27 enero 2015

John Dos Passos. ‘Viajes de entreguerras’


 

John Dos Passos
Viajes de entreguerras
Traducción de Juan Gabriel Vázquez
Península. Barcelona, 2005
 
John Dos Passos (1896-1970) es conocido sobre todo por novelas como Manhattan Transfer (1925) y las que integran la trilogía USA: El paralelo 42 (1930), 1919 (1932) y El gran dinero (1936), escritos políticamente comprometidos que dibujan un retrato caleidoscópico de una sociedad mecanizada y profundamente dividida entre un pequeño grupo de privilegiados y la masa alejada del poder. Sus novelas posteriores, peor recibidas por la crítica, evidencian un viraje hacia posturas cada vez más conservadoras, así como la pérdida del espíritu mordaz que caracterizaba a las primeras. Merecen destacarse también entre sus obras las que recogen sus experiencias de viajero infatigable. Entre estas se encuentra Journeys between wars (1938), donde presentó una selección de textos ya publicados, ligeramente revisados para la ocasión, junto con otros nuevos. Este es el libro cuya versión española acaba de editar Península con el título de Viajes de entreguerras. Se trata de un volumen misceláneo, brillante y, además, de un extraordinario interés histórico, pues describe lugares y momentos críticos de aquel mundo convulso. Un interés añadido es que proporciona algunas claves del giro ideológico de Dos Passos, producido justamente en esos años.
 
Tras una breve introducción, abren el volumen seis fragmentos, seleccionados por el autor, de los que componían su primer libro de viajes, Rocinante vuelve al camino (1922). En ellos, a través de descripciones de lugares y gentes de Castilla, muestra su admiración por una vida apegada al pasado y carente de artificio, que veía como contrapunto de la Norteamérica que conocía. Jorge Manrique y Don Quijote son referencias obligadas en unas páginas que muestran también la inquietud por un futuro vislumbrado en que aquel mundo iba a colisionar, inevitablemente, con la vorágine capitalista que se desarrollaba en su entorno.
 
 Los textos que aparecen a continuación corresponden al libro Orient Express, publicado en 1927 y basado en un viaje de 1921 en el que fueron visitados los Balcanes, Turquía, el Cáucaso y Oriente Medio. Encontramos aquí algunos momentos de un interés histórico extraordinario y de gran brillantez, como la descripción fotográfica de un Estambul controlado por los aliados en plena guerra de liberación del territorio turco, cuando el futuro de la ciudad era un enigma. Son memorables también las instantáneas del Cáucaso unos años después de la revolución rusa. En Irán el relato adquiere un tono desenfadado y humorístico, y el interés decae después en el interminable trayecto entre Bagdad y Damasco. Sus experiencias en la primera de estas ciudades le llevan a un lúcido análisis del triste destino colonial al que se enfrentaban aquellas tierras recién liberadas del dominio turco. Es este un tema, como puede verse, de extrema actualidad.
 
Los capítulos que siguen, agrupados bajo el epígrafe Visado Ruso , están entresacados del libro En todos los países (1934), y narran experiencias en una visita a Rusia en 1928, que suponía un intento de tomar el pulso a la Rusia revolucionaria. Hay aquí descripciones de Leningrado, el Cáucaso de nuevo y Moscú, e interés sobre todo en un contacto directo con la gente. Las conversaciones hacen aflorar la esperanza de personas noblemente empeñadas en la construcción de un mundo distinto, oscurecida sin embargo por presentimientos del terror estalinista.
 
La siguiente sección del libro, Introducción a la Guerra Civil, recoge algunos fragmentos viejos sobre España y América, y otros inéditos en libro sobre la Guerra Civil española. Las visitas a México y Guatemala en los años 20 dejan entrever episodios de la eterna lucha del campesino por conquistar la tierra que trabaja a terratenientes e internacionales fruteras. Se presenta también una biografía apasionada del gran Emiliano Zapata.
 
La parte dedicada a la Guerra Civil comienza con un recorrido agudo y rápido por la historia de España, que culmina con una emocionada bienvenida a la II República, “la República de los Hombres Honestos”. Hay presentimientos aciagos, sin embargo, en el relato de los sucesos de Casas Viejas y en la crónica de un mitin socialista en Santander ante la hostilidad de la burguesía local: “Eran muchos socialistas; les tomó un buen rato pasar con sus banderas y sus niños y sus lazos rojos y sus cestas de comida. El odio silencioso de la gente sentada en los cafés fue algo embarazoso. Los socialistas pasaban en fila, inocentes como un rebaño de ovejas en el país de los lobos.”
 

24 enero 2015

La filosofía poética de Antonio Machado

Antonio Machado fue un poeta filósofo y un pensador que trató de configurar una poética. Tanto su filosofía como su poética tienen que ver con su concepción del tiempo y su noción del ser. Desde los años cuarenta, algunos autores han reflexionado sobre las condiciones y características del pensamiento de Machado: Sánchez Barbudo, Cerezo Galán, Frutos, Julián Marías, Bernard Sesé, José Echeverría y Octavio Paz, por citar a algunos de los más importantes. José María García Castro ha escrito un libro valioso, metódico, en el que asedia el meollo del pensamiento metafísico del poeta sevillano y, a su vez, se interna en su poética. Como todo lector de Machado sabe, expresó su reflexión filosófica, sobre todo, a través de sus dos notables heterónimos: Juan de Mairena y Abel Martín. No solo era una manera, a través del apócrifo, de aparecer como filósofo, dada la humildad del poeta, sino que forma parte de su concepción plural del sujeto. Sin duda fue un acierto que le permitió encontrar una voz afortunada. Machado se abre a la poesía cuando el simbolismo francés y el modernismo hispano regían las letras de las dos lenguas que informan a Machado. Verlaine más que Mallarmé, y en lengua española, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. Pero Machado tuvo siempre otros poetas de los que estuvo, o quiso estar, más cerca: Bécquer, Lope, Manrique. Siempre se sintió a disgusto con la poesía barroca, especialmente con el conceptismo, y por las mismas razones de fondo, con el parnasianismo y el simbolismo que le influyeron en su juventud.
 
 
 
Machado fue un apasionado lector de filosofía, como le confiesa a Ortega y Gasset, y especialmente a partir de la muerte de su mujer (1913) sus lecturas son sobre todo de obras de pensamiento: Platón, Leibniz, Kant, Bergson, y sus coetáneos Unamuno y Ortega, figuran entre los autores más releídos. De Bergson, como nos recuerda García Castro, toma (quiero decir que piensa como suyas) las nociones de espacio, tiempo psicológico, duración, movimiento e inmutabilidad y la controvertida y fundamental en ambos pensadores idea de intuición. Machado, socrático, piensa que la razón es común a todos y que existe una objetividad. El diálogo, la afirmación del otro, se constituye pues en el elemento radical que hace posible el pensar. Ahora bien, el pensar metafísico se apoya en abstracciones, en categorías cuantitativas que han de prescindir necesariamente, según Machado, de lo cualitativo. El pensador prescinde de la realidad para pensarla, y lo que nos ofrece es el reverso de la vida. Los conceptos prescinden del tiempo, cualidad que otorga a la realidad su fluidez: una continuidad vital. Lo que es está asistido por el tiempo. Por eso, para el poeta pensar es ir de calleja en calleja hasta llegar a un callejón sin salida. La desrealización de la realidad, que permite la abstracción, nos lleva a la pérdida de la intuición de la temporalidad, sin la cual, según Machado, no hay peces vivos. Machado no creía que el pensar y el cantar (poesía) pudieran coincidir. El ser es lo heterogéneo, y el pensar lógico es homogenizador. No obstante, Machado está lejos de negar la necesidad de la abstracción: “Son vacíos los conceptos sin intuiciones, y ciegas las intuiciones sin los conceptos”, afirma tomando, sin citar, la frase de Kant. Pero, como afirma García Castro en su ensayo, “la lógica poética procura evitar todo enredo especulativo o cualquier dimensión desnaturalizadota de la realidad para dirigirse, no al cogito, sino al hombre completo que vive, que sueña, que es capaz de darse y comunicarse cordialmente con lo otro”.
 
