Resumen
Martin Heidegger dictó unas
lecciones con el título “Historia del concepto de tiempo” en el semestre de
verano de 1925 en la Universidad de Marburgo. No obstante, como nunca llegó a
presentar la cuestión central, y el subtítulo de las lecciones era «Prolegómenos
para una fenomenología de la historia y la naturaleza», a la hora de publicarlas
pareció adecuado cambiar el título original por el subtítulo. La reflexión
temática de Heidegger comienza con una caracterización de lo que es la situación
de la filosofía y de la ciencia en la segunda mitad del siglo XIX, exponiendo el
acontecimiento decisivo que marca su interpretación: la irrupción de la
fenomenología entendida en cuanto investigación filosófica. Indaga los
descubrimientos esenciales de la fenomenología y los defiende frente a ciertos
malentendidos, para luego por su parte criticar el punto en que la fenomenología
no satisface la exigencia propia de ir “a las cosas mismas”.
Explicar a Heidegger,
traducir a Heidegger, es tarea harto difícil y más en un espacio como este. En
Parménides encontramos la imposibilidad de la nada o decir “el ser no es no es”
Bergson se pregunta ¿Cómo es lo que no es? En cambio, para Heidegger el Ser es
también el sitio de la nada. El ser se teje en el tiempo de manera que esto no
puede ser otra cosa que puro pro-yecto, del ser-para-la-muerte, en relación
al-ser-en-el-mundo. Heidegger se pregunta: “Hay nada solamente porque hay no,
¿esto es porque hay la negación? ¿O no ocurre acaso lo contrario, que hay no y
negación, solamente porque hay la nada? Nosotros afirmamos la nada es más
originaria que el no y la negación (Heidegger). En Heidegger esto se relaciona
directamente con la angustia ante la nada del-ser-ahí. “¿Hay en la ex-sistencia
del hombre un temple de ánimo que lo coloque inmediatamente ante la nada misma?
Sí la angustia. La angustia hace presente la nada”
Aconsejamos el volumen del
mismo título, que reúne tres textos cuyo tema común es la «pregunta por la
metafísica», preocupación cardinal que recorre la obra del filósofo alemán y sin
la cual cabe dudar que se sostuviera su filosofía. Ordenados según un criterio
cronológico, como explican en su Nota Editorial Arturo Cortés y Helena Leyte,
traductores del volumen, ¿Qué es Metafísica? (1929) se presenta seguido
de Epílogo a «¿Qué es Metafísica?», escrito catorce años más tarde
(1943), y, finalmente, de Introducción a «¿Qué es Metafísica?» (1949).
Más allá de la anecdótica coincidencia temática de sus títulos, estos tres
textos, que guardan entre sí una independencia notable aunque graviten en torno
a un eje común, reflejan en la superficie la profundidad de un personal trayecto
filosófico.
Sin embargo, aquí ofrecemos
la traducción de ese primer ensayo realizada por Xavier Zubiri en
1955.
El texto
recoge lalección inaugural pronunciada en la Universidad de Friburgo en
1925 y que fue publicado por primera vez en 1929.
¿Qué es Metafísica? (Martin Heidegger)
La pregunta hace concebir la
esperanza de que se va a hablar acerca de la metafísica.
Renunciamos a ello. En su lugar vamos a dilucidar una determinada cuestión
metafísica. De este modo nos sumergimos inmediatamente dentro de la metafísica
misma. Con lo cual le procuramos la única posibilidad adecuada para que se nos
ponga, ella misma, de manifiesto.
Nos proponemos, primero,
plantear un interrogante metafísico;
intentamos, luego, elaborar la cuestión que encierra y
terminamos respondiendo
a ella.
Planteamiento de un Interrogante Metafísico
La filosofía, considerada
desde el punto de vista de la sana razón humana, es según Hegel, el “mundo al
revés”. Por esto, la particularidad de nuestra empresa requiere una
caracterización previa. Surge ésta de una doble característica del preguntar
metafísico.
En primer lugar, toda
pregunta metafísica abarca íntegro el problematismo de la metafísica. Es siempre
el todo de la metafísica. En
segundo lugar, ninguna puede ser formulada sin que el interrogador, en cuanto
tal, se encuentre dentro de ella, es decir, sin que vaya él mismo envuelto en
ella. De
aquí desprendemos, por de pronto, esta indicación: el preguntar metafísico tiene
que ser en totalidad y debe plantearse siempre desde la situación esencial en
que se halla colocada la existencia interrogante. Nos preguntamos,
aquí y
ahora, para nosotros. Nuestra existencia —en la
comunidad de investigadores, maestros y discípulos— está determinada por la
ciencia. ¿Qué esencial cosa nos
acontece en el fondo de la existencia cuando la ciencia se ha convertido en
nuestra pasión?
