Es conocida la génesis de este libro (1963) como consecuencia directa de la asistencia de Hanna Arednt al juicio que se llevó a cabo durante 1961 en la ciudad de Jerusalén contra el ex teniente coronel de las SS, Adolf Eichman, criminal de guerra, cuyas actividades se desarrollaron entre 1933 y 1945 al servicio del nazismo, y que cobraron un vigor irreversible a partir del famoso mitin de Wannsee, Berlín, en enero de 1942.
A lo largo del relato del desarrollo del juicio, Arednt, que no era simplemente una reportera aguda sino una filósofa de primera línea, nos adentra en las múltiples cuestiones que a su pensamiento bien entrenado se van presentando a lo largo de las interminables sesiones. Cuestiones antropológicas, políticas, éticas, psicológicas, de derecho…surgen una y otra vez dimensionando la reflexión y haciendo que cada página de este estudio adquiera una impresionante densidad de sentido. Nos deja así, un legado profundamente inquietante que debiera ser, a mi juicio, de lectura obligada para todo ser humano, sobre todo cuando parecen acercarse nuevas “épocas de oscuridad”.
Es posible que Arednt esperara encontrarse sentado en el banquillo de los acusados a un hombre, a lo menos, poco común, pero lo cierto es que Eichmann no le pareció el monstruo que el fiscal quiso presentar, sino uno más de entre los tantos burócratas del nazismo. Un hombre ordinario que mostró ser muy eficiente en las tareas que se le encomendaron, pero que pese a ello, nunca pudo pasar de ser un oscuro Obersturmbannführer a cargo de una subsección muy lejana de los centros de poder donde se decidía cuándo, quiénes y cómo poblaciones enteras terminarían su existencia en los campos de exterminio del este europeo; alguien que sólo cumplía órdenes. Así y todo, Arendt coincide con lo decidido por el Tribunal de Jerusalén: pena de muerte para el acusado.
A la pensadora judía le interesa en primer lugar, la especie de doble moral que observa en el acusado, fruto de una especie de conciencia dividida a la que Sartre hubiera llamado “Mala Fe”. Se trata de un fenómeno de defensa psicológica por el cual el ser humano no siente sus acciones como propias, puesto que no le parecen dictadas por la propia voluntad, sino forzadas por unas circunstancias frente a las que al individuo, solo le queda obedecer.
Eichmann es un caso modelo. Un hombre ordinario, un tanto grotesco con sus tics, su afán por agradar, su dificultad para expresarse con propiedad, sus salidas de tono, sus tópicos y sus frases hechas...Alguien casi risible que, sin embargo fue quien organizó la deportación y exterminio de las comunidades judías de Europa. Fue un funcionario ejemplar; Casi seis millones de judíos eliminados en tres años, lo ameritan. Es difícil aceptar que detrás de un hecho de estas proporciones, el responsable pueda ser un hombre como éste. Arednt lo constata y lo deja consignado.
Eichmann siempre se sintió inocente. No fue, la suya, una cuestión personal. No era antisemita y nunca, tal como nos cuenta Arednt, experimentó un conflicto entre su conciencia y las órdenes recibidas. Tenía claro que debía olvidar todo atisbo de conciencia individual ya que estaba viviendo una época en la que lo que en otra circunstancia se hubiera llamado crimen, aparecía legalizado por el estado del que él era ciudadano y que precisamente como ciudadano, lo obligaba a su cumplimiento. Recordemos que durante la época de Tercer Reich todas las actuaciones estatales estaban respaldadas en leyes, decretos y reglamentos, cuando no en la propia palabra del Führer, considerada ley suprema incluso por prestigiosos constitucionalistas como Theodor Maunz. Es decir, que se dio la paradoja de que actos aberrantes y constitutivos de genocidio y de violaciones a los derechos humanos básicos, formaran parte entre 1933 y 1945 del ordenamiento jurídico del Estado. Lo criminal desde el punto de vista axiológico externo se convirtió en lo legal desde el punto de vista normativo interno, dice Arednt.