Si la lógica filosófica no puede darnos una intuición de la realidad como presencia constante, Machado en cambio la encuentra en el pensar poético que trata de configurar y que se apoya en la percepción de lo heterogéneo, en la otredad que constituye lo uno. ¿Y qué es lo uno? Aquí la metafísica de Machado es realmente atractiva: el ser no coincide consigo mismo, siempre que se percibe a sí mismo encuentra un elemento otro que lo constituye. Lo que nos mueve hacia lo otro es un eros cordial, un movimiento regido por el amor. Machado afirma que el cristianismo nos mostró un acercamiento más completo a la realidad del otro, el amor. Si el pensamiento griego afirma al otro a través de la razón, el de Cristo lo hace de una manera más total, porque engloba a la persona, y tiene por fuerza la fraternidad. García Castro no duda de que el fundamento de la otredad machadiana es Dios. Y también afirma que Machado está “inscrito en la tradición cristiana occidental”. Sin duda este es un punto controvertido. La teología de Machado no supone un Dios creador del cosmos, sino de la nada. Y esto tiene poco que ver con “tradición cristiana occidental” y menos con el catolicismo. Es verdad que Machado pensó a Dios en términos paterno-filiales, pero, de nuevo, esa realidad numénica es un “objeto erótico trascendente”, del que se deriva la fraternidad humana. García Castro, dado que Machado habla numerosas veces del Cristo y del Dios cristiano, y de la idea de cordialidad que Cristo predicó, trata de darnos un Machado más cristiano de lo que fue. También hay que recordar que fue anticlerical, algo que no menciona en ningún momento García Castro. Yo no creo, como Sánchez Barbudo, que Machado fuera ateo, pero creo que, si bien los fundamentos de su teología (de su metafísica, diría él) tienen que ver con la idea del amor predicada por Cristo, son algo ajenos al cristianismo.
 
El último apartado de este libro se refiere a la poética de Machado. García Castro hace un resumen algo simplista y unificador del simbolismo, y se atiene a lo que dice Machado sobre el barroco y el conceptismo. Nos recuerda que, siguiendo a Bergson, Machado quiere superar el idealismo kantiano y los positivismos del XIX, y percibe que son estas ideas las que informan la lírica tanto simbolista como el fetichismo de la imagen de las vanguardias (creacionismo, surrealismo). Para Machado, los movimientos modernos están roídos por un conceptismo e imaginería fuera del tiempo, sin intuición de la fluidez intuitiva, que señala siempre una visión irreductible. La intuición, en el sentido bergsoniano, no basta para Machado, porque puede suponer, como en algunos simbolistas, una mera exaltación de la sensación (que al afirmar aísla: mónada). Machado sabía que se necesita el concepto, el afán comunicativo. La poesía es pues comunicación de una noticia temporal (tiempo psicológico): el cuento que canta. García Castro vincula el juicio estético kantiano (sin finalidad alguna) con la tendencia estética del arte por el arte, que aplica incluso a Huidobro (lo que me parece un error), y recorre con Machado la mayor parte de la actividad poética de finales del XIX y del primer tercio del XX, de la que el poeta sevillano disiente, como disiente de Quevedo, Góngora y de toda poesía barroca o conceptual. No me parece desacertado, pero sí incompleto, el análisis de su poética. Aunque no entiendo cómo no señala algunos aspectos sin los cuales solo seguimos de manera más o menos ilustrada a Machado.
 
García Castro parece comulgar no ya con la poética de Machado, que en algunos aspectos es de una lucidez admirable, sino con sus valoraciones estéticas. Uno de los aspectos que creo que hay que tener en cuenta es que Antonio Machado fue autor de varios poemas conceptuales, como “Al gran cero”, que contradice su poética no en cuanto a lo que dice sino por su estética. Y quizás lo más importante: tal como Machado aplicó lo que pensaba, y lo dice en numerosas ocasiones, apenas hay en todo el barroco un poeta valioso. Y fue extremadamente crítico con los simbolistas franceses, a los que poco valor les reconoce, y apenas tuvo interés (con la salvedad de Moreno Villa) por los nuevos poetas de su tiempo, que fueron Reverdy, Huidobro, Neruda, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, Rafael Alberti, García Lorca, Luis Cernuda, y Neruda, para citar a poetas admirados por varias generaciones. Y no digamos en cuanto a las artes plásticas. Al filósofo se le puede pedir el esfuerzo de la claridad, pero no al poeta, y Machado desdeñó de todos esos grandes poetas por una poética que no encontraba su objeto salvo en cinco o seis líricos excelentes y sencillos. Hay pintores oscuros como hay poetas oscuros, porque hay oscuridad. No todo es romance. Machado fue un pensador de talento, y García Castro muestra con competencia algunos de sus logros, pero no sus contradicciones. Tampoco es una visión crítica. De serlo, García Castro tendría que habernos explicado lo que la filosofía posterior a Bergson y la ciencia cognitiva conciben como intuición y conceptuación.

23 enero 2015

Ian Gibson: Una fracasada biografía de Antonio Machado

Ian Gibson escribió una aplaudida biografía de Antonio Machado, pero en ella encontramos vacíos importantes: filosóficos, contextuales, estéticos, psicológicos, íntimos... por lo que el biógrafo falla estrepitosamente en su función para, a pesar de contener innumerables datos anecdóticos, no hallar nada nuevo e, incluso, interpretar con suposiciones puramente ficticias sobre su personalidad íntima.
 
 
 
Cuando en su ensayo sobre Fernando Pessoa, escrito en 1962, Octavio Paz afirmó que «los poetas no tienen biografía», porque su obra es su biografía, se refería sin duda a que la poesía, en un poeta, es su mayor y más profunda actividad y así lo determina tanto por ser criatura de sus poemas como por verse enfrentado siempre a ellos: Rimbaud, que dejó de escribir a los veinte años, tiene biografía hasta los 38, pero sin duda esos años ágrafos son leídos en función de su obra. Por otro lado, Paz pensó esto en una época en la que aún estaba influido por algunos aspectos del formalismo ruso (aunque también los formalistas se dedicaron a escribir biografías...); pero hay que recordar que Paz mismo es autor de una de las grandes biografías de nuestra lengua, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), una biografía (también ensayo literario e histórico) a la altura de las circunstancias, quiero decir: de la obra de la poetisa mexicana. Además, era muy lector de biografías. Pondré sólo un ejemplo: no le bastaba con los poemas de Eliot, quería saber el detalle y la dimensión de las relaciones de Eliot con su amiga la estadounidense Emily Hale, pero sin duda le interesaba por ser el autor de La tierra baldía. Si digo todo esto es por mi sorpresa ante la lectura de un artículo, publicado en estas mismas páginas, del poeta mexicano Antonio Deltoro, quien comentando la reciente biografía de Ian Gibson sobre Antonio Machado afirma, tras haber citado la famosa frase de Paz, que ahora sabe que se puede escribir una biografía de un poeta con resultados iluminadores. Caramba. Sin duda Deltoro ha contraído una deuda impagable con Gibson, pero el mismo Gibson podrá señalarle un buen número de biógrafos que entretendrán a Deltoro durante bastante tiempo, y que debemos deducir que no ha leído.
 