Los dominios de las
ciencias están muy distantes entre sí. El modo de tratar sus objetos es
radicalmente diverso. Esta dispersa multiplicidad de disciplinas se mantiene,
todavía, unida gracias tan sólo a la organización técnica de las Universidades,
y Facultades, y conserva una significación por la finalidad práctica de las
especialidades. En cambio, el enraizamiento de las ciencias en su fundamento
esencial se ha perdido por completo.
Y sin embargo, en todas las
ciencias, siguiendo su propósito más auténtico, nos las habemos con “el ente
mismo”. Mirado desde las ciencias, ningún dominio goza de preeminencia sobre
otro, ni la Naturaleza sobre la Historia, ni ésta sobre aquella. Ninguna de las
maneras de tratar los objetos supera a las demás. El conocimiento matemático no
es más riguroso que el histórico-filológico; posee, tan sólo, el carácter de
“exactitud”, que no es equivalente al de rigor. Exigir exactitud de la Historia
sería contravenir a la idea del rigor específico de las ciencias del espíritu.
La
referencia al mundo que impera en todas las
ciencias, en cuanto tales, las hace buscar el ente mismo, para hacer objeto de
escudriñamiento y de fundamentación, en cada caso, el “que” de las cosas y su
modo de ser. En las ciencias se lleva a cabo —en idea— un acercamiento a lo esencia
de toda cosa.
Esta especialísima
referencia al ente mismo en el mundo es sustentada y conducida por una
actitud de la existencia humana,
libremente
adoptada.
También en su hacer y omitir, pre y extracientíficos, el hombre tiene que
habérselas con el ente. Pero la ciencia se distingue porque concede a la
cosa
misma, de
manera fundamental, explícita y exclusiva, la primera y última palabra. En esta
rendida manera del interrogar, del determinar y del fundamentar se lleva a cabo
una sumisión al ente mismo, para que se revele lo que hay en él: Esta
servidumbre de la investigación y de la
doctrina llega a constituirse en fundamento de la posibilidad de un “propio”,
bien que limitado, señorío directivo en la totalidad de la existencia humana. La
especial referencia al mundo, propia de la ciencia, y la actitud humana que a
ella nos lleva, no pueden entenderse bien sino luego de ver y captar qué es
lo que
ocurre en
esa referencia al mundo. El hombre —un ente entre nosotros— “hace ciencia”. En
este hacer acaece nada menos que la irrupción de un ente, llamado hombre, en el
todo del ente y, en tal forma, que en esta irrupción y mediante ella, queda al
descubierto el ente en su qué es y en su cómo es. Esta descubridora
irrupción sirve, a su modo, para que por vez primera
el ente se recobre a sí mismo. Estas tres cosas: referencia al mundo, actitud e
irrupción, traen consigo, en su unidad
radical,
una encendida simplicidad y acuidad
del existir
del hombre en la existencia científica. Si queremos captar de una
manera
explícita
la existencia científica, tal como la hemos esclarecido, tendremos que deci
- Aquello a que se endereza esa referencia al mundo es al ente mismo —y a nada más.
- Aquello de que toda actitud recibe su dirección es del ente mismo —y nada más.
- Aquello en lo cual irrumpe la investigación para dilucidarlo es en el ente mismo —y nada más. Pero, cosa notable, en la manera misma como el hombre científico se asegura de lo que más propio le es, habla, precisamente, de otro.
Lo que hay de que inquirir
es tan sólo el ente y por lo demás —nada; el ente sólo y
—nada más; únicamente el ente, y
fuera de él —nada.
¿Qué pasa con esta
nada? ¿Es
un azar que hablemos tan espontáneamente de este modo? ¿Será una manera de
hablar, y nada más?
Pero ¿a qué preocuparnos de
esta nada? La nada es lo que la ciencia rechaza y abandona por se
nadería. Sin embargo, al abandonar
así la nada ¿no la admitimos ya? Pero ¿podemos hablar de admisión si no
admitimos nada? ¿No caemos con todo esto en
una vana disputa de palabras? ¿No es ahora, precisamente, cuando la
ciencia debiera poner en juego de nuevo su seriedad y sobriedad, puesto que lo
único que le preocupa es el ente? ¿Qué puede ser la nada para
la ciencia sino abominación y fantasmagoría?
Si la ciencia tiene razón,
una cosa hay, entonces, de cierta: la ciencia no quiere saber nada de la nada. Y
ésta es, en último término, la concepción rigurosamente científica de la nada.
Sabemos de ella en la medida precisa en que de la nada, nada queremos saber.
La ciencia nada quiere
saber de la nada. Pero no es menos cierto también que, justamente, cuando
intenta expresar su propia esencia recurre a la nada. Echa mano de lo que
desecha. ¿Qué discorde esencia se nos descubre
aquí?
Al reflexionar sobre
nuestra existencia fáctica (de hecho) —una existencia determinada por la
ciencia— hemos abocado a un conflicto. En ese conflicto se ha planteado un
interrogante. En realidad no falta más que formular la interrogación:
¿Qué pasa con la nada? Elaboración de la cuestión
La elaboración de la
cuestión acerca de la nada ha de colocarnos en aquella situación que haga
posible la respuesta, o que patentice la imposibilidad de la misma. La ciencia
admite la nada, es decir la abandona con indiferencia desde su altura como
aquello que
no hay.