Es esta “Obediencia debida” la que la filósofa cuestiona y niega que sea un eximente de responsabilidad penal por más que el ejercicio burocrático de estos actos aberrantes que la ley consagraba, los hiciera terriblemente banales llegando a no producir el más mínimo temblor en la mano de quienes les daban curso. En aquellos años, el mal, se volvió banal a fuerza de convertirse en mero trámite rutinario.
Otro atenuante que muchos de los que llevaron a cabo estas tareas aportaron en su descargo, fue la insoportable presión del sistema y sus posibles represalias ante la negativa a obedecer. Pero, investigado el asunto, se demostró que no hubo grandes costes que pagar. Aquellos que se negaron a participar en el exterminio sufrieron un cambio de destino, la imposibilidad de medrar… Nada demasiado costoso de asumir.
Queda claro que, de haberse negado, Eichmann, hubiera sido quizá un tipo aún más oscuro de lo que fue pero, puesto que era un “experto” en el tema, la cifra de eliminados hubiera sido bastante menos considerable, si se hubiera negado. Aunque, visto el perfil del personaje, es inimaginable. Recordemos que el imperativo categórico que regía su conducta y del cual se sintió siempre orgulloso, hubiera podido formularse de esta manera: “Obra de tal manera que el Fürher aprobara tu conducta” (no conozco mayor aberración del espíritu del famoso “imperativo” de Kant).
A lo largo del juicio de Eichmann van apareciendo diferentes personajes que generan nuevas y no gratas reflexiones. No se trata ya, en estos casos, de dirimir responsabilidades penales sino, éticas. Esta aparente coartada para mantenerse al margen que es invocada por diferentes testigos, es tratada en relación con la enormidad de la consecuencia que provocó. Llama poderosamente la atención el que el acusado insistiera una y otra vez en su descargo, en el que, en su entorno, nadie hubiese cuestionado jamás una orden, ni siquiera aquellos que disentían públicamente del régimen y que desgraciadamente solo consagraron sus esfuerzos a conseguir excepciones( un pase para una eminencia judía, un mejor trato para alguien cercano...). Desgraciadamente, al asumir sin cuestionar “la regla”, confirmaron “su validez”.
Quizá por ello es tan importante recordar y enjuiciar el comportamiento, ya no de la Alemania nazi, sino también la de los diferentes estados europeos con respecto a la “Solución final” La autora demuestra que, en aquellas naciones en donde hubo una oposición decidida a La Deportación, los nazis carecieron de la convicción necesaria para doblegarla, y no pudieron llevarla a cabo, lo que la llevó a concluir que el ideal de “dureza” de los nazis (o la apariencia monolítica de todo régimen totalitario) no es más que un mito.
En muchos de los Estados sometidos por el yugo nazi (Polonia, Rumania, Ucrania, Lituania) los poderes locales se pusieron casi entusiastamente al servicio del asesinato de judíos pero, afortunadamente, hubo excepciones dignas de mención (Italia, Bulgaria y especialmente, Dinamarca).
La actuación de Dinamarca fue especialmente modélica; tanto, que Arednt considera que su actuación debiera ser de obligado estudio para los estudiantes de Ciencias políticas. Dinamarca fue un estado cuyo profundo sentido de la legalidad al servicio de la justicia, impidió que en su suelo, los judíos pudiesen ser perseguidos. Se negó a asumir las leyes antisemitas de los ocupantes, amenazando con hacerlas extensivas la totalidad de la ciudadanía (TODOS los ciudadanos daneses portarían la estrella judía, por ejemplo) Aplicó, además, al límite la condición de “apátridas” de los judíos no daneses a los que protegió al negar a Alemania competencia alguna sobre aquellos a los que había dejado “sin ciudadanía”. Sí, Dinamarca fue magnífica. Su comportamiento demostró que, en época crítica, la oposición, funciona muy bien, sobre todo cuando es inteligente. Demostró también que aquellos nazis que, como fuerza de ocupación, estuvieron en Dinamarca, bajo la influencia continuada de planteamientos y actitudes contrarias a las suyas, cambiaron y en muchos casos se convirtieron en entusiastas colaboradores de la política danesa. Es una lección que no debiéramos olvidar nunca.