Yo creo que no se puede hacer una biografía de un poeta sin su poesía —algo que ha rozado Dalmau con la que llevó a cabo sobre Jaime Gil de Biedma-- pero es fácil aceptar que comprender los entresijos de la vida de Lorca o de André Breton nos ayuda a penetrar en su obras y que algunos de los aspectos de estas vidas se quedarán en nosotros como información respecto a ellos pero sin arrojar luz sobre sus poemas. ¿La vida de Manuel Machado desde 1936 a 1947 está en sus poemas previos, que son los que poéticamente tienen valor? No digo que algo de sus actitudes psicológicas (cierto cinismo y relativismo moral) no abran puertas sobre sus actos posteriores, pero lo que pasó en su vida en dicho periodo rebasa lo contenido en su poesía y, además, es inferior a lo expresado en sus mejores obras: su olvido de la República y exaltación de Franco es un documento; en cambio sus poemas no se agotan en su significado porque son una presencia viva.
 
Ian Gibson no ha prescindido en absoluto de la poesía de Machado para llevar a cabo Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado (643 páginas de texto, más notas), todo lo contrario: ha recurrido a ella para iluminar la vida del poeta como, a su vez, ha utilizado el documento biográfico para tratar de hacer más comprensible el poema. Por otro lado, ha buceado en los orígenes familiares de Machado, sin duda determinantes de su imaginario intelectual y de su psicología, y se ha servido de lo que ha sobrevivido de la correspondencia con Pilar de Valderrama para desentrañar los poemas a Guiomar y la verdadera naturaleza de la relación con esta mujer, de la que ¿estuvo enamorado? Machado desde 1928 hasta su muerte en 1939.
 
Creo que el método es acertado, sin embargo no oculto que, a diferencia de lo que piensa Deltoro y, por lo visto, casi todos los críticos de este país, el Machado de Ian Gibson —a quien debemos otros trabajos notables y aportaciones valiosas en esta misma obra—, creo, peca de parcialidad: hay aspectos importantes de su obra que no aparecen y es débil el contexto humanístico en el que lo inserta. Es poco lo que sabemos en su voluminosa obra del Madrid en que vivió y de los mundos ideológicos y estéticos de su tiempo, que fue, del modernismo a las vanguardias, el más agitado que se haya conocido. Gibson no se pregunta lo suficiente por asuntos relativos a la psicología de Machado y a sus ideas sobre literatura, y, así, olvida al prosista Juan de Mairena, quizás tan importante como buena parte de su poesía. Al olvidar al prosista de esa época no entendemos bien la complejidad y la forma que adopta su imperiosa necesidad dialógica y el papel que cumple el distanciamiento teatral de las voces. Olvida también al filósofo, al metafísico, que guarda una relación fundamental con su poesía. Recordemos que afirmaba que todo poeta, e incluso todo poema, tiene su metafísica. ¿Cómo comprender bien el conjunto de su aventura poética, y especialmente los poemas producidos después de Campos de Castilla, sin querer entender su universo filosófico? Adelanto que sin esa investigación —que por otro lado han llevado a cabo en parte diversos estudiosos— toda comprensión ha de ser parcial cuando no errónea en algunos aspectos.
 
Ni la fenomenología de Husserl ni Heidegger son mencionados una sola vez por Gibson, tampoco nos da una síntesis del pensamiento del Bergson que interesó a Machado y al que éste superó en su concepción del tiempo subjetivo, o del pensamiento de la época, como son los casos de Gabriel Marcel (leído sin duda en la Nouvelle Revue Française) o de Martín Buber, que nuestro poeta pudo conocer a través de traducciones francesas. Tampoco, lo que el poeta andaluz aprendió de Ortega y de Unamuno, y por lo tanto se buscará en vano las afinidades y diferencias con el libro de Ortega de 1925 La deshumanización del arte, cuyas ideas son visibles desde mucho antes. Si de nuestro poeta filósofo expulsamos la filosofía sin duda habremos prescindido de una parte importante de lo que ocupó su vida. A nadie se le oculta que la extensa aproximación de Ian Gibson es una imagen posible de Antonio Machado. Conviene tener en cuenta que, sobre todo en cuanto al poeta (no a su dimensión más documental, tratada profusamente por Gibson), es sólo una imagen entre otras, posibles y necesarias. De ahí mis reservas que, por otro lado, sólo pueden partir de un trabajo como el de Gibson, hecho con amor, conocimientos nada desdeñables y notable esfuerzo de historiador.
 
Gibson parece aceptar que la obra de Machado (también la de Manuel) es total y literalmente biográfica, no en el sentido de Paz, sino en que podemos encontrar en el poema la dimensión de la anécdota del autor. No cabe duda de que la poesía de Machado tiende a la confesión y a la objetividad, incluso cuando se inventa poetas (Abel Martín). Fue un poeta realista, que no se apartó de los cánones literarios tradicionales, y, por ello mismo, tanto cuando es intimista como descriptivo, siempre es reconocible el cuento en el canto. Pero aunque sea sincero y bueno Antonio Machado, no podemos seguirle siempre en la idea que tuviera de sí mismo, no en los mismos términos.
 
Machado fue pudoroso respecto al erotismo y la sexualidad, hasta el punto de rozar cierto puritanismo: la mujer —desde un punto de vista físico— tiene ojos, pero apenas nada más. Algo —no todo lo que se podría— nos dice Gibson de su erotismo, pero no hubiera estado de más que se preguntara cuándo accedió Machado a la sexualidad: seguramente fue en uno de los prostíbulos que luego frecuentó en su primera etapa madrileña, y de los que Gibson no nos explica prácticamente nada, porque no hay documentación, pero recuerdo bien oír a Ricardo Gullón referirse a nombres de lugares, e incluso de personas, frecuentados por el poeta. Es más, cuando Gibson se hace eco de que se rumoreaba en Baeza que se acercaba a pie a Úbeda para visitar a una prostituta, Gibson recomienda no «buscarle tres pies al gato», porque bastaba la monumentalidad de la ciudad para justificar sus visitas, como si el sexo no fuera un acicate urgente y suficiente para caminar nueve kilómetros, y más en un hombre que vivió solo toda su vida, salvo el corto periodo matrimonial con Leonor, y al que, además, no se le conoce ninguna otra relación (Pilar de Valderrama no le permitió mayores acercamientos). Sexualmente, Machado fue un solitario. Y la sensualidad la encontramos en su evocación del paisaje, pero no de la mujer.
 
Tratar de averiguar el imaginario erótico de Machado no me parece intranscendente; no ignoro que hay pocos datos, pero vale la pena arriesgar alguna conjetura sobre el «calvario erótico» de Don Antonio. Otro biógrafo de Machado, el francés Bernard Sesé, que publicó en 1980 un voluminoso estudio biográfico y literario sobre nuestro poeta (que en su bibliografía dice no haber tenido en cuenta ¡para no «contaminarse»!), aunque citado una única vez por Gibson), dedica algunas páginas, de cierto valor, tanto al erotismo como a la filosofía metafísica que lo acompaña. También hubiera sido necesario inventariar la biblioteca del poeta, es decir: lo que leyó. Todos sabemos que había leído poesía, filosofía, teatro español, a los franceses, algo de literatura inglesa, ¿pero qué y, sobre todo, cómo? Sin duda hay muchas huellas a lo largo de su obra, apuntes y correspondencia y valdría la pena ponerla en pie dentro de la biografía para dar al menos una aproximación de lo que conformó su cultura.
 