Sin embargo, intentemos
preguntar por la nada: ¿Qué es la nada? Ya la primera acometida nos muestra algo
insólito. De antemano, suponemos en este interrogante a la nada como algo que “es” de éste
u otro modo, es decir, como un ente. Pero, precisamente, si de algo se distingue
es de todo ente. El preguntar por la nada —qué y cómo sea la nada—
trueca lo
preguntado en su contrario. La pregunta despoja a sí
misma de su propio objeto.
Por lo cual, toda
respuesta a esta pregunta resulta,
desde un principio imposible. Porque la respuesta se desenvolverá necesariamente
en esta forma: la nada “es” esto o lo otro. Tanto la pregunta como la
respuesta
respecto de a la nada son, pues, igualmente, un contrasentido.
No es, pues, menester la
previa repulsa de la ciencia. La norma fundamental que suele adscribir
comúnmente al pensamiento, el principio de que hay que evitar la contradicción,
la lógica general, echa por tierra la
pregunta formulada. El pensamiento, en efecto —que siempre es, por esencia,
pensamiento de algo—, para pensar la nada tendría que actuar contra su propia
esencia.
Puesto que nos está vedado
convertir la nada en objeto alguno, estamos ya al cabo de nuestro interrogante
acerca de la nada —suponiendo que en esta interrogación sea la lógica la suprema instancia y que
el entendimiento
sea el
medio y el pensamiento el camino para captar originariamente la nada y decidir sobre su
posible descubrimiento.
Pero ¿no es intangible la
soberanía de la “lógica”? ¿No es realmente el entendimiento soberano en esta
cuestión acerca de la nada? En efecto, sólo con su ayuda podemos determinar la
nada y situarla, aunque no sea más que como un problema que se devora a sí
mismo. Porque la nada es la negación de la omnitud del ente, es
sencillamente el no ente. Con ello subsumimos la nada bajo la determinación
superior del no, y, por tanto, de lo negado. Pero la negación es, según doctrina
dominante e intacta de la “lógica”, un acto específico del
entendimiento. ¿Cómo entonces eliminar el entendimiento en nuestra pregunta por
la nada, y sobre todo, en la cuestión de la posibilidad de formularla? Sin
embargo, ¿es tan cierto lo que ahí damos por supuesto? ¿Representa el no, la
negatividad y, con ello, la negación, la determinación superior, bajo la cual cae la
nada, como una especie de lo negado? ¿Hay
nada solamente porque hay no, esto es, porque hay negación? ¿O no ocurre, acaso,
lo contrario, que hay no y negación solamente porque hay nada? Cuestión no resuelta ni tan
siquiera formulada explícitamente. Nosotros afirmamos: la nada es más originaria
que el no y la negación.
Si esta tesis resulta
justa, la posibilidad de la negación como acto del entendimiento y, con ello, el
entendimiento mismo, dependen en alguna manera de la nada. Entonces, ¿cómo pretende
aquél decidir sobre ésta? ¿No descansará, en último término, el aparente
contrasentido de la pregunta y de la
respuesta acerca de la nada en la ciega obstinación de un entendimiento
errabundo?
Pero si no nos dejamos
despistar por la imposibilidad formal de la pregunta acerca de la nada y, a
pesar de ellos, llegamos a formularla, tendremos que satisfacer, por lo menos,
la exigencia fundamental de toda posible pregunta. Si vamos
a interrogar, como sea, a la nada, es
preciso que, previamente, la nada se nos dé. Es menester que podamos
encontrarla.
¿Dónde buscar la nada?
¿Cómo encontrarla? Para poder encontrar algo, ¿no es preciso saber que está ahí?
Efectivamente. Casi siempre ocurre que el hombre no puede buscar algo si no
sabe, por anticipado, que está ahí lo que busca. Pero en nuestro caso lo buscado
es la nada. ¿Habrá en último término
un buscar sin esa anticipación, un buscar
al que es inherente un puro encontrar?
Sea ello lo que quiera, lo
cierto es que conocemos la
nada,
aunque no sea más que como algo de que hablamos a diario en todas partes. Y
hasta podemos aderezar previamente, en una “definición”, esta vulgar nada,
desteñida en toda la palidez de lo obvio, que se desliza tan insensiblemente en
nuestras conversaciones:
La nada es la negación pura y simple de la omnitud del ente.
Esta caracterización de la
nada, ¿no es, al fin y al cabo, una indicación de la dirección en que únicamente
podremos tropezar con ella? Es preciso que, previamente, la omnitud del
ente nos
sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la
negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente.
Bien; pero aun
prescindiendo de lo problemática que es la relación entre la negación y la nada,
¿cómo vamos a hacer nosotros —seres finitos— que el todo del ente sea accesible
en sí mismo, en su omnitud, y, especialmente, que sea accesible para nosotros?