La crítica de la filósofa va más allá. Pone la lupa en todos aquellos, que una u otra manera, contribuyeron a la Solución Final. Estados que, sabiendo lo que ocurría en Europa, se negaron a dar entrada en su territorio a los judíos que huían, al Ejército Aliado que dejó hasta el final indemnes las vías férreas por las que los vagones de deportados debían transitar y que no tuvieron que responder por ello ante tribunal alguno.
Pero, tal vez las páginas más inquietantes de este estudio, sean aquellas en las que Arednt cuestiona el comportamiento de las víctimas (es lo que hizo que durante muchísimo tiempo este libro no fuera publicado en Jerusalén). Lo hace con valor y honradez. Deja claro, por más que duela, la ayuda inestimable que los Consejos Judíos brindaron a Eichmann en relación con la organización de La Deportación. Su actuación ni aminoró el sufrimiento, ni evitó males mayores. Al contrario, ayudó a que la organización del exterminio fuese mucho más eficiente. Sin la ayuda de los Consejos Judíos, es seguro que hubieran sido asesinados muchos menos. Es una cuestión incómoda y que hizo diana en la mala conciencia de muchos de los supervivientes.
Queda como cuestión de muy difícil reflexión, esa toma de conciencia de que en esa maquinaria horrorosa de la muerte quienes participaban como policías e incluso verdugos, fueran judíos que prácticamente no se rebelaron nunca. Señalar las pocas excepciones que hubo es fundamental para contravenir esa idea determinista de que en cierto tipo de circunstancias, las víctimas, inevitablemente, colaboran. En relación con esto ni Arednt, ni nadie, creo yo, se atrevería a formular juicios morales. Queda aún como algo antropológicamente hablando, dolorosamente pendiente.
A menudo se suele escuchar eso de que no se puede juzgar aquello que no hemos vivido. Es más, que no podemos juzgar si tal vez, en la misma situación, nosotros no hubiéramos actuado de otra manera. Pienso que el planteamiento es equivocado. El juicio (esas afirmaciones y negaciones mediante las que nuestro razonamiento fluye) es el instrumento del pensamiento. Si no nos atrevemos a tratar de discernir acerca de la verdad o falsedad del sentido de un hecho. Si no nos atrevemos a predicar la bondad o de la maldad de lo que acontece, estamos renunciando a pensar y con ello, dando carta libre al horror.
Es importante señalar también que, si el criterio ético lo establece solamente nuestra conciencia a menudo entrampada por la mala fe, seremos capaces de realizar las mayores atrocidades con la conciencia limpia. Solo una conciencia cuyo imperativo ético pudiera formularse como “No actuaré sino de acuerdo a lo que me permita vivir con dignidad, sin avergonzarme ante mí misma, sea cual sea la consecuencia” tal como dice Arednt, pudiera ser el camino que nos permita ser excepción cuando la ley, la convención social e incluso el propio instinto vital, pidan lo contrario. Esto exige tomarse en serio el “Atrévete a pensar”, viejo lema de la Ilustración todavía pendiente. Si algo queda claro tras estas páginas es que solo tendrán posibilidad de actuar decentemente, cuando las circunstancias sean extraordinarias, aquellos que estén acostumbrados a cuestionar y a cuestionarse.
El libro se lee con temor y temblor. Sabemos que el Holocausto pudiera muy bien volver a repetirse y que actualmente, de hecho, existen otros Holocaustos. Arendt argumenta al respecto que todo paso que, para bien o para mal, da la Humanidad en su historia, está condenado a ser el umbral del siguiente hito en su camino hacia su salvación o destrucción, según el caso. También esas contadas excepciones que brillan fulgurantes en medio de estas “noches oscuras”, son de un incalculable valor ejemplarizante y por supuesto, también pueden volver a repetirse. Otro imperativo ético bien pudiera ser el relato continuado de todo lo que constituyó una actuación honorable de la que la humanidad pueda sentirse orgullosa. Hay que repetir una y otra vez, para que no se olvide, que el ser humano también puede actuar de otra manera.
Es de agradecer vivamente este insobornable ejercicio de pensamiento. Sólo el juicio, por más doloroso que sea, puede permitirnos hasta cierto punto entender y entender-nos. Atrevernos a ello quizá nos ayude mañana a negarnos a buscar coartadas en tiempos de oscuridad.
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