También nos evita, probablemente llevado por su admiración profunda y sincera, muchos de los juicios que tuvo sobre la literatura de su tiempo: no sabemos por Gibson que no le gustó nada Neruda, ni Huidobro, padre del creacionismo, de tanta influencia en Gerardo Diego, ni Jorge Guillén ni Salinas. ¿Cernuda? Tampoco. Naturalmente estaba lejos de Valéry, de Pierre Reverdy y de todas las vanguardias que se originaron en Europa. En cuanto a los hispanoamericanos, está Rubén Darío, sin duda (aunque no pudo gustarle sino parcialmente y en una época), y el resto brilla por su ausencia en la obra de Machado, y por lo tanto hay que mencionarlo, porque otros escritores españoles de su tiempo —el mismo Unamuno— sí conocían la literatura de estos autores. De los nuevos poetas españoles al único que de verdad admiró fue a Moreno Villa, un poeta menor. ¿Le interesó Lorca, como Gibson quiere hacernos creer? Algo debió deslumbrarlo, sin duda, pero no convencerlo. Machado escribió  «La tierra de Alvargonzález», un romance dedicado a Juan Ramón Jiménez, a quien no le gustó). Gibson parece admirar el mencionado romance, elogiado también por un magnífico lector y extraordinario prosista, Gerald Brenan.  Para ahondar en las influencias, y en el universo estético y conceptual de Machado, el borrador de su «Discurso de ingreso en la Academia de la lengua» es rico en datos, pero Gibson no lo estudia, y ahí habla, entre otros, de Proust y Joyce...
 
Hay que decirlo claro: Machado, que tiene reflexiones sobre poética de una inteligencia notable, no apreció la nueva estética a partir de las vanguardias de su época, o mejor dicho: la vio y la condenó. ¿Por qué? Por razones muy complejas a las que dedicaré en otro momento las páginas necesarias, pero es fácil ver que esa condena está relacionada con su temprana formulación de la noticia temporal, lo que era abstracto en poesía (y por lo tanto, no es) y aquello que, en cambio, según él, es manifestación de la esencial heterogeneidad del ser, que informa tanto el fundamento de lo poético como el del amor. Es decir, Machado entendió y juzgó toda la poesía casi siempre desde una misma idea, que sin duda le obsesionó. ¿Qué fue antes, su formación del gusto estético o su conceptuación? Parece evidente que su gusto no cambió pero que sus reflexiones se fueron haciendo cada vez más complejas. Esa misma concepción le lleva a condenar el barroco de manera casi general (sin dejar de admirar —no podía dejar de hacerlo— algún poema de Quevedo o de Góngora). Su amor por la poesía de tipo tradicional y por el romance, junto con Berceo y Manrique, es superior al que siente casi por el resto de la poesía española, si hacemos excepción de Juan de la Cruz, Fray Luis de León (con reticencias), Lope, y en el siglo XIX, Bécquer. En una visión global es necesario analizar qué significa esta notable parcialidad de su gusto y la acentuada fidelidad a su concepción estética que convive, sin embargo, con su talante escéptico.
 
 
 
Por un lado, el filosófico, Machado se apoya fundamentalmente en Kant (padre del pensamiento crítico); y, por el otro, el político, fue un republicano que creía, siguiendo a Unamuno y a Ortega, que la historia se hace (o se deshace contra la resistencia del pasado): el futuro radica en la forma que adopte nuestra voluntad y deseo. España no es una esencia sino un devenir: nada de filología y etimología sino de acción y razón que avanzan, sin olvidar la dimensión viva nacional, porque Machado creía en el espíritu de las naciones. Sin embargo, por el lado estético, tiene un pie puesto en el medievalismo. Estuvo en contra de la poesía filosófica, reflexiva (también contra la que se excedía en imágenes), y lo paradójico en Machado es que es nuestro poeta filósofo por antonomasia, habiendo escrito varios poemas en los que lo abstracto es el fundamento y la expresión del poema, aunque dicha abstracción se transforma (como ocurre en otros poetas verdaderos) en presencia reflexiva, en drama. ¿Se dio cuenta? Creo que sí, y que a veces la crítica que hace a la abstracción es una constatación que tiene por fundamento la conciencia de su obra, ese «herbario» donde las hojas secas (imágenes abstractas, barroquismo o conceptuación) se mezclan, siguiendo su terminología, con las flores frescas de la intuición, de lo inmediato psíquico. Gibson debería habernos mostrado también esta profunda y determinante contradicción, porque para Machado, la tensión entre querer cantar y ya no poder hacerlo («Don Antonio, el romancero» —le dice un apócrifo— y responde: «Gracias, poeta, pero ya es tarde») y una poesía del futuro que intuyó y que, tal vez, no pudo darnos del todo, esta tensión, digo, fue una verdadera obsesión que recorrió su vida. Antonio Machado es el escenario de la lucha entre la poesía y la filosofía, entre lo concreto de la intuición psíquica y lo abstracto, entre, digámoslo de nuevo, el ser y el no ser, y por esto es inexcusable estudiar su metafísica.
 
Al prescindir del comparatismo, Gibson evita entrar en asuntos y aspectos que podrían habernos mostrado a un Antonio Machado más complejo. Quizás no tan grande pero, en cambio, más interesante. En 1911 Antonio Machado está en París y asiste a las clases de Bergson; pero al haber focalizado tanto los aspectos literarios, Gibson prescinde —no creo que lo ignore— que un joven poeta norteamericano, catorce años menor que Machado, asiste también a esos cursos. Machado afirmó que «entre los oyentes había muchas mujeres», pero también estaba T. S. Eliot, con el que quizás se cruzó más de una vez en el aula, además vivieron a pocas calles el uno del otro. (¿Por qué no imaginar un poco lo que fue posible?) Machado tuvo una visión desdeñosa de París: su mundo frívolo y erótico le molestó, como al puritano Eliot. Machado escribió por esas fechas en París «La tierra de Alvargonzález» y por ese mismo tiempo, el joven que asistía a las mismas clases de Bergson escribe «Retrato de una dama» y, sobre todo, «“The Love Song” of J. Alfred Prufrock», uno de los poemas que, junto con «Zone» de Apollinaire y «El transiberiano» de Blaise Cendrars, inauguran la modernidad en poesía.
 
Sin embargo, Machado proyectaba —obsesionado aún con la mentalidad noventayochista— escribir un gran libro sobre España, uno de cuyos fragmentos sería Campos de Castilla. Gibson admira realmente la poesía que se inicia con el largo poema «Tierras de Soria», y hace extensiva su pasión («el ciclo machadiano que hoy más conmueve a los lectores de su obra»). Es difícil calibrar esto: ¿lectores españoles, argentinos, mexicanos, franceses? También es difícil entrar aquí en un tema de gustos. Hay que pensar que en esta misma época de Campos de Castilla están escribiendo contemporáneos (más o menos) de Machado como Thomas Mann, Gide, Valéry, Paul Claudel, William Carlos Williams, Virginia Woolf, W. B. Yeats, James Joyce, Ezra Pound, Eliot, Apollinaire... O coincidentes en su producción con Machado: Pablo Neruda, Borges, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, César Vallejo, Fernando Pessoa... además de los poetas españoles de la generación del 27. Es insoslayable reflexionar sobre las obras de estos escritores para ver exactamente lo que estaba haciendo Machado y cuál fue su verdadera importancia. Aunque la literatura está hecha de excepciones, no es comprensible del todo sin la convivencia, a veces difícil, con las otras excepciones. Gibson vuelve a exagerar cuando considera el bello poema «Canciones» (CLXXIII), con momentos de profunda belleza, «uno de los poemas de amor más hermosos, más hondos, del español, quizás de cualquier idioma».
 