Podemos, en todo caso, pensar en “idea” el todo del ente, negar en el
pensamiento este todo así formado, y luego “pensarlo”, a su vez, como negado.
Pero por este camino obtendríamos el concepto formal de una nada figurada, mas no la nada misma. Pero la nada es nada, y
si, por otra parte, representa la completa indiferenciación, no puede existir
diferencia alguna entre la nada figurada y la nada “autentica”. Por otra parte,
¿no es esta “autentica” nada aquel concepto contradictorio, bien que oculto, de una
nada que es? Ésta ha de ser la última vez que las objeciones de entendimiento
detengan nuestra búsqueda, que sólo una experiencia
radical de
la nada podría legitimar.
Cierto que nunca podemos
captar absolutamente el todo del ente, no menos cierto es, sin embargo, que nos
hallamos colocados en medio del ente, que de una u otra manera, nos es
descubierto en totalidad. En última instancia, hay una diferencia esencial entre
el captar el
todo del
ente en sí y encontrarse en medio del ente
en total.
Aquello es
radicalmente imposible. Esto acontece constantemente en nuestra existencia.
Parece sin duda, que en
nuestro afán cotidiano nos hallamos vinculados unas veces a éste, otras a aquel
ente, como si estuviéramos perdidos en éste o aquel distrito del ente. Pero, por
muy disgregado que nos parezca lo cotidiano, abarca, siempre, aunque sea como en
sombra, el ente en total. Aun cuando no estemos en verdad ocupados con las cosas
y con nosotros mismos —y precisamente entonces—, nos sobrecoge este “todo”, por
ejemplo, en el verdadero
aburrimiento. Éste no es el que
sobreviene cuando sólo nos aburre este libro o aquel espectáculo, esta ocupación
o aquel ocio. Brota cuando “se está aburrido”. El aburrimiento profundo va
rodando por las simas de la existencia como una silenciosa niebla y nivela a
todas las cosas, a los hombres, y a uno mismo en una extraña indiferencia. Este
aburrimiento nos revela el ente en total.
Otra posibilidad de
semejante patencia se ofrece en la alegría por la presencia de la
existencia — no sólo de la persona— de un ser querido.
Semejante temple de ánimo,
en el cual uno “se encuentra” de tal o cual manera, nos permite encontrarnos en
medio del ente en total y atemperados por él. Este encontrarse, propio del
temple, no sólo hace patente, en
cada caso a su manera, el ente en total, sino que este descubrimiento, lejos de
ser un simple episodio, es el acontecimiento radical de nuestro existir.
Lo que llamamos
“sentimiento” no son ni fugaces fenómenos concomitantes de nuestra actitud
pensante o volitiva, ni simples impulsos de ella, ni tampoco estados simplemente
presentes con los que nos avenimos en una u otra forma.
Sin embargo, cuando estos
temples del ánimo nos conducen de esa suerte frente al ente en
total, nos
ocultan, precisamente, la nada que buscamos. Y menos se nos ocurrirá ahora
pensar que la negación del ente en total, que se nos hace patente en el temple,
nos pueda colocar frente a la nada, porque esto sólo podría ocurrir, con pareja
radicalidad, en un temple de ánimo que por su
más
auténtico
sentido descubridor nos patentizara la nada.
¿Hay en la
existencia del hombre un temple de ánimo tal que lo coloque inmediatamente ante
la nada misma?
Se trata de un
acontecimiento posible y, si bien raramente, real, por algunos momentos, en ese
temple de ánimo radical que es la angustia.
No aludimos a esa
frecuentísima inquietud que, en el fondo, no es sino un ingrediente de la
medrosidad en que tan fácilmente podemos caer. Angustia es radicalmente distinto
de miedo. Tenemos miedo siempre de tal o cual ente determinado que nos amenaza en un
determinado respecto. El miedo de algo es siempre miedo a algo determinado. Como el miedo se
caracteriza por esta determinación
del de y del a, resulta que el temeroso y
medroso queda sujeto a la circunstancia que le
amedrenta. Al esforzarse por escapar de ello —de ese algo determinado— pierde la
seguridad para todo lo demás,
es decir,
“pierde la cabeza”.
La angustia no permite que
sobrevenga semejante confusión. Lejos de ello,
hállase penetrada por una especial tranquilidad. Es verdad que la angustia de...
es siempre angustia por..., pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta
indeterminación de aquello de qué y por qué
nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad
esencial de ser determinado. Esto se ve patente en una conocida expresión.
Solemos decir que en la
angustia “uno está desazonado”. ¿Qué quiere decir este “uno”? No podemos decir
de qué le viene a uno esta desazón. Nos encontramos así, y nada más. Todas las
cosas como nosotros mismos se sumergen en una indiferenciación. Pero no como si
fuera un mero desaparecer, sino como un alejarse que es un volverse hacia nosotros. [En] Este
alejarse el ente en total, que nos acosa en la angustia, nos oprime. No queda
asidero ninguno. Lo único que queda y nos sobrecoge al escapársenos el ente es
este “ninguno”.
