricas que son siempre decisivas”. Es decir, para Huizinga “cada cual rinde cuentas del pasado con arreglo a las pautas que le señalan su cultura y su concepción del mundo”. Por ello, se puede afirmar que “cada cultura crea y tiene necesariamente que crear su propia forma de Historia”; el tipo de cultura presente determina, así, lo que es para ella la Historia y como debe formularse. Ahora bien, este “interés histórico” viene determinado por la finalidad esencial de su cultura de origen; como señalaba Huizinga, “la cultura no tiene sentido sino como algo proyectado hacia una meta”, y por ello la Historia responde siempre a sus fines teleológicos. “El pasado sin determinación alguna no es más que el caos”, sentenciaba Huizinga.
En cuanto a la “materia de la Historia”, a su objeto, éste venía determinado por “la clase de sujeto que se esfuerza en comprenderlo”. Cada cultura tiene su pasado, en el sentido de que el pasado sólo puede convertirse en Historia para él en la medida en que llegue a comprenderlo. Integramos en nuestro acervo cultural aquello que podemos comprender de nuestro pasado, aquello sobre lo que comprendemos el sentido de su existencia y el significado de sus actos. Así, en el siglo XX Huizinga contemplaba como “el pasado de nuestra cultura es, por primera vez, la del mundo”, y “nuestra Historia es, por primera vez, una Historia universal”. Una Historia, eso sí, capaz de integrar las exigencias científicas del mundo moderno, y las creaciones espirituales de toda época y toda región [11].
“Historia es la forma espiritual en que una cultura rinde cuentas de su pasado”. Ésta fue la definición clara y concisa que Huizinga aportó al conocimiento histórico. Era simple y evidente; así lo reconoció. Pero en su debe aportaba las siguientes razones: permitía superar la distinción arbitraria entre investigación e interpretación, entre ciencia e historiografía, mediante la fórmula “forma espiritual”; señalaba un sujeto histórico general, común a todas las etapas de la historia, pero diverso en sus manifestaciones concretas: “la cultura”; “rendirse cuentas” hacía referencia a todas las formas y métodos de narrar la Historia, subrayando la necesaria seriedad del estudio histórico. Las razones apuntadas justificaban la propuesta de Huizinga; una definición que situaba a la materia de la Historia en “el pasado de la cultura que es exponente de ella”, y que centraba “el conocimiento de la verdad histórica en la capacidad de asimilación que surge a su vez, de la consideración misma de la Historia”. Por ello Huizinga concluía de la siguiente manera:
“La historia misma y la conciencia histórica se convierten en parte integrante de la cultura; sujeto y objeto se reconocen aquí en su mutua condicionalidad” [12].
[1] Fue profesor de Historia en la Universidad de Groninga, y desde 1945 en la Universidad de Leiden.
[2] Véase Oihana Robador, “Burckhardt y Huizinga: tradición e innovación en la Historia de la Cultura”. En E.H. Gombrich: in memoriam: actas del I Congreso Internacional Teoría e Historia Arte, 2003, pp. 375-386.
[3] Publicada en neerlandés como Herfsttij der Middeleeuwen.
[4] Herman Roodenburg, “La tierra de Huizinga: notas sobre la historia cultural en los Países Bajos”. En P. Poirrier (coord.), La historia cultural: ¿un giro historiográfico mundial?, 2012, pp. 233-244.
[5] Jesús Gómez Cimiano, “El Homo Ludens de Johan Huizinga”. En Retos: nuevas tendencias en educación física, deporte y recreación, Nº. 4, 2003, págs. 33-35
[6] Johan Huizinga, Homo ludens.. Madrid, Alianza Editorial, 1987.
[7] Mario Ríos Espinoza y María Cristina Ríos Espinoza, “Johan Huizinga (1872-1945). Ideal caballeresco, juego y cultura”. Konvergencias: Revista de Filosofía y Culturas en Diálogo, nº. 21, 2009, pp. 3-18.
[8] Johan Huizinga, El concepto de Historia. México, Fondo de Cultura económica, 1977, p. 90.
[9] Véase Juan Miguel Valero Moreno, “Johann Huizinga. Ver la historia”. En Javier San José Lera, Francisco Javier Burguillo López, y Laura Mier Pérez (coords), La fractura historiográfica: las investigaciones de Edad Media y Renacimiento desde el Tercer Milenio, 2008, pp. 439-457
[10] Ídem, pp. 91-92
[11] Ídem, pp. 93-94.
[12] Ídem, p. 97.
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