Antonio Machado fue un hombre y un escritor complejo. El hombre vivió siempre nostálgico de un amor que no podía cumplirse. Gibson lo intuye en un posible amor infantil, anterior a los ocho años, pero yo intuyo que su amor fue, en un principio, su madre (me parece, dada la edad, más plausible), y que la separación de su Sevilla natal y el famoso palacio de Las Dueñas le dio un contexto que comenzó a dibujar en la imaginación del joven un enigma que transcendería la anécdota inicial. Machado tuvo un gran apego a su madre, y de hecho es un referente continuo, hasta el punto de que el azar (llamémosle así) lo lleva a morir junto a ella y casi al mismo tiempo, en Coillure. Aunque Machado parece ser que vivió su calvario erótico y la mujer es tema de reflexión y de desasosiego, su actitud —Gibson lo confirma— es pasiva. Piénsese en la temprana tristeza de Machado y en su timidez, y, al tiempo, en la alegría de su hermano Manuel, su desparpajo y su pasión juerguista y mujeriega.
 
Por otro lado, Machado —muy hijo de su tiempo, quiero decir del español— consideró siempre a la mujer intelectualmente inferior y Mairena tiene algunas frases que, al tiempo que exalta el poder de la mujer, teme lo que podría hacer si logra que los hombres le concedan voto político (José Machado lo confirma). Antonio Machado fue de joven algo bebedor (sin caer en el alcoholismo, confiesa), amante de la fiesta de los toros y algo nocturno, pero todo eso lo dejó, dice, sobre 1909, cuando conoce a Leonor. También se lo dice en una carta a su madre: que hace ya tiempo que dejó la «mala vida». Machado estuvo siempre cercano a su hermano, un notable poeta sin el talento ni la amplitud y complejidad del poeta y del prosista Antonio. Gibson nos promete, de alguna manera, que va a analizar la relación entre ambos, pero es una lástima que no lo haya hecho: me parece un desafío que el biógrafo debería aceptar. Antonio fue el cantor de una Castilla rural (la exaltó y la condenó), Manuel, el de una Andalucía resuelta y superficial. Manuel Machado fue lo opuesto antagónico de Antonio, hasta el punto de que a veces aparece, no intencionadamente, parodiado en algunos poemas suyos. La antagonía llega al extremo de que Manuel, cumpliendo la obsesión imaginaria de Antonio relativa al cainismo, se convierte en defensor a ultranza de la España que condena a su madre y hermanos al exilio y, creo que puede decirse, a Antonio Machado a la muerte.
 
Manuel fue más generoso con la influencia francesa: tradujo ampliamente a Verlaine y admiró París. Antonio renegó de la influencia de Verlaine (analizada con amplitud por Gibson) y rara vez valoró la cultura francesa: probablemente, desde la lengua misma, le parecía demasiado reflexiva, cartesiana. Tanto en su primera estancia como en la última, condenó la frivolidad y mundanidad parisinas. Machado comprendía bien la desdichada frase de Unamuno: «que inventen ellos», porque —pensando Machado en Francia— suponía que la invención era exterior mientras que lo propio español era descender a las esencias populares, a esa razón común heraclitana, y, un poco menos: castiza. Las nociones «popular» y «tradicional» son siempre en Machado rurales, nunca pertenecientes a la ciudad: es un arcaísmo cuyo significado es necesario analizar. Su gran admiración a Unamuno no es ajena al españolista que había en el vasco, al iberismo profundo de Unamuno.
 
Machado, inventor de Abel Martín y de Juan de Mairena (las máscaras más inteligentes y vivas que ha dado la literatura de España), tan desprovistos generalmente de casticismo, y tendentes a la universalidad constitutiva del pensar, es también el inventor de Antonio Machado, el más casticista de todos los que conforman a este gran escritor. Antonio Machado fue un nostálgico del otro lado constitutivo de sí mismo, que por razones metafísicas, debía ser una mujer (el anverso del ser). El ser, que es esencialmente heterogéneo, al verse a sí mismo se ve como otro, y por lo tanto no podría, en su desplazamiento erótico, llegar a la cita, al encuentro con la amada, porque ésta es irreductible, y por lo tanto percepción siempre de una ausencia. A su vez, el ser está completo porque contiene su ausencia. Y por ello, y no por otras razones biográficas, Guiomar (no Pilar de Valderrama, no confundamos) era cita siempre para mañana. La amante nunca podrá terminar de responder al amor, porque éste es la forma que adopta el ser, que es deseo y es, por naturaleza, impenetrable. La esencial heterogeneidad del ser, en este caso, es una ausencia inexcusable: acompaña al poeta que, al percibirse (no al mirarse como Narciso en el espejo), contempla el hueco que lo conforma, Dios o la Amada.
 
El libro de Ian Gibson —que sin duda se ha convertido ya en una referencia para tantos aspectos de su investigación e interpretación— es afortunadamente discutible, algo que no se puede decir de tantas cosas que se han escrito sobre Machado.
 
Sin embargo, no ahonda en ese quehacer más hondo, o ese mirar más profundo, en la «obra total» del poeta, que, por fortuna, va ampliando el mero horizonte de su poesía, señalada por los límites que inexorable, marcó una época. Antonio Machado es, como poeta, grande entre los grandes del pasado siglo, pero es también  más grande como hombre y pensador total al que el azar —como muy bien señala— ha comunicado todas las características de símbolo de una época. Por otra parte, por citar sólo un ejemplo que puede servir de corolario, Gibson no señala la diferencia, tan descuidada por muchos y muy lentamente aceptada en la actualidad, entre las figuras de Guiomar y la «desafortunada», permítaseme llamarla así, Pilar de Valderrama, que como anécdota amorosa o sexual —como se prefiera— fracasada puede pasar pero sin otro valor en su biografía.

21 enero 2015

El Banco Central Europeo y la financiación de los Estados

Henry Ford, el fundador de la conocida automovilística, comentó una vez: “es bueno que la gente no conozca cómo funciona nuestro sistema bancario y monetario, porque si lo hiciese, creo que habría una revolución antes de mañana por la mañana”. Sin ser tan extremos en las conclusiones que Ford vaticinaba, es cierto que el desconocimiento de cómo funciona, al menos en términos básicos, el sistema bancario y monetario —financiero en definitiva— actual es absoluto. Poco interés de buena parte de la población y conveniencia de quien maneja este entramado por ocultarlo o distorsionar el discurso es lo que motiva en gran medida esta situación. Sin embargo, la simpleza del mecanismo que permite que el dinero circule por la economía y acabe en nuestros bolsillos es absoluta. Nunca algo tan sencillo pareció tan complicado. Por ello, a lo largo de estas líneas intentaremos explicar, aplicado al caso de la Eurozona, cómo funciona todo el entramado monetario y financiero que rodea a la creación de dinero y qué camino sigue hasta llegar a la economía real.