La angustia hace patente la nada.
Estamos “suspensos” en
angustia. Más claro, la angustia nos deja suspensos porque hace que se nos
escape el ente en total. Por esto sucede que nosotros mismos —estos hombres que
somos—, estando en medio del ente, nos escapemos
de nosotros
mismos. Por esto, en realidad, no somos “yo” ni “tú” los desazonados, sino
“uno”. Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que
no hay nada donde agarrarse.
La angustia nos vela las
palabras. Como el ente en total se nos escapa, acosándonos la nada, enmudece en
su presencia todo decir “es”. Si muchas veces en la desazón de la angustia
tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras incoherentes, ello
prueba la presencia de la nada.
Que la angustia descubre la
nada confírmalo el hombre mismo inmediatamente después que ha pasado. En la
luminosa visión que emana del recuerdo vivo nos vemos forzados a declarar:
aquello de y aquello por... lo que nos hemos angustiado era, realmente, nada. En
efecto, la nada misma, en cuanto tal, estaba allí.
Con el radical temple de
ánimo que es la angustia hemos alcanzado aquel acontecimiento de la
existencia en que se nos hace patente la nada y desde el cual debe ser posible
someterla a interrogación.
¿Qué pasa con la nada? Respuesta a la pregunta
La única respuesta que,
por de pronto, es esencial para nuestro propósito, la lograremos si
prestamos atención al hecho de que la cuestión acerca de la nada ha sido
planteada realmente. Para ello será preciso que
reproduzcamos esa transmutación del hombre en su puro existir, que ocurre en
toda angustia, para captar, tal como se presenta, la nada que en ella se
patentiza. Esto exige, al mismo tiempo, que apartemos expresamente
aquellas caracterizaciones de la
nada que no nazcan directamente de nuestra
entrevista con ella.
La nada se descubre en la
angustia —pero no como ente. Tampoco está dada como objeto. La angustia no es
una aprehensión de la nada. sin embargo, la nada se nos hace patente en ella y a
través de ella, aunque, una vez más, no como si estuviese separada y “al lado”
del ente en total que se presenta en la desazón de la angustia. Antes bien,
decíamos: en la angustia nos sale al paso la nada a una con el ente en total.
¿Qué quiere decir este “a una con”?
En la angustia el ente en
total se torna caduco. ¿En qué sentido? Porque la
angustia no aniquila el ente para dejarnos como
residuo la nada. ¿Cómo habría de hacerlo si la angustia se encuentra
precisamente en la más absoluta impotencia frente al ente en total?
Antes bien, la nada se manifiesta con y en el ente en tanto que éste nos escapa
en total.
En la angustia
no ocurre un aniquilamiento de todo el ente en sí
mismo. Pero tampoco llevamos a cabo una
negación del ente en total para así
obtener la nada. Aun prescindiendo de que la angustia, en cuanto tal, le es
ajena la formulación expresa de una declaración negativa, resultaría que, con
una semejante negación (que debiera dar por resultado la nada), llegaríamos
siempre demasiado tarde. Ya antes la nada nos ha salido al paso. Por eso
decíamos que la nada nos sale al paso “a una con” el ente en total en cuanto que
éste se nos escapa.
En la angustia hay un
retroceder ante... que no es ciertamente un huir, sino una fascinada quietud.
Este retroceso arranca de la nada. La nada no atrae, sino que, por esencia,
rechaza. Pero este rechazo es, como tal, un remitirnos, dejándolo escapar, al
ente en total que se hunde. Esta total rechazadora
remisión al
ente en total que se nos escapa (que así es como la nada acosa a la existencia
en la angustia), es la esencia de la nada: el
anonadamiento.
No es un aniquilamiento del
ente, ni se origina en una negación. El anonadamiento no se puede obtener
tampoco sumando aniquilación y negación. La nada misma
anonada. El
anonadar no es un suceso como otro cualquiera, sino que por ser un rechazador
remitirnos al ente en total que se nos escapa, nos hace patente este ente en su
plena, hasta ahora oculta extrañeza, como lo absolutamente
otro frente
a la nada.
En esta clara noche que es
la nada de la angustia, es donde surge la originaria “patencia” del ente
como tal
ente: que
es ente y no
nada. Pero
este “y no nada” que añadimos en nuestra elocución no es, empero, una aclaración
subsiguiente,
sino lo que
previamente
posibilita
la patencia del ente en general. La esencia de esta nada, originariamente
anonadante, es: que lleva, al existir, por
vez primera, ante el ente en cuanto tal.
Solamente a base de la
originaria patencia de la nada puede la existencia del hombre llegar al ente y entrar en
él. Por
cuanto que la existencia hace por esencia relación al ente, al ente que no es
ella y al que es ella misma, procede ya siempre, como tal existencia, de la
patente nada.
- Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada.
Sosteniéndose dentro de la
nada, la existencia está siempre allende el ente en total. A este
estar allende el ente es lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia no fuese,
en la última raíz de su esencia, un trascender; es decir, si de antemano, no
estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el
ente ni, por tanto, consigo misma.
- Sin la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad.
Con esto hemos obtenido ya
la respuesta a la pregunta acerca de la nada. La nada no es objeto ni ente
alguno. La nada no se presenta por sí sola, ni junto con el ente, al cual, por
así decirlo, adheriría. La nada es la posibilitación
de la patencia del ente, como tal ente, para la existencia
humana. La
nada no nos proporciona el contraconcepto del ente, sino que pertenece
originariamente a la esencia del ser mismo. En el ser del ente acontece
el anonadar de la nada.
Pero hora es ya de que
salga a la superficie un reparo largo tiempo reprimido. Si la existencia no
puede entrar en relación con el ente, es decir, no puede existir sino
sosteniéndose dentro de la nada, y si la nada sólo se revela originariamente en
la angustia, ¿no habríamos de estar perennemente suspensos en angustia para
poder existir? Pero, ¿no hemos reconocido nosotros mismos que esta angustia
radical es rara? Y, sobre todo, todos
nosotros existimos y nos las habemos con el
ente —con el ente que no somos nosotros y que somos nosotros— sin esta
angustia.
¿No será ésta una invención gratuita, y la nada que le atribuimos una
exageración?
Pero ¿qué quiere decir que
esta angustia radical sólo acontece en raros momentos? No quiere decir
otra cosa sino que, por de pronto, la nada, con su origen, permanece casi
siempre disimulada para nosotros. ¿Y qué es lo
que la disimula? La disimula el que nosotros, de uno u otro modo, nos perdemos
completamente en el ente. Cuanto más nos volvemos hacia el ente
en nuestros afanes, tanto menos le dejamos escaparse como
tal ente, y tanto más nos desviamos de la nada, y con tanto mayor seguridad nos
precipitamos en la pública superficie de la existencia.
Sin embargo, esta
constante, bien que equívoca, desviación de la nada, es conforme, dentro de
ciertos límites, a su más propio sentido. En su anonadar, la nada nos remite
precisamente al ente. La nada anonada de continuo, sin que en el saber, dentro
del cual nos movemos a diario, sepamos propiamente de este acontecimiento.
¿Qué testimonio más
convincente de esta perenne y amplia —bien que disimulada— patencia de la nada
en nuestra existencia que la negación? Pero ésta pertenece, según
se dice, a la esencia del pensamiento humano. La negación se expresa
diciendo
no de algo
que no
es. Pero la
negación no saca de sí misma el no ser de lo que no es para intercalarlo, por
decirlo así, dentro del ente, como medio de diferenciación y contraposición a lo
dado. ¿Cómo va a poder sacar la negación de sí misma el no, si solamente puede
negar si le está previamente propuesto algo negable? Y ¿cómo lo negable, lo que
hay que negar, puede considerarse como afectado por el
no, si no
es porque todo pensar, en cuanto tal pensar, tiene ya la vista puesta en el
no? Pero el no, solamente puede
hacerse patente sacando de su latencia lo que le da origen: el anonadar de la
nada y, con él, la nada misma.
El no, no nace de la
negación, sino que la negación se funda en el no, que nace del anonadar de la
nada. Pero tampoco la negación es otra cosa que un modo de esa actitud
anonadante, es decir, de esa actitud previa fundada sobre el anonadar de la
nada.
Con esto hemos demostrado, a grandes rasgos, la
tesis anteriormente enunciada: la nada es el origen de la
negación y no al revés.
Al quebrantar así el poder
del entendimiento en esta cuestión acerca de
la nada y del ser, hemos decidido, al mismo tiempo, la suerte de la soberanía de
la “lógica” dentro de la filosofía. La idea misma de la “lógica” se
disuelve en el torbellino de un
interrogante más radical.
Por mucho y muy
diversamente que la negación —explícita o no— prevalezca en todo pensar, no es
ella, por sí sola, testimonio suficiente de la patencia de la nada, patencia
esencial a la existencia. Porque no podemos proclamar que la negación sea la
única —ni siquiera la principal— actitud anonadante en que la existencia se
encuentra sacudida por el anonadar de la nada.
Más abisal que la simple
adecuación de la negación lógica es la crudeza de la contravención y la acritud de la
execración. Hay más responsabilidad en
el dolor del fracaso y en la inclemencia de la
prohibición. Más abrumadora es la
aspereza de la privación.
Estas posibilidades de la actitud
anonadante —fuerzas con que la
existencia sobrelleva, bien que sin llegar a dominarle, ese su hallarse
arrojada— no
son especies de la mera negación. Pero esto no les impide
expresarse con un no y con una
negación. Lo cual nos delata, de modo bien claro, la vaciedad y amplitud de la
negación.