Dinero físico y dinero virtual

Antes de entrar a hablar en detalle del funcionamiento financiero europeo, conviene aclarar previamente ciertas cosas: la primera, que el valor del dinero como tal reside en la confianza que los usuarios de ese dinero le dan al mismo. Si mañana todo el mundo se levantase con la absoluta e inamovible creencia de que el Euro no tiene ningún valor y que la mejor manera de realizar nuestros intercambios es usando gallinas, los euros perderían todo su valor y pasarían a ser unos curiosos objetos con un número por delante y una cara o un monumento por detrás. El valor del dinero existe en tanto en cuanto la sociedad que la utiliza cree firmemente en que ese es el único elemento legal y válido para hacer intercambios y transacciones económicas —dinero fiduciario que se llama—. Tiene un porqué detrás. Esa confianza y la exclusividad como herramienta viene dada por el poder del Estado, que avala tal objeto como portador de valor gracias a su monopolio de la violencia legítima y su capacidad política, económica y militar para mantener ese estatus. Así, en lugares donde el Estado es inexistente, caso de los llamados “estados fallidos”, no es extraño que el dinero que circule sea el emitido por la facción o grupo que controle el lugar. El más fuerte impone su ley, incluyendo la monetaria.
 
Lo segundo que debemos considerar es el hecho de que en el mundo actual el dinero que se mueve es eminentemente virtual y apenas está respaldado por dinero físico —monedas y billetes—. En 2013, por el mundo había dinero circulando por valor de unos 55 billones de dólares —dividido en distintas monedas—, de los cuales unos 5,2 billones eran monedas y billetes. Esto quiere decir que aunque las cifras puedan bailar ligeramente —dinero negro, por ejemplo—, en el mundo hay 10,5 dólares virtuales por cada dólar físico. Además, hay que considerar que esto es una media de todo el mundo. En zonas con una economía más básica y menos dependiente del sistema bancario —el Sur global—, la proporción es más baja, mientras que en las regiones más “financiarizadas” del planeta, la relación supera con creces la proporción de diez a uno. 
 
Al comprar un artículo por internet o al hacer una transferencia nadie duda de que el dinero ha ido de unas manos a otras, y nadie ha tocado una sola moneda. Las transacciones económicas actuales son, cada vez más, movimientos de números entre cuentas bancarias. Simples anotaciones; sumas y restas. El dinero físico se utiliza casi exclusivamente para operaciones cotidianas, y aun así hay elementos como las tarjetas de crédito, dinero plástico que se vale del dinero virtual, que compiten como método de pago. Sin embargo, la percepción generalizada es la de que el dinero físico es mayoritario y casi el intermediario natural en una operación, cuando en absoluto es así y de hecho, cada vez tiene una presencia más marginal a nivel global.

Muere Concha Caballero





18 enero 2015

Octavio Paz







El 31 de marzo de 1914 nació el que fue quizás uno de los más importantes poetas en lengua española la segunda mitad del siglo XX: el mexicano Octavio Paz. Menos fecundo que el chileno Pablo Neruda, otro ganador del premio Nobel de literatura —con quien mantuvo una relación tempestuosa tanto por discrepancias políticas como por desacuerdos poéticos—, la obra de Paz abarca no solamente el ámbito de la poesía, sino que constituye también una vasta reflexión acerca de los valores y las responsabilidades del artista, y una profunda contribución a la historia de las ideas en México. Es más, Paz poseía un talento extraordinario para la crítica literaria y colaboró, a través de continuas contribuciones con revistas de gran importancia, a dar aliento a varias generaciones de escritores jóvenes en México. Asimismo, consideraba como una obligación moral, en cuanto poeta y ciudadano, participar de lleno en la vida política de su tiempo, muchas veces generando polémicas que nunca rehuyó.

El centenario de su nacimiento, que ha dado lugar a que Fondo de Cultura Económica de México haya reeditado en quince volúmenes este mismo año su obra completa, parece el momento idóneo para considerar su vasta producción y evaluar hasta qué punto es vigente después de la desaparición de su creador. En este aniversario, uno de sus colaboradores más fieles, Gabriel Zaid, ha escrito que «la tendencia mecánica del tiempo, contra la cual hay que luchar, es la incuria, la tontería, la desfiguración, el olvido y la destrucción de todo lo que queda a la intemperie» y hasta se vio en la obligación de preguntarse: «¿Quedará algo de Paz?»

Octavio Paz nació en pleno auge de la Revolución mexicana, durante los años de violencia que trajeron al país guerra, grandes conmociones y sufrimientos a un nivel comparable a lo sucedido en Europa en la Primera Guerra Mundial, que estaba a punto de estallar al otro lado del Atlántico. En Mixcoac, por aquel entonces un pequeño pueblo al sur de la ciudad de México, el abuelo de Paz le contaba historias de la lucha republicana en el siglo XIX; su padre iba y venía entre la revolución y el alcohol; y su madre, Josefina Lozano, hija de andaluces nacida en México, le despertaba emociones fuertemente encontradas: «Madre del mundo, huérfana de mí / abnegada, feroz, obtusa, providente, / jilguera, perra, hormiga, jabalina, / carta de amor con faltas de lenguaje, / mi madre: pan que yo cortaba / con su propio cuchillo cada día».

Paz consideraba una obligación moral participar de lleno en la vida política de su tiempo, muchas veces generando polémicas que nunca rehuyó

11 enero 2015

Autobiografía, Filosofía y Escritura: La crisis de Unamuno en 1897

     El presente trabajo analiza la filosofía de de Unamuno, a raíz del cambio que supone su obra Diario Íntimo, que es el texto donde se refleja la crisis de 1897. Unamuno deja atrás su filosofía primera, formulada en la “razón científica” de la modernidad; y se convierte en una filosofía que se delimita a un lado de la “ciencia” y al otro de la “literatura”. En esta nueva filosofía, la autobiografía viene al primer plano y la escritura cobra especial relevancia cuando se utiliza por Unamuno para construir su destino como “autoliterario”, que, a propósito de “figuras literarias”, idea de su propia identidad. En este marco, el Diario ÍntimoNicodemo el Fariseo y algunas cartas se analizan con el objetivo de establecer las diferencias textuales entre diario, carta y conferencia.
     Utilizaremos aquí la edición de Diario íntimo, de Miguel de Unamuno, publicada por Alianza Editorial, Biblioteca Unamuno, de 1998.

1. Crisis y cambio de rumbo


     La crisis unamuniana de 1897, que ha quedado fijada en su Diario Intimo, tematiza muy bien la salida de su filosofía primera y el primer esbozo de lo que va a ser la filosofía de Unamuno hasta el final de su vida: una lucha desesperada por construir la propia identidad. Esa lucha desesperada por construir la propia identidad, por darse su destino en la historia (vocación) la va a realizar Unamuno por mediación de la escritura. 

     Desde su llegada a Salamanca como catedrático de griego Unamuno va consolidando su vocación de escritor en el escenario público de la vida nacional, logrando a los pocos años de su llegada a Salamanca, hacerse un nombre propio y conseguir un puesto destacado como autor de libros y artículos, abandonando los pseudónimos con los que había empezado firmando muchas de sus colaboraciones. Pero precisamente en ese momento en el que ha logrado el reconocimiento de su nombre propio, se le plantea a Unamuno la pregunta que le va a acompañar a lo largo de toda su existencia: ¿quién soy yo? ¿El que se encuentra consigo mismo en la soledad de la propia intimidad?; ¿o el que se fragmenta y dispersa en la pluralidad de escritos que quedan repartidos en la prensa nacional e internacional? ¿Quién soy yo?, se pregunta Unamuno. ¿Un yo sustantivo que aspira a permanecer eterno; o una pluralidad de fragmentos esparcidos por todos los rincones del espacio público?