El que esta actitud
anonadante atraviese de punta a punta la existencia, testimonia la perenne y
ensombrecida patencia de la nada, que sólo la angustia nos descubre
originariamente. Así se explica que esa angustia
radical
esté casi siempre reprimida en la existencia. La angustia está ahí: dormita: Su
hálito palpita sin cesar a través de la existencia: donde menos, en la del
“medroso”; imperceptible en el “sí, sí” y “no, no” del hombre apresurado: más en
la de quien es dueño de sí; con toda seguridad, en la del radicalmente
temerario.
Pero esto
último se produce sólo cuando hay algo a que ofrecer la
vida con
objeto de asegurar a la existencia la suprema grandeza.
La angustia del temerario
no tolera que se la
contraponga
a la alegría, ni mucho menos a la apacible satisfacción de los tranquilos
afanes. Se halla —más allá de tales contraposiciones— en secreta alianza con la serenidad y dulzura
del anhelo creador.
La angustia radical puede
emerger en la existencia en cualquier momento. No necesita que un suceso
insólito la despierte. A la profundidad con que domina corresponde la nimiedad
de su posible provocación. Está siempre al acecho, y, sin embargo,
sólo raras
veces cae
sobre nosotros para arrebatarnos y dejarnos suspensos.
Ese estar sosteniéndose la
existencia dentro de la nada, apoyada en la recóndita angustia, hace que el
hombre ocupe el sitio a la nada. Tan finitos somos que no podemos, por
propia decisión y voluntad, colocarnos originariamente ante la nada. Tan
insondablemente ahonda la finitud en la existencia, que la
profunda y genuina finitud
escapa a
nuestra libertad.
Este estar sosteniéndose la
existencia en la nada, apoyada en la recóndita angustia, es un sobrepasar el
ente en total: es la trascendencia.
Nuestro interrogante acerca
de la nada tiene que poner ante nuestros ojos la metafísica misma. El nombre
“metafísica” proviene del griego τα µετα τα
φισικα. Este
extraño título fue más tarde interpretado como designación del interrogante que
se endereza “más allá de” —µετα, trans— el ente en cuanto
tal.
La metafísica es una
tras—interrogación allende el ente, para
reconquistarlo después, conceptualmente, en cuanto tal y en
total.
En la pregunta acerca de la
nada se lleva a cabo esta marcha allende el ente, en cuanto ente, en total. Se
nos ha mostrado, pues, como una cuestión “metafísica”.
Indicábamos al comienzo dos
características de esta clase de cuestiones. En primer lugar, toda pregunta
metafísica abarca la metafísica entera. En segundo lugar, en toda interrogación
metafísica va siempre envuelta la existencia que interroga.
¿En qué sentido la cuestión
acerca de la nada comprende y abraza la metafísica entera? Acerca de la nada la
metafísica se expresa, desde antiguo, en una frase, ciertamente equívoca:
ex nihilo
nihil fit,
de la nada nada adviene. A pesar de que, en la explicación de este principio,
nunca llega la nada misma a ser propiamente cuestión, sin embargo, este
principio, por su peculiar referencia a la nada, delata la concepción
fundamental que se tiene del ente.
La metafísica
antigua
entiende la nada en el sentido de lo que no es, es decir, de la materia sin
figura que por sí misma no puede plasmarse en ente con figura y, por tanto,
aspecto (ειδοσ) propio. Ente es aquella
formación que se informa a sí misma y que, como tal, se representa en forma o
imagen. El origen, la justificación y los límites de esta concepción del ser
quedan tan faltos de esclarecimiento como la nada misma.
La dogmática
cristiana,
por el contrario, niega la verdad de la
proposición: ex nihilo nihil fit,
y da con
ello a la nada una nueva significación, como la mera ausencia de todo ente
extradivino: ex nihilo fit-ens
creatum. La
nada se convierte, ahora, en contraconcepto del ente propiamente dicho, del
summum
ens, de
Dios, como ens increatum.
También
aquí la interpretación que se da de la nada nos delata la concepción
del ente. Pero la explicación
metafísica del ente se mueve en el mismo plano que la pregunta acerca de la
nada. Las cuestiones acerca del ser y acerca de la nada quedan, ambas,
preteridas. Por esto no es cuestión la dificultad de que si Dios crea de la nada
tiene que habérselas con la nada. Pero, si Dios es Dios, nada puede salvar de la
nada, puesto que lo “absoluto” excluye de sí toda nihilidad.
Este tosco recuerdo
histórico muestra la nada como contraconcepto del ente propiamente
dicho, es
decir, como negación suya.
Pero si, por fin, nos
hacemos problema de la nada, no sólo resulta que esta contraposición queda mejor
precisada, sino que entonces es cuando se plantea la auténtica cuestión
metafísica del ser del ente. La nada no es ya este vago e impreciso
enfrente del
ente, sino
que se nos descubre como perteneciendo al ser mismo
del ente.