     En su primera filosofía de los años de aprendizaje en Bilbao Unamuno se preocupaba por construir “sistemas de filosofía” o “sistemas políticos” (socialismo) y olvidaba en cierta manera al hombre concreto que aspira a permanecer, a sobrevivir. En su primera filosofía de sistema el hombre concreto aparecía como una especie de marioneta y el mundo como una especie de teatro. Contra eso es contra lo que se rebela el Unamuno del Diario Intimo y a partir de esa su gran rebelión va a emprender la aventura de construirse una leyenda, una identidad. Y para ello lo importante no es el recuerdo, sino el ideal. Un ideal que tiene que darse a sí mismo como Don Quijote y que será la estrella que le guíe por este mundo desencantado de fin de siglo del que parecen haberse retirado los dioses; y que trae consigo una profunda crisis del sujeto moderno de la filosofía, que es la que Unamuno tematiza en su Diario Intimo de 1897.

2. El Diario Íntimo


     El 9 de abril de 1897, Viernes de Dolores en aquel año, Unamuno se retira a Alcalá de Henares en el Oratorio de San Felipe Neri e inicia una serie de “Meditaciones” que son las que van a configurar el Diario... que está integrado por cuatro cuadernillos y se extiende del 9 de abril de 1897 al 28 de mayo del mismo año. Redondeando las cifras podemos decir que dos meses continuados de meditación, en la que Unamuno somete a prueba su primera filosofía y con ella la filosofía moderna. Según Cirilo Flórez en él Unamuno “somete a prueba su primera filosofía y con ella la filosofía moderna” (1998). Es también el producto de la llamada “crisis unamuniana”, que consistió no sólo en un estado de criticidad frente al pensamiento moderno, sino en una asunción muy personal del autor ante su propia biografía.

09 enero 2015

Cómo surgió la era de la Razón, según Stephan Toulmin

La Modernidad fue la era de la razón; su máxima aspiración era alcanzar el saber universal, aquel que no estuviera manchado por las creencias y convenciones de unos seres humanos concretos, por el conocimiento que se restringe a un espacio y tiempo específicos y que no puede ser compartido por otras culturas: si algo es verdadero, debe serlo en cualquier lugar y época, independientemente del contexto, y lo verdadero tiene la cualidad de que es aceptado por todos sin posibilidad de duda, sin importar las creencias particulares de cada cual.

La Modernidad quería, en definitiva, saber qué es la realidad común a todos gracias a la cual se puede establecer una convivencia pacífica, cuando no la ensucia el hombre con sus supersticiones que llevan al dogma y el dogma que lleva a la muerte; de lograrlo, se podrían sentar las bases para una concordia universal, pues toda la humanidad se regiría por los mismos principios de verdad; no habría discusiones ni guerras ideológicas. No habría más sangre derramada por la lucha entre los pueblos.

Stephan Toulmin defiende en su libro Cosmópolis que esta defensa de la razón no es ninguna consecuencia de la evolución natural del homo sapiens hacia estados superiores de conciencia. Es por eso que, en cuestiones de convivencia, la cosa sigue tan mal.

Toulmin argumenta que la racionalidad fue la solución que los humanos encontraron a unos problemas particulares de esa convivencia y que, con todo, se antojan universales en su esencia, las guerras de religión:

La tesis heredada daba por sentado que las condiciones políticas, económicas, sociales e intelectuales de Europa occidental mejoraron radicalmente a partir de 1600, lo que alentó y propició el desarrollo de nuevas instituciones políticas y métodos de investigación más racionales. Pero esta suposición está cada vez más cuestionada. […] Los años que van de 1605 a 1650, lejos de ser prósperos y gratos, se ven ahora como los más ingratos, y hasta como los más frenéticos, de toda la historia europea.

Es en esa época cuando la caza de brujas en Europa alcanza la máxima cota del terror, y cuando el continente se da un festín con los cuerpos sacrificados de cientos de miles de herejes y contra-herejes.

El siglo de la expansión, del auge de la libertad y germen del laicismo intelectual había sido el anterior. El Renacimiento había hecho del XVI un auténtico siglo de las luces, donde las ideas humanistas, con epicentro en las prósperas ciudades del norte de Italia, recorrieron el Continente saludando a sus contrarias con más o menos tolerancia.

…la recuperación de la historia y la literatura antiguas contribuyó poderosamente a intensificar su sensibilidad hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de los asuntos humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes no tenidas en cuenta, empezaron a ser ensalzadas como consecuencias maravillosamente ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano. En lugar de deplorar estos fallos, como podría hacer una casuística de la moral, los lectores laicos se empeñaron en saber qué era lo que hacía que la conducta humana resultara admirable o deplorable, noble o egoísta, ejemplar o ridícula.

Según pasaban los años, se contagiaron de esta actitud los principados alemanes, la Francia de Montaigne y Rabelais e incluso la España lírica y picaresca acompañada de mística abierta y plural, a pesar del orden establecido y la fuerte represión que habría de comenzar con el Concilio de Trento, a partir de la segunda mitad del siglo XVI.

Por primera vez, la necesidad de cerrar filas y defender el catolicismo contra los herejes protestantes sirvió de pretexto para sustraer doctrinas clave a cualquier intento de replanteamiento, incluso por parte de los creyentes más leales y convencidos. La distinción entre “doctrinas” y “dogmas” fue un invento del Concilio de Trento, y el catolicismo de la Contrarreforma fue dogmático como no lo había sido nunca el cristianismo anterior a la Reforma, incluido el mismo Tomás de Aquino.

La excepción a esta norma, y refugio por tanto de la cultura sin limitaciones, fue la Inglaterra construida en torno a la figura de Isabel I, la “Reina de las hadas”. Como siempre, la prosperidad económica tuvo mucho que ver en todo esto; pero, a finales de siglo, el sueño se desvaneció:

En 1600, el dominio político de España tocaba a su fin, Francia estaba dividida en distintos bandos religiosos e Inglaterra se abocaba a la guerra civil. En Europa Central, los estados fragmentados de Alemania se estaban desgarrando recíprocamente […]. El comercio internacional se vino abajo, el desempleo se generalizó y se creó así una reserva de mercenarios listos para participar en la Guerra de los Treinta Años; para colmo, todos estos infortunios se vieron agravados por un empeoramiento internacional de las condiciones climáticas, alcanzándose niveles inusualmente elevados de carbono en la atmósfera.


En una sociedad agrícola al 80%, la crisis climática derivó hambruna; apenas se salvó Holanda de la penuria, convirtiéndose así en el reducto de la cultura europea en espera de tiempos mejores.

07 enero 2015

Nietzsche y Kafka, lectores de Dostoievski

La vida y las obras de los hombres son el fluido del río heraclitiano al que todo converge y en donde todo evoluciona y todo se trasforma. Porque, al igual que en la evolución biológica, la cultura evoluciona, se reproduce, muta y se trasforma y de generación en generación se trasmiten aquellos elementos que permanecen, tal y como define Jorge Luis Borges el palimpsesto:

“En el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo” (Jorge Luis Borges, Ficciones).

A manera de juego, he aquí una breve mirada a algunas de las correspondencias genéticas en la línea de evolución cultural por la cual se conectan tres de los grandes: Fiódor Mijáilovich Dostoievski, Friedrich Nietzsche y Franz Kafka.

Dostoievski


Fiódor Mijáilovich Dostoievski, fue un gran lector y de sus lecturas nutrió su escritura. Primero, Balzac y Gogol, a los que casi imitó. Luego, leyó en el encierro de su cautiverio siberiano las novelas de Charles Dickens, Los papeles de Pickwick y David Copperfield, las cuales, entre muchas otras lecturas, influyeron la escritura de sus grandes novelas, las que escribió a partir de su liberación de la prisión siberiana. Pero no fueron esas las únicas y más primordiales materias nutricias, pero si algunas de las más significativas.

Sin embargo, no sólo de literatura se nutre la escritura de Dostoievski, también él se interesa por la filosofía y las ciencias de su tiempo, por ejemplo y para el asunto que estoy tratando de mostrar, es curioso, por no decir asombroso, el que una vez liberado, le solicite a su hermano que le envié, entre otros libros, uno y muy especial que tendrá profundas repercusiones en sus novelas, pero, por el cual y para el caso, se establece una estrecha y extraña conexión con Nietzsche, mucho antes de que este lo leyera a él.

Se trata del libro más influyente de Carl Gustav Carus, Psyche, el mismo que también fue lectura para Nietzsche:

“Recién liberado de su prisión siberiana, Dostoievski solicita a su hermano que le envié, junto con una significativa lista de libros, “el Carus”: Psyche, que le era un libro familiar y conocido desde mucho antes, tanto para él como para su hermano” [1].

El filósofo y psicólogo Carl Gustav Carus, fue uno de los precursores en la teorización del inconsciente, al que consideraba subjetividad y naturaleza. Un inconsciente que era tanto natural como espiritual. Asuntos que incidirán de manera notable en la naturaleza psicológica y espiritual de los personajes de las grandes novelas de Dostoievski.

Esa extraña conexión me sirve de pretexto para explorar en las controvertidas lecturas que Nietzsche hiciera de Dostoievski y en las que, años después, realizara Franz Kafka de ellos dos.

Nietzsche 

FUEGO CON NIEVE: La primera "Tierra baldía"

FUEGO CON NIEVE: La primera "Tierra baldía":

T. S. Eliot LA TIERRA BALDÍA - PRIMERA VERSIÓN INÉDITA SEGÚN EL ORIGINAL DEL MANUSCRITO

Reconstrucción y versión española de Antonio Rivero Taravillo


 
   Es sabido que Ezra Pound sometió a una dieta de adelgazamiento severísima al manuscrito de The Waste Land. Hace años me entretuve en trasponer al español (otro buen verbo sería suponerlo) lo que hubiera sido ese libro sin la intervención del miglior fabbro, como Eliot llamó —también es de sobra conocido— a Pound. Como se verá, los cambios son sustanciales. En rojo, lo que quedó eliminado (como se verá, a menudo es travieso y juguetón, casi letra de un espectáculo de cabaret, muy en la línea de cierto Auden que habría de venir). Al final se incluyen varios poemas que quedaron desgajados del conocido texto de 1922. Presento esto como ejercicios de poeta, una tentativa de versión sin propósito comercial. Me he basado en T, S. ELIOT, The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Drafts Including the Annotations of Ezra Pound. Edited and with an Introduction  by Valerie Eliot, Harvester Books, San Diego, 1994. Allí (también hay edición en Faber & Faber, donde fue editor el propio Eliot) se reproducen los textos en inglés con las enmiendas.

Se permite la difusión gratuita siempre y cuando se cite la fuente. 
 

05 enero 2015

¿Vuelve la política?

   Estrenamos un nuevo año y quizá también un año nuevo, al menos un año poco visto en los últimos tiempos. Porque hay años que se repiten, como hay días repetidos, en los que la vida sabe prácticamente igual. Y estos últimos años han sido todos casi iguales en la vida de nuestro país: años inhóspitos que nos han convertido en un país inhóspito. Cuesta creerlo, hace menos de una década España aparecía en las encuestas como uno de los mejores lugares del mundo para vivir.

   Los tres años que llevamos de legislatura son una repetición del mismo día. Durante tres años, por decisión del pueblo soberano, la vida parlamentaria ha sido la repetición del 20 de noviembre de 2011. Desde entonces, la mayoría que sostiene al gobierno en el Congreso solo ha perdido una votación y eso porque el responsable de indicar el sentido del voto se equivocó. Claro que no cabe escandalizarse por eso, porque es precisamente de lo que se trata cuando te dan una mayoría absoluta, “de que no tengas que someterte a presiones y componendas, de que hagas lo que hay que hacer”. “¿Sin escuchar a nadie?”, cabría preguntar. Y la respuesta políticamente correcta sería: “no, por supuesto, escuchando a todo el mundo pero haciendo lo que más convenga al país”. En la práctica, a tenor de las pocas enmiendas que el grupo mayoritario ha aceptado, no parece que nadie los haya persuadido de hacer nada distinto de lo que ellos han decidido en cada momento. Al final, como siempre suele suceder, la estabilidad que promete la mayoría absoluta, consiste en llevar a la política a un coma inducido.

   Con el fuego real la cosa cambia. Y eso es lo nuevo que trae el nuevo año, que vuelve la política. Que los resultados de todas las votaciones se vuelven a presentar inciertos, y que el botón que se le pone al florete para la esgrima de salón de las tertulias será sustituido por la punta afilada de las consecuencias de lo que se dice y de lo que se hace. Porque la votación pone filo a las palabras. Así que con el 2015 vuelve la política y, con ella, la incertidumbre y la esperanza.

   Sin el poder real que significa que el resultado de una votación tenga un cierto margen de incertidumbre, el Parlamento se ha quedado durante estos tres años, por decisión democrática de la ciudadanía, para legitimar las decisiones del gobierno y como cámara de resonancia del sentir de la calle. Sin duda con mucha más legitimidad representativa que una tertulia mediática, pero con bastante menos poder. Como bien han demostrado los líderes de Podemos. Mediatizada por los medios de comunicación, esa función del Parlamento de transmitir la voz de la gente ha sido en gran medida expropiada por esos mismos medios. Y de igual modo que algunos expertos en economía o tecnología tratan de sustituir a los representantes democráticamente elegidos, también lo hacen algunos expertos en comunicación. Todos ellos con notable éxito mientras su actuación se limita a un simulacro de la política. Porque cuando necesitas el voto de tu contrincante de tertulia le gritas menos y le dices menos cosas.

03 enero 2015

Manipulación informativa e ignorancia. Rumbo a la distopía

   Entre la realidad y lo que una persona cree que es la realidad hay un abismo en cuya bruma se pueden proyectar las fantasmagorías que se deseen. Son las historias que cuentan los medios de comunicación, o las personas de nuestro entorno más próximo, o incluso las historias que nos contamos a nosotros mismos para jugar a que la vida tiene el sentido que hemos decidido que tenga.

   El mensaje que une a la persona con la realidad, sea lo que sea ésta, si es que es algo, es un mundo de más o menos ficción, pero siempre ficción. Sin embargo, rara vez se contempla en serio, y mucho menos a tiempo real, la posibilidad de que un mensaje esté provocando una alucinación, mucho menos una alucinación colectiva, a causa de ese peligroso defecto del pensamiento que, por no pensar, asocia la opinión de la mayoría con la verdad.


Información falsa

   En 2012, un equipo internacional de psicólogos, dirigidos por Stephan Lewandowsky, de la Universidad de Australia Occidental, publicó un estudio sobre los procesos que rigen la propagación de información falsa en nuestra sociedad, ya sea de forma voluntaria o inadvertida.

   Según el estudio, cuando una información contiene una carga emocional importante para cierto número de personas, éstas no dudarán en compartirla con sus allegados sin pasarla por filtro alguno de pensamiento crítico que evite la rumorología. La popularidad de una noticia no depende entonces de su contenido de verdad, sino de la respuesta afectiva del público, de la capacidad de un rumor para provocar sentimientos de alegría, enfado, indignación, esperanza, refuerzo de creencias, etc.