“El ser puro y la pura nada
son lo mismo”. Esta frase de Hegel (Ciencia de la
lógica,
libro I, WW
III, pág. 94)
es justa. El ser y la nada van juntos; pero no porque ambos coincidan en su
inmediatez e indeterminación —como sucede cuando se los considera desde el
concepto hegeliano del pensar—, sino que el ser es, por esencia,
finito,
y solamente
se patentiza en la trascendencia de la existencia que sobrenada en la nada.
Si, por otra parte, la
cuestión acerca del ser en cuanto tal es la cuestión que circunscribe la
metafísica, se
nos manifiesta entonces que también la cuestión acerca de la nada es de tal
índole que abraza la metafísica entera.
Pero, además, la cuestión
acerca de la nada comprende la metafísica entera porque nos fuerza a hacernos
problema del origen de la
negación;
es decir, nos fuerza a decidir sobre la legitimidad con que la “lógica” impera
sobre la metafísica.
La vieja frase:
ex nihilo
nihil fit, adquiere entonces un nuevo
sentido, que afecta al problema mismo del ser: ex nihilo omne ens qua ens
fit. Sólo
en la nada de la existencia viene el ente en total a sí mismo, pero según su
posibilidad más propia, es decir, de un modo finito.
En segundo lugar, si la
cuestión acerca de la nada es una cuestión metafísica, ¿en qué medida envuelve a
nuestra existencia interrogante?
Caracterizábamos nuestra
existencia como esencialmente determinada por la ciencia. Por tanto, si nuestra
existencia, así determinada, se halla implicada en nuestra pregunta acerca de la
nada, entonces la existencia debe tornarse problemática al plantearse ese
problema.
La existencia científica
debe su simplicidad y acuidad a la manera especialísima a como tiene que
habérselas con el ente mismo, y únicamente con él. Puede
la ciencia abandonar la nada con un gesto de superioridad. Pero al preguntar por
la nada patentízase que esta existencia científica sólo es
posible si,
de antemano, se encuentra sumergida en la nada. Para comprenderse a sí misma, en
lo que precisamente es, necesita no abandonar la nada.
La presunta sobriedad y
superioridad de la ciencia se convierte en ridiculez si no toma en serio la
nada.
Solamente porque la nada es
patente puede la ciencia hacer del ente mismo objeto de investigación. Y
solamente si la ciencia existe en virtud de la metafísica, puede aquélla renovar
incesantemente su esencial cometido, que no consiste en coleccionar y ordenar
conocimientos, sino en abrir, renovadamente, ante nuestros ojos, el
ámbito
entero de la verdad sobre la naturaleza y sobre
la historia.
Sólo porque la nada es
patente en el fondo de la existencia, puede sobrecogernos la completa
extrañeza del ente. Sólo cuando nos
desazona la extrañeza del ente, puede provocarnos admiración. De la admiración —esto es,
de la patencia de la nada— surge el ¿por qué? Sólo porque es posible el
¿por qué?, en cuanto tal, podemos preguntarnos por los
fundamentos y fundamentar de una determinada manera.
Sólo porque podemos preguntar y fundamentar, se nos viene a la mano en nuestro
existir el destino de investigadores.
La pregunta acerca de la
nada nos envuelve a nosotros mismos —a los
interrogadores. Es una cuestión metafísica.
La existencia humana no
puede habérselas con el ente si no es sosteniéndose dentro de la nada. El ir más
allá del ente es algo que acaece en la esencia misma
de la existencia. Este trascender es,
precisamente, la
metafísica;
lo que hace que la metafísica pertenezca a la “naturaleza del hombre”. No es una
disciplina filosófica especial ni un campo de divagaciones: es el
acontecimiento
radical en
la existencia misma y como tal existencia.
Como la verdad de la
metafísica habita en estos abismos insondables, su vecindad más próxima es la
del error más profundo, siempre al acecho. De aquí que no haya rigor de ciencia
alguna comparable a la seriedad de la metafísica. La filosofía jamás podrá ser
medida con el patrón proporcionado por la idea de la ciencia.
Si realmente se ha hecho
cuestión para nosotros el problema acerca de la nada, no habremos visto la
metafísica por fuera. Tampoco podemos decir que nos hemos sumergido en ella. No
podemos, de manera alguna, sumergirnos en ella, porque, por el mero hecho de
existir, nos
hallamos ya siempre en ella: φυσει γαρ ω φιλε, εϖεστι τις φιλοσοφια τη του ανδρος διανοια (Platón, Phaidros 279
a). Por el mero hecho de existir el hombre acontece el filosofar.
La filosofía —eso que
nosotros llamamos filosofía— es tan sólo la puesta en marcha de la metafísica;
en ésta adquiere aquélla su ser actual y sus explícitos temas.
Y la filosofía sólo se pone
en movimiento, por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en
medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta
postura es decisivo: en primer
lugar,
hacer sitio al ente en total; después, soltar amarras,
abandonándose a la nada, esto es, librándose de los ídolos que todos tenemos y a
los cuales tratamos de acogernos subrepticiamente: por último, quedar suspensos para que
resuene constantemente la cuestión
fundamental
de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay
ente y no más bien nada